Círculo de Lectores encargó hace algunos años a Fernando Savater la dirección de una colección de ensayo contemporáneