
Ilustración de Alejandra Svriz.
En un párrafo, creo recordar que de Los Karamazov, dijo Dostoievski aquello de que, si Dios ha muerto, todo está permitido. La frase tuvo éxito y provocó mucho empeño en negarla, combatirla y contradecirla. Esfuerzo inútil. Porque lo peor de la frasecita es que era totalmente cierta, pero en un sentido que en aquel momento no se contempló: la frase era incompleta.
Si Dostoievski, Iván Karamazov o Nietzsche hubieran tenido una imaginación más creativa habrían dicho: «Si nuestro Dios ha muerto, entonces todo está permitido en los reinos cristianos». Porque lo cierto es que el otro Dios, el del islam, goza de muy buena salud y no tiene ni la menor sombra de resfriado.
Si hay más deidades vivas y coleando no lo puedo decir porque no las conozco. Tengo entendido que Yahvé, o como quiera llamarse al dios de los judíos que antaño llamábamos Jehová, es indiferente si vive o muere porque la religión judía no exige la creencia en entidades sobrehumanas. Es más, según mis amigos judíos dotados de más sabio conocimiento, uno puede ser ateo perfectamente e incluso llegar a rabino, sin la menor contradicción con la religión judía. Lo mismo sucede con el budismo, una religión muy bien educada y elegante, pero sin dios alguno.
Eso no pasaba en el cristianismo y sus múltiples sectas. O eras creyente, o no formabas parte de la Iglesia y, si no andabas con ojo, tampoco de los vivos. De hecho, además, el cristianismo y sus sectas disputaban sobre la existencia de tal o cual santo o santa, de la virginidad de María, o la posibilidad de la resurrección carnal, pero nunca en ningún momento se puso en duda la existencia de Dios. Es decir, del dios Padre, no sólo la del Hijo. Lo del Espíritu Santo ya es otro cantar y dio lugar a varias guerras.
Así que cuando el dios Padre comenzó a morir, allá por los albores del barroco de la mano de Spinoza y Descartes, también se comenzó a deteriorar el inmenso caudal de imágenes, historias escritas, monumentos y sonidos que componían la cultura cristiana. Porque era una religión culta y representativa que daba cuerpo físico a las ideas. Dicho con mayor énfasis, la gran cultura occidental no era sino una ilustración, a veces contradictoria o de difícil entendimiento, de la religión occidental. La cual, por cierto, había comenzado en Grecia. De hecho, era tan hija de Platón como de San Pablo.
Así que la cultura occidental de cierta entidad se fue apagando a medida que se oscurecía la luz de la divinidad. Al mismo tiempo comenzó a iluminarse el planeta con luces portentosas, titánicas, y caminos de hierro que lo fueron haciendo cada vez más conocido, dibujado, cartografiado y casi doméstico. A cambio del cielo eterno pareció el mundo como totalidad, a la manera de un viejo actor (Occidente) que fuera cediendo el escenario a decenas de jóvenes actores, cada uno disfrazado de su dios.
En consecuencia, los lugares en donde florecía la antigua civilización cristiana van siendo invadidos por otras civilizaciones y otros dioses que no sabemos si serán buenos, regulares o detestables, pero a las que los supervivientes tendrán que adaptarse. Una parte considerable de Europa es ya islámica, pero eso es sólo el comienzo.
Todo lo cual viene a cuento del libro de David Rieff titulado Deseo y destino (Debate) un ensayo excelente sobre la actualmente pujante religión woke de origen afroamericano, que se va imponiendo como otro triunfo del capitalismo imperial y es de obligado cumplimiento entre los sanchistas.