Cultura y Artes

Federico Vegas: Erotismo hogareño

Jaques Henri Lartigue: Bibi en nuestra luna de miel

Uno de los problemas más intrincados y difusos que enfrenta un matrimonio es lograr mantener un razonable nivel de erotismo. Sucede que Eros y el hogar no suelen llevarse bien. Eros es un dios indómito que nada respeta. Desde su alada malicia dispara saetas siempre distintas y puede producir con una sola de sus alegres travesuras dolores mas intensos que la peste o la vejez. Aún más penoso es cuando desaparece por un buen tiempo y deja a las almas y las pieles sin vestigios de placer. El hogar, en cambio, requiere de orden y estabilidad. Esa magia imprevisible, de la que Eros no puede prescindir, puede llegar a ser un tormento para lo hogareño, más a gusto bajo el cobijo de Hestia, la diosa de lo inmutable y lo permanente, del arreglo del espacio y el centro de los asuntos domésticos. Hestia fue capaz de retirarse de la mesa de los poderosos en el Olimpo para ir a atender el fuego sagrado. Es una virgen solterona a la que solo le interesa la armonía y el equilibrio.

Eros nació justo al final del Caos, por lo que mucho de su infancia eterna habrá quedado contagiada de imprevistos y desorden. Brotó de un huevo engendrado por la noche, de cuya cáscara se formaron la cúpula del cielo y el domo de la tierra, de allí provienen sus aires de omnipotencia. La religión católica mucho le teme, y con razón, ya que ha sido perseguido hasta en la misma mitología por irresponsable e incontenible.

No debemos precipitarnos a condenar sus excesos. Alguna virtud tendrá el encargado de asegurar la continuidad de nuestra especie, incluyendo seres menos racionales como perros, palmas y orquídeas. ¿Quién no se ha perturbado ante un araguaney encendido? Según algunos sabios, para mantener el orden interno del cosmos, a veces ocurren algunos desmadres en el orden externo.

A este maestro de ceremonia, que le regaló su nombre al erotismo, es sumamente difícil diseñarle un espacio apropiado por una razón muy sencilla: puede subsistir en casi todos. Es pues comprensible que ante Eros algunos arquitectos se hagan los tontos, los indiferentes. La arquitectura no sabe ser innecesaria, no le gusta estar en segundo plano, y lo erótico se basta y se desborda a sí mismo. Eros enfrenta mejor que Apolo, aunque por menos tiempo, las inclemencias y las necesidades, la fría insistencia de cualquier lluvia y el ardor de cualquier desierto. Eros se regodea al desconocer las costumbres y las leyes; la arquitectura, en cambio, se siente perdida sin una buena porción de lo establecido y lo presupuesto.

He tratado de recordar lugares y momentos donde la arquitectura hogareña y lo erótico se aproximan. La mayoría de las veces son sorpresas, efímeras casualidades que generan una deliciosa armonía y convierten a los esposos en desconocidos que se atraen como si fuera la primera vez, o la última. Para esta posibilidad no existen leyes ni método, así que no esperen sino una atropellada enumeración de recuerdos desordenados, episodios de algunos cuentos y algún desliz machista que no logré reprimir.

Sobre la escala del hogar

Al casarme y buscar dónde vivir, me quejaba de lo costosos y pequeños que eran los apartamentos. Un amigo de los que, gracias a Dios, no se toman la vida en serio, me preguntó:

—¿Cuál es el club más chiquito?

Él mismo me dio la respuesta:

—Aquel donde entra un solo miembro y parado.

Esta adivinanza contradice a quienes achacan la ausencia de erotismo en la pareja a la falta de espacio. El sociólogo Roberto Briceño promovía una ley que supone una reivindicación de la estrechez: “La intensidad en la relación de una pareja es inversamente proporcional al espacio disponible”. Según esta ecuación el amor es como la tinta en el agua, mientras mayor es el volumen de agua más diluida resulta la mezcla.

