Europa ante su hora decisiva: hacia una verdadera independencia estratégica

Al iniciar este escrito me surgió la siguiente pregunta: ¿por qué la seguridad, la prosperidad y la democracia del continente no pueden seguir dependiendo de la voluntad cambiante de Estados Unidos?
La respuesta no surge de un episodio aislado, sino de una trayectoria histórica que ha condicionado profundamente la forma en que Europa ha entendido su propia seguridad.
Durante décadas, Europa ha vivido bajo la cómoda sensación de una seguridad garantizada desde fuera. Tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, el continente aceptó, y en muchos casos agradeció, una realidad estratégica sencilla: Estados Unidos se encargaría de la defensa, mientras Europa se concentraba en la reconstrucción económica, la integración política y el bienestar social.
Este pacto implícito, nacido en el contexto de la Guerra Fría, permitió el periodo de estabilidad más prolongado que el continente había conocido en siglos. Sin embargo, lo que comenzó como una solución histórica terminó convirtiéndose progresivamente en una dependencia estructural que hoy condiciona de forma profunda el futuro europeo.
Europa confundió estabilidad con permanencia. La desaparición del enemigo común tras el final de la Guerra Fría no condujo a una revisión seria de esta relación, sino a la prolongación automática de un modelo que parecía funcionar sin costes visibles. Mientras tanto, el mundo cambiaba: nuevas potencias emergían, la competencia geopolítica se intensificaba y Estados Unidos comenzaba a replegarse gradualmente hacia sus prioridades internas.
La guerra en Ucrania, el auge del aislacionismo estadounidense y la creciente volatilidad política en Washington han puesto fin a cualquier ilusión restante. Hoy, la Unión Europea se enfrenta a una pregunta que durante demasiado tiempo evitó formular: ¿puede el destino de más de 450 millones de ciudadanos seguir dependiendo de decisiones tomadas al otro lado del Atlántico, sujetas a ciclos electorales ajenos y a prioridades nacionales que no siempre coinciden con las europeas?
Hablar de un acto de afirmación estratégica europea no implica replicar procesos históricos ni levantar muros frente a Estados Unidos. Implica reconocer que el siglo XXI exige actores capaces de sostener su autonomía estratégica, económica y política. No se trata de ruptura, sino de madurez; no de confrontación, sino de responsabilidad.
La dependencia europea de Estados Unidos no nació de la debilidad, sino del trauma. Tras 1945, el continente estaba exhausto, dividido y destruido. Estados Unidos emergió como la principal potencia económica y militar, y como garante de un nuevo orden internacional basado en reglas y alianzas. La OTAN simbolizó este equilibrio: Europa aportaba legitimidad y posición geográfica; Estados Unidos, poder militar y disuasión nuclear. A cambio, los Estados europeos redujeron su inversión en defensa y apostaron por el Estado del bienestar.
Durante la Guerra Fría, este modelo funcionó. Pero el final del conflicto bipolar no dio lugar a una reflexión estratégica profunda. Europa asumió que la protección estadounidense sería permanente y que la seguridad podía darse por sentada. Esa suposición se ha revelado peligrosa.
Estados Unidos sigue siendo el aliado más importante de Europa, pero también se ha convertido en un socio crecientemente imprevisible. La polarización política interna, los cambios bruscos de orientación estratégica y el cuestionamiento de compromisos históricos han transformado su política exterior en un terreno incierto. Un solo ciclo electoral puede alterar prioridades fundamentales, como se ha visto en Afganistán, en la relación con la OTAN o en el apoyo a Ucrania.
Europa no puede seguir construyendo su seguridad sobre la expectativa de que Washington actuará en el futuro del mismo modo que en el pasado, ignorando que las prioridades, los equilibrios internos y el contexto global de Estados Unidos están en constante transformación.
