Fernando Savater: Lo que queda de Franco
El día 4 de diciembre Franco hubiese cumplido 100 años. Me lo imagino perfectamente gobernando aún con esa provecta edad, Matusalén de la autocracia sobreviviendo obstinadamente a sus cómplices y a sus víctimas, dictando sabiamente espaciadas condenas de muerte con su vocecita de grillo, esa misma con la que nos felicitaba las pascuas todos los años. Siempre he pensado que la eternidad debe ser aburridísima; por tanto, no me hubiese extrañado que Franco fuese eterno. Shakespeare enseña, y Freud confirma, que terminamos pereciendo a causa de la contradictoria efervescencia vital que llevamos dentro; pero nadie menos vital ni efervescente que el Caudillo, ni nadie menos contradictorio. Sus únicas pasiones conocidas son perfectamente coherentes: el fútbol, el despotismo y la sobrasada de Menorca. Tres cosas eficaces, pero un poco empachosas a la larga, ¿no?
A pesar de que con motivo de su centenario la tienda de souvenirs franquistas ha sido abierta, con amplia oferta de novelas, estudios históricos, psicoanálisis de andar por casa, elogios disimulados y sanas diatribas, de Franco los españoles nos acordamos lo menos posible. Cada cual tiene sus razones para esa amnesia. A los mayores nos humilla este secreto a voces: que sólo la biología pudo acabar con la dictadura franquista. Si hubiese vivido 20 o 30 años más, aunque fuese en la UVI, Franco hubiera mandado en España 20 o 30 años más. Quizá hubiese mandado fusilar de vez en cuando a tres o cuatro, por señas, y sus órdenes se habrían cumplido a rajatabla. ¿Para qué vamos a engañarnos? Nos había cogido el tranquillo… Los más jóvenes no le recuerdan porque nada había en su gris autoridad capaz de durar simbólicamente más allá del simple hecho agobiante de su presencia. Todo fue opaco en él, hasta el fascismo: inventó involuntariamente el fascismo sin carisma. Es imaginable un movimiento neonazi, un revival de Mussolini gracias a las gracias semiporno de Alexandra, pero no puede haber un «neofranquismo«: Franco fue tan inquietantemente soso que parecía incapaz de morir; sin embargo, ahora nos tranquiliza comprobar que su misma sosera le impide resucitar.
Bien, pasó sin remedio ni retorno el aciago caracol franquista, pero el rastro de su mucosidad aún es perceptible en diversas instituciones y manías de la vida española. No me refiero en principio al uso más común de «franquista» como dicterio. Cada grupo político moteja de «franquista» cualquier actitud de sus adversarios que le desagrada, sobre todo si implica autoritarismo, abuso de propaganda ideológica o de privilegios oficiales. Son así tenidos por «franquistas» los rasgos que indican aplastamiento de la sociedad civil por el Estado, el favoritismo caciquil, el corporativismo unanimista de los partidos (¡ay de los «críticos» dentro de cualquier grupo!), la pérdida de garantías jurídicas o laborales, la utilización progubernamental de la televisión y radio estatales, las presiones del Ejecutivo sobre instancias arbitrales cuya independencia debiera ser inmaculada y ciertos rasgos de alarmante lenidad con policías condenados por torturas o crímenes. Sin duda no es del todo inexacto este uso del calificativo que convierte «franquista» en sinónimo de «dictatorial», «autocrático», «represivo» o, simplemente, «poco democrático». Pero esos abusos no son privativos de la herencia franquista, como saben por experiencia propia varios regímenes europeos actuales. De modo que, en cuanto acusación entre políticos, «franquismo» tiene algo de retóricamente genérico, como el vicio en otros países de proclamar «fascista» (¡o «comunista»!) cualquier procedimiento del adversario que resulta particularmente ofensivo.
Sin embargo, no faltan residuos específicos (más tóxicos, menos reciclables) que provienen directamente de la larga contaminación franquista. Por ejemplo, la animadversión a la «política» y los «políticos» que lleva a tantos a repetir la principal reconvención paternal del Caudillo: «Haga como yo, no se meta en política». Se da por supuesto que toda política es vil y rapaz, emporcada por intereses «partidistas» (no hay descalificación peor), mientras que sólo la ética, la utopía y otras ocupaciones no menos sublimes son dignas de hidalgos bien nacidos. También es muy retrofranquista (retro-antifranquista, para el caso) la convicción de que el intelectual sólo cumple bien su papel profético cuando es crítico del Gobierno (por extensión puede ejercitarse contra la sociedad de consumo, el materialismo que nos invade o las espeluznantes lacras de la cultura occidental). Lo más característico, empero, del franquismo era su enconado odio al liberalismo, enemistad por cierto que compartía con buena parte de los militantes antifranquistas. Como han subrayado algunos estudiosos del periodo, entre otros Santos Juliá, Franco fue aún más antiliberal que anticomunista…, que ya es decir. Naturalmente, me refiero sobre todo al liberalismo político, no al económico: lo que Franco pretendió hacer en la segunda mitad de su dictadura fue una especie de sociedad moderna de mercado, pero sin libertades políticas, algo así como lo que ahora están intentando en China. Tenía Franco bastante de chino y el franquismo fue una suerte de chinoiserie aunque a la gallega: el Caudillo hubiese querido ser Deng Xiaopín mejor que Fidel Castro, desoyendo en ese punto los consejos de Fraga. Todavía hoy «liberalismo» sigue siendo en España un taco para muchos oídos piadosos, que si son de izquierdas oyen «despido libre» y si son de derechas entienden «libertinaje». Y lo mismo ocurre con el corolario directo del antiliberalismo, el antilaicismo: al invicto general no le hubiese disgustado que la formación juvenil estuviese en manos de capellanes castrenses y hoy muchos consideran que debe orientarla el Opus, o por lo menos la teología de la liberación…
¿Hay más secuelas de esa gripe asiática que tantas bajas causó durante 40 años? Sin duda, el estilo de algunos intrépidos periodistas, formados en el dinámico inmovilismo de la prensa del Movimiento: chulería, horterada cotilla, calumnia jocosa y denuncia antiburguesa con café, copa y puro. Un poco más delicada es la beatería que rodea a las figuras de la casa real: esa necesidad de que haya figuras paternales y sacras, no contaminadas por la humillación de ser elegidas en las urnas como cualquier hijo de vecino, noblemente situadas por encima de los sucios entresijos políticos… En fin, demasiado bien hemos salido librados. Aunque, a veces… Lo más agobiante del franquismo fue el clima gazmoño y cutre que creó, una miseria más moral que política y más estética que moral. Vázquez Montalbán lo ha resumido estupendamente diciendo que durante esa época parecía que a todo el mundo le olían los calcetines. Pues bien, a veces, cuando uno hojea el tebeo socialista, escucha a los obispos o ciertas tertulias radiofónicas, comprueba el tono populista de algunas diatribas contra la Europa de Maastricht… nace la sospecha de que a los españoles nos vuelve a abandonar el desodorante.
Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 20 de noviembre de 1992