Los ejemplos abundan. La joven pareja inicia su matrimonio en un apartamento diminuto y constreñido de un solo ambiente. Allí se aman en todos los rincones, sin agotar jamás las posibilidades de 50 metros cuadrados. Luego viene algo de prosperidad y una primera mudanza con la que aumentan los metros, las habitaciones, las puertas y ventanas. El pequeño balcón ahora es quizás un jardín. Llegan niños, cargadora, aspiradora y cortadora de grama. Se consolida un programa de expansión continua mientras el amor se esparce entre tanta gaveta y mobiliario. Las actividades se especializan, se distancian. Ya no hay roce ni tropiezos, ni estantes compartidos con inexplicable armonía. El romance intenta abarcar la totalidad del escenario e imperceptiblemente se agota. Se duplican los lavamanos y los jabones, los armarios y a veces hasta las camas y pocetas.

Pero no conviene exagerar ningún axioma. Más de un marido pichirre ha usado las virtudes de la estrechez como excusa para no comprar una vivienda mejor. Pretender sustentar una pasión a punta de claustro suele terminar en claustrofobia. La pura aversión a la amplitud es contraproducente, al igual que toda reflexión que termina en dogma y no en referencia.

Lo curioso es que aquella pegajosa canción: “Yo tengo ya la casita, que tanto te prometí”, pueda ser una maldición gitana, causa o preludio de tanto divorcio. Una de las grandes pruebas a que puede someterse una pareja es construir la casa de los sueños y mudarse a ella. Conozco a un arquitecto genial que hace casas muy bellas, pero invariablemente, los propietarios se divorcian. Cuando tuve la suerte y la dicha de diseñar casas, poco más de una docena, ofrecía siete años de garantía. No quería convertirme en un creador de versiones tropicales tipo “La Malcontenta” de Andrea Palladio, y evitaba tener de clientes a esas parejas que auguran conflicto, como militar casado con historiadora del arte, o banquero con antropóloga. ¿Habrá peor condena que diseñarle una casa a Nicolás Maduro y Cilia?

El sentido del gusto

Hay que estar atentos a los dictados de este sentido, siempre al acecho. Ignorar su importancia y omnipresencia puede acabar con un hogar. El gusto es el más social de los sentidos y, quizás, el origen de toda cultura y conocimiento. En aquellos tiempos de la prehistoria, cuando “qué comer” y “qué no comer” eran para el hombre primitivo la base de su sobrevivencia, alguien se atrevió a probar una fruta que no picoteaban los pájaros; por eso decimos: “Más brío que el que se comió el primer aguacate”. El gusto ocupa en la memoria un lugar especial: intuye que no hay sustituto para lo saboreado y aguarda, paciente e indiferente a las representaciones, por la aparición del hecho real. A la lengua, ese músculo tan reticente y retráctil, protegido por torretas de esmalte, le toca hacer las primeras exploraciones amorosas, dar el visto bueno, abrir flancos, revisar la compatibilidad térmica y química. Nada tan inaugural, o dispuesto a clausurar iniciativas, como un beso que ha juntado dos bocas.

Otra característica importante de la lengua es su curiosa participación en lo visual. ¿Por qué decimos que tiene “buen gusto” de quien sabe elegir lo apropiado? ¿No será que la lengua, desde su oscura y húmeda guarida, puede juzgar, opinar aún sin haber lamido? ¿No intuirá en silencio los contenidos mientras el ojo observa sólo el contenedor?

La máxima post-moderna:, “parecer es ser”, hoy prevalece en más de un sentido, y el hogar ha comenzado a favorecer al ojo, más distante, superficial y disoluto que el gusto, introvertido e infalible. El hogar va temiendo ese palpar revelador de la lengua y prefiere al ojo con sus reacciones inmediatas, pésima memoria y capacidad de entusiasmarse con lo que aún no conoce plenamente.

Las obras de arte

Valentín Hernández decía que lo primero que debe hacer un marido al casarse es retratar a la mujer con un pintor famoso: “A medida que la mujer se deteriora el cuadro sube de precio”. Esta propuesta es más factible que la de Dorian Gray. La pintura y la tela aguantan más que la piel, tan dependiente de su perecedera tersura; sólo los huesos y algunos dientes pueden competir con el arte en términos de permanencia.