Esta vulnerabilidad se manifiesta con especial claridad en el ámbito de la seguridad. A pesar de su peso demográfico y económico, la Unión Europea sigue siendo un actor militar incompleto. Su defensa depende en gran medida de capacidades estadounidenses esenciales: inteligencia, logística, mando, transporte estratégico y disuasión nuclear.
En este sentido, la guerra en Ucrania ha puesto de manifiesto que, sin un apoyo decisivo de Estados Unidos, la capacidad de respuesta europea resulta claramente limitada.
El problema no es la cooperación, sino la asimetría. Cuando un socio aporta los elementos esenciales para la supervivencia estratégica del otro, la relación deja de ser equilibrada. La OTAN es tan fuerte como el compromiso de su principal actor, y ese compromiso ya no puede darse por garantizado.
Europa ha reaccionado tarde y de forma fragmentada, con incrementos parciales del gasto militar y declaraciones retóricas sobre autonomía estratégica que no se traducen en capacidades reales.
La dependencia se extiende también al ámbito económico y tecnológico. Europa es una de las mayores economías del mundo, pero carece de control sobre muchas de las infraestructuras que sostienen su prosperidad. Sus datos circulan por plataformas mayoritariamente estadounidenses; sus empresas dependen de tecnologías desarrolladas fuera del continente; su sistema financiero sigue anclado a un orden monetario dominado por el dólar. Las sanciones extraterritoriales impuestas por Estados Unidos han evidenciado hasta qué punto decisiones externas pueden afectar directamente a empresas y Estados europeos.
La ausencia de una política industrial común verdaderamente ambiciosa ha dejado a Europa rezagada en sectores estratégicos como la inteligencia artificial, los semiconductores o las tecnologías digitales. Sin soberanía económica y tecnológica, la independencia política es una ilusión. La prosperidad bajo tutela es, en realidad, una forma de vulnerabilidad.
Europa se define como una comunidad de valores democráticos, pero la defensa efectiva de esos valores se debilita cuando se delegan elementos esenciales de la estabilidad política en actores externos. La democracia estadounidense atraviesa tensiones internas profundas que afectan a la previsibilidad de su política exterior. Cuando la estabilidad europea depende de la continuidad de consensos políticos en otro país, su propia democracia se vuelve frágil.
Sería un error atribuir esta situación solo a factores externos. La dependencia europea responde también a decisiones internas: la fragmentación política, el predominio de los intereses nacionales y la histórica renuncia a asumir poder estratégico han impedido una acción verdaderamente unificada. Europa ha optado por definirse como potencia normativa antes que estratégica, una elección comprensible en su contexto histórico, pero cada vez menos viable.
Hablar de independencia europea exige claridad conceptual. No se trata de aislamiento ni de antagonismo, sino de autonomía estratégica: capacidad real de decisión y de acción. En defensa, implica integrar capacidades, desarrollar una industria común y establecer una cadena de mando eficaz; en economía y tecnología, reducir dependencias críticas y asegurar el control europeo sobre sectores estratégicos; en política exterior, articular una voz unificada y coherente.
La independencia no debilita la alianza transatlántica; la equilibra. Solo una Europa capaz de sostenerse por sí misma puede ser un socio fuerte y respetado. No actuar, en cambio, tiene costes claros. Europa corre el riesgo de convertirse en un actor irrelevante, próspero pero pasivo, dependiente de decisiones ajenas.
La dependencia de Estados Unidos fue, en su momento, una elección racional. Hoy, mantenerla sin revisión es una irresponsabilidad. Un acto de afirmación estratégica propia no es un gesto simbólico, sino el reconocimiento de que la seguridad, la prosperidad y la democracia del continente no pueden seguir dependiendo de la voluntad cambiante de otro país.
La independencia no significa soledad, sino capacidad. No implica ruptura, sino madurez. La pregunta que Europa debe responder ya no es si desea ser independiente, sino si está dispuesta a asumir el coste de no serlo, porque en un mundo incierto, la verdadera vulnerabilidad no es asumir el propio destino, sino seguir delegándolo.