Hay artistas que han sido premonitorios. Dalí pintó una vez el retrato de Reinaldo Herrera, quien no quiso cancelar el precio del cuadro porque en la tela lucía viejo, amargado y enfermo. El caso se decidió en un largo juicio mientras el modelo se iba pareciendo cada vez más a la imagen en litigio.

Lo importante, sea retrato, naturaleza muerta o abstracción, es nunca comprar un cuadro que no sepamos donde colgar. Recuerde que su participación creativa se limita a clavar un clavo en una pared. Hágalo con seguridad, gracia y buen pulso. No deje que el precio o la moda le hagan adquirir algo que gravite angustiosamente sobre su hogar.

Las ventanas

La ventana más pequeña que recuerdo es el ojo de una antigua cerradura. Por ella me asomé al mundo prohibido de unas primas que se desvestían en la habitación de una casa de hacienda. A veces, cuando oigo celebrar las virtudes de una ventana grande y panorámica, recuerdo aquel orificio enmarcando imágenes se quedaron toda una vacación dando vueltas entre mis sueños y urgencias.

Christopher Alexander, en su libro A Pattern Language, incluye una máxima que explica mi experiencia: mientras mas pequeña es la ventana, mas intensa es nuestra relación con lo que vemos a través de ella. Hoy están de moda los grandes paños de vidrio bajo la premisa de que nos integran mejor al paisaje. Alexander plantea que una ventana no solo debe permitir contemplar el exterior, sino además proporcionar un sentimiento de resguardo, de interioridad. La llamada ventana panorámica a veces nos satura, como ocurre ante una película pornográfica; vemos todo y nada. En cambio la ventana tradicional, con las proporciones de un cuadro de Zurbarán, funciona como un lienzo donde podemos percibir con mayor concentración el paso del día hacia la noche. No estamos expuestos ni el paisaje nos es impuesto. Es importante una relación adecuada entre el marco y lo enmarcado para hacer parte de nuestra intimidad una porción del paisaje.

El austríaco Adolf Loos fue más radical al proponer, o más bien predicar, que las ventanas no eran para ver el exterior sino para dejar entrar la luz. Solía usar vidrios opacos; quien quisiera mirar al exterior debía abrir la ventana y asomarse, o simplemente salir al jardín o a la plaza. Quizás sea justo este castigo de Loos para el mirón insaciable que, al ser incapaz de valorar una bella y bien proporcionada ventana, decide expandirla hasta desaparecerla.

En las casas de nuestros ancestros, las ventanas tenían dintel, peana, jambas, antepecho, montantes, postigos, guardapolvos, celosías, vierte aguas, rejas, cortinas y hasta un pequeño asiento llamado poyo (con “y”, pues proviene de pódium, no de gallina). Estas piezas y mecanismos, semejantes a los párpados y pestañas, conforman una serie de preámbulos que evitan una súbita y brusca penetración del exterior en el interior. En cambio las nuevas ventanas son apenas una lámina que sólo sabe ser ausencia de pared.

No es una tarea simple permitir el paso a la sensualidad de la luz. La del sol, llamada también “luz natural”, hace brotar el apetitoso aroma de una casa como si fuera un pastel de arcilla y madera que se hornea dulcemente dejando fresco el interior. Al diseñar una ventana debemos asumir el sentido de todo aquello que existe entre el horizonte, la pupila y nuestra más profunda oscuridad. Deberá ser un placer tanto el abrir los ojos como cerrarlos para otorgarle a nuestros sueños y recuerdos imágenes nítidas, profundas y comprensibles.

Sobre el baño

No hay otro lugar en la casa con posibilidades más expuestas y realistas. Allí se gestan los más finos aromas y la hediondez aplastante, el vapor y la brisa, lo húmedo y lo seco, lo caliente y lo frío, máscaras y curaciones, lo que pinta y lo que remueve, cremas y polvos, joyas y pastillas. Se revela tanto la suculenta desnudez como los rigores del tiempo, lo que atrae y repele, el inicio del día y la preparación para la noche. El baño contiene Shalimar (el perfume favorito de mi abuela) y Sal de fruta (el remedio favorito de mi abuelo), algodón y papel toilet, chorros que bajan como en la ducha y que suben como en el bidet.

Un escenario tan vital debe ser amplio y pleno de una luminosidad que propicie la comprensión y la ternura, haciendo justicia tanto a las primeras tentaciones como a la inevitable decadencia. En el baño confrontamos la verdad ineludible de nuestra condición terrenal, más llevadera cuando se asume en pareja y sin miedo a lo escatológico. El amor entre ángeles se va en puro aleteo.

Las oportunidades que el baño ofrece son infinitas. Una gran bañera (uso la palabra “bañera” para evitar confusiones con el término “la-tina-americana”) puede ser tan liberadora como el mar. Los secretos necesitan su dosis de remojo para soltar asperezas y abrir temáticas, regiones del espíritu y episodios inesperados. El agua tibia es un excelente conductor.

El mesón del lavamanos nunca debe ser de esas fórmicas que se pudren con el agua. Utilizar el mas fino de los mármoles es una inversión rentable. Se trata de un altar que jamás lleva mantel y al que concurrimos diariamente al levantarnos, justo cuando más necesitamos reafirmar nuestra relación con las cosas buenas de la vida.

La propuesta de dos lavamanos es contraproducente. Hombre y mujer no deben distanciar sus rostros frente al espejo. Los momentos de comparación y referencia mientras más cotidianos y contiguos resultan menos impactantes. Tampoco deben separarse ungüentos y fórmulas mágicas como si tuvieran diferentes dueños. En definitiva el perfume pertenece a quien lo aspira y disfruta. Además conviene dar oportunidad al esposo de untarse alguna vez gotas de la esencia favorita de su mujer. No he conocido otro acto de travestismo más moderado y saludable.

Hablando de menjurjes, un amigo explicaba la diferencia entre emperifollarse y acicalarse:

—Nos acicalamos para así calarnos a la esposa. Nos emperifollamos para follarnos a la novia.

Es un juicio vulgar e indigno que incluyo aquí por su valor sociológico.

Poceta

En Cuba la poceta es una depresión natural de la costa que se llena de agua por efecto de las mareas. En México es un bache. Solo en Venezuela se refiere al “receptáculo del retrete”. En España la llaman “váter”, una adaptación del inglés water closet. Eso de “armario de agua” viene de cuando los cagaderos semejaban confesionarios. Algo de razón tenía este tipo de encierro, pues la manera como usamos este artefacto dice de nosotros más que nuestras confesiones. La propuesta médica más cruel —y desobedecida— es la que prohíbe la lectura. Siempre será escasa y timorata una cultura dictada por el miedo a las hemorroides. Existen los que se van al otro extremo; son los fanáticos que no pueden leer sino en el baño, y se pasean por la casa los domingos en la mañana sin abrir el periódico, aguardando a que las vísceras den alguna señal.

Antiguamente la poceta estaba alejada del hogar. La gente salía de la casa y atravesaba el patio con un periódico, una vela y un palo para espantar los cochinos. Hoy se le ha llegado a llamar “el trono”. Adviértase incluso su digna presencia en el arte. Rodin se inspiró en la clásica posición de evacuación meditativa para su “Pensador”. En la foto de Jaques Henri Lartigue: Bibi en nuestra luna de miel, Bibi nos mira sonriente, sentada, con un gesto que tiene más de provocación que de vergüenza.

Un amigo de amplia experiencias en parrandas y excesos recomienda con fervor las pocetas Kholler. Cuando le pregunto por qué tanta insistencia, explica exaltado:

—¡Son las únicas donde puedes vomitar con corbata!

El armario

Prefiero la palabra “armario” al anglicismo “closet” o al limitante “guardarropa”. Me gusta porque sugiere que allí guardamos armas, armaduras, y ese parece ser su origen etimológico. Sucede que en sus orígenes latinos un arma, un “ars”, era cualquier implemento artificial, no natural como los son las cebollas y los jamones. Lo importante es que nos vestimos con prendas que pueden y deben ser armas de seducción para un caballero andante o una dama reclinada.

Está de moda el “Walking Closet”, un cuartito aparte con puerta propia. Estos aislamientos deben evitarse a toda costa. Es mejor el closet a lo largo de un pasillo entre el cuarto y el baño. La ropa deberá estar expuesta en tramos como en las tiendas lujosas. Con solo pasar frente a estantes repletos de prendas íntimas surgen recuerdos y premoniciones. Hay que promover la curiosidad, la ávida apertura de las gavetas, el manoseo ocasional de pantaletas o interiores. Lo fundamental es permitir al que está en la cama, despertando o haciéndose el dormido, espiar a quien se viste o desviste.

En uno de los cuadros de Toulouse-Lautrec aparece una mujer con la falda por las rodillas mientras un hombre la contempla desde la cama. El día que el pintor expuso su obra dos señoras criticaron el cuadro por inmoral:

—La amante —decían escandalizadas— se desnuda antes de entrar en el lecho.

El pintor que pasaba cerca de ellas las escuchó y les explicó:

—La moral está en el ojo del que mira. No son amantes sino esposos. Ella no se quita la falda sino que se la pone. No se dirige a la cama sino a preparar el desayuno a los niños.

Si las señoras hubiesen reclamado que el cuadro era burgués y sin tensión, Lautrec hubiera ofrecido la versión de la apasionada amante.

Sobre la cocina

Es evidente que la cocina es un recinto más propicio para consumir que para consumar, pero pocos dudan que lo amoroso inicia su gestación en estos predios.

Los dos amuletos de la cocina que mejor asumen el cortejo entre la vida y la creación son la olla y el sartén. Nótese que digo “el sartén” y no “la sartén”. Parece que en Hispanoamérica preferimos la forma masculina y creo que tenemos razón. El hierro del masculino sartén es recio. Por su natural inclinación a lo breve y lo pasajero sus misiones suelen ser rápidas y ardientes, a veces impacientes. Le gusta más quemar con agitaciones de alegre infierno que a llama lenta; esto explica su poca profundidad para facilitar el vuelta y vuelta. El mango debe ser firme, pero no ingrato al tacto ni demasiado largo.

La femenina olla es de vientre redondo y generoso. Tiene dos asas torneadas, semejantes a caderas, por donde la sujetamos al portarla hacia lo caliente. Ya en el fuego, se convierte en un paciente útero de gestaciones deliciosas. El pudor exige una tapa que cada tanto descubrimos para asomarnos con placer a su misterio. Esta intimidad agradece una serena lentitud y detesta las prisas.

Hay otras fórmulas más definitivamente femeninas, como “el baño de María”.

Toda nevera que se respete debe tener un pote de arenques de tapa oxidada y contenido verdoso que lleva catorce años detrás de la mayonesa. Suele ser un aporte del esposo, quien lo supone una expresión de su exquisitez, refinamiento y cultura. Jamás lo abrirá y luce cada vez más intimidante, pero basta que un día se lo boten para que se sienta un mártir que nadie respeta ni comprende. Es mejor dejar el pote en su sitio, si acaso ocultarlo más allá de las lechugas. Negarle al esposo la condición de sibarita inhibe otros refinamientos y genera una personalidad distante y resentida.

Otra recomendación es tener siempre en la nevera un par de botellas de vino blanco. Deben reposar acostadas como dos bellas niñas que duermen la siesta. Si el vino es muy caro, no importa, no las abra, déjelas estar, pero permita que asomen sus orgullosas cabezas. Lo importante es que al abrir la puerta en una noche de melancolía o gastritis, ellas aguarden propicias, dándole una dimensión optimista y cosmopolita a la nevera.

Sobre la Mesa

Mi abuelo ocupaba la cabecera de un largo mesón y desde allí reinaba. Tenía una colección prodigiosa de dulces en conserva. Lo recuerdo debatiéndose entre el de lechosa y el de hicacos y tranzándose siempre por el de cabello de ángel. En la retaguardia estaba su colección de picantes. Los había de Guanajuato y de Guayaquil, pero los mejores eran los de leche que hacía una tía en Ciudad Bolívar. Eran recios, perseverantes, y la familia seguía usándolos cuando ya la tía tenía años de muerta.

En el flanco derecho, el abuelo tenía una batidora eléctrica para unas mezclas insólitas, como tajadas de plátano con café y canela. En el izquierdo un amolador de cuchillos. Me obligaba a sentarme a su lado para cuidar mis modales y recuerdo una cascada de chispas cayendo en mis caraotas negras. Cuando mi abuela le reclamo que estaba quemando a su nieto, Papapa explicó que me haría bien una dosis extra de hierro. Era un alquimista, un Merlín culinario. Para que no lo salpicaran sus proezas y desastres se cubría con una servilleta tamaño mantel que lo envolvía como si lo fueran a afeitar. Fue feliz en su comedor. Mi abuela sabía que entre una mesa y una cama solo hay una diferencia de altura, y lo dejaba inspirarse, llenarse de vida y placeres que se revertirían en ella.

Cuenta la escultora Marisol Escobar que mientras esculpía su famosa Ultima Cena, le sucedió algo desconcertante. Comenzó tallando las figuras de los apóstoles y las fue sentando en una larga mesa. Después de trabajar todo el día en las noches no lograba descansar. Desde su estudio le llegaban extraños sonidos semejantes a murmullos, a reclamos. Después de varios insomnios, Marisol comprendió lo que estaba sucediendo y le dio solución. Colocó sobre la mesa jarras y vasos de arcilla, cuchillos, cucharas y platos de peltre, panes y frutas de madera; todos a la medida y al estilo de los comensales, quienes agradecidos la dejaron desde entonces dormir tranquila.

La inquietud de aquellas estatuas es comprensible: las mesas son territorios de exigencias y promesas. Antes de su invención existía un vacío sin límites, un limbo sin soportes donde los hombres devoraban con el fastidio de las vacas o las reiterativas zambullidas de los alcatraces. Por mucho tiempo se comió en el aire o en el suelo. No fue fácil inventar una superficie regularizada, delimitada, plana, lisa, previa a la actividad que en ella ocurriría. Con la creación de la mesa se establecieron fronteras precisas e incitantes horizontes al arte de comer.

Según San Marcos, en aquella última cena, Jesús y los apóstoles se reunieron en una sala alta, grande, alfombrada, y bien provista. Allí razonaron sobre el reino de Dios, sobre la muerte y la traición. Pero también se habló de política, de las tragedias de Israel, de los invasores romanos, de pesca, de aceites y vinos. Y quizás, como en el “Festín de Babette”, se llegó a ese estado “cuando ya no se distingue entre los apetitos espirituales y la saciedad corporal”. Era justo que, antes de tanto sacrificio, Jesús compartiera con sus amigos exquisitos manjares. Al final de la cena Jesús les dijo a sus amigos: “Hacer esto en memoria mía”. Nosotros recordamos esa cena acudiendo herméticos, arrodillados, en silencio y con los ojos cerrados, a comer una dosis mínima de pan sin levadura que nos entrega un circunspecto sacerdote. Hemos olvidado la mejor parte de aquella convocación, el regocijo de celebrar juntos la obra de Dios alrededor de una mesa.

Sobre los cubiertos

Todos los implementos que Occidente ha concebido para las faenas de la mesa son considerados muy útiles y muy prácticos. Pienso que hace falta confirmarlos con otros adjetivos más sutiles, casi opuestos a lo eficaz. El fin supremo de los cubiertos es oponerse a nuestros instintos, a lo inmediato, al sobresalto del hambre. El verdadero propósito es alargar el tiempo, crear distancias, imponer ritmos, extender el placer, refinar los gestos, dar chance a que se manifiesten y podamos compartir las insólitas ocurrencias que propician el apetito y la proximidad. Los cubiertos son más bien impedimentos, graciosos obstáculos que nos impiden precipitarnos sobre la comida con los aburridos mordiscos del tigre o el imperceptible beber del pez. Saborear una sopa con la limitación de una cuchara es tan distinto a beberla en un tazón. Y en esa plenitud y en ese pausado transcurrir florece con naturalidad el fin supremo de la mesa, congregarse y conversar.

Sobre la cama

En la cama “King”, llamada también “Ring”, nunca deben prevalecer sentimientos de hostilidad ni exagerarse las severas limitaciones de la urbanidad. La flatulencia discreta, el hurgarse ocasionalmente la nariz (en la fosa más alejada de la pareja) o rascarse las orejas con la goma de un lápiz, son pecados veniales que deben evitarse, pero también hay que saberlos perdonar. Una buena cama debe constituir la fusión de dos libertades y no una coercitiva sumatoria de voluntades.

El lado derecho suele ser el mío. Hace poco me preguntaba por qué extraño mecanismo siempre, en hoteles o en la casa, duermo de ese lado. Le propuse el acertijo a mi esposa y encontró una solución muy simple:

—Porque yo prefiero el izquierdo.

La mesa de noche es mi gran aliada. Allí aguardan el Quijote y la Biblia. Protegido por ese par de libros que jamás se terminan y siempre se comienzan, adquiero un aire de magro caballero español que aboga por una causa que ya no recuerda. En ese mueble concurren los objetos más diversos, desde un termo con agua hasta una botella de Calvados, desde una tijera de uñas hasta un revolver.

Tengo un amigo que leía sentado en un sillón de su habitación y usaba la cama solo para dormir. Este es un pésimo entrenamiento para el erotismo, enemigo de las especializaciones. En la cama deben hacerse la mayor cantidad de actividades posibles: comer, leer, escribir, ejercitarse, conversar con los hijos, hablar por teléfono, coser y otras reparaciones menores. Sólo evítense las actividades que puedan dejar restos diminutos, imposibles de rastrear, como cortarse el pelo o comer galletas. La variedad ofrece diversos caminos por donde puede surgir inesperadamente el deseo. Aquellos que se limitan a esperar la pasión o el sueño para concurrir al lecho terminan insomnes o frígidos.

Sobre el jardín

Recuerdo un chiste desmedido pero aleccionador. Un dálmata se encuentra a un pastor alemán en el veterinario. El pastor, a quien iban a castrar por que le daban ataques de furia, le pregunta al dálmata a qué ha venido.

—Yo estaba tranquilo, reposando en el jardín, cuando vi a mi dueña que se inclinaba a regar unas hortensias. En eso estaba cuando se le abrió la bata y le brinqué encima.

—¿Entonces a ti también te van a castrar?

El dálmata contesta risueño:

—No, yo vine a que me hagan las uñas.

En el reino de la naturaleza todo es posible. Debemos contactar cada cierto tiempo esa fuerza ancestral, especialmente si se vive rodeado de ciudad. Regar el jardín descalzo en la noche y con una copa de vino en la mano da vitalidad e imaginación. Al menos los domingos en la mañana debe revisarse en pareja la presencia de malas hierbas. Dicen que es bueno hablarles a las plantas, pero mejor aún es escuchar sus mensajes de vida y sabia pasión, y, luego, darles el merecido gusto de contemplar lo que han incitado.

Federico Vegas Pérez (Caracas el 18 de marzo de 1950), Arquitecto y escritor venezolano. Ha sido profesor de Diseño Arquitectónico en la UCV, profesor en la Facultad de Arquitectura y Artes Plásticas de la Universidad José María Vargas, profesor de Diseño en Princeton University (1983) y Visiting Scholar en Harvard University (1995). Ha publicado libros sobre Arquitectura: El Continente de Papel (1984), Pueblos (1979-1984-1986), Venezuelan Vernacular (1985), La Vega, una casa colonial (1988).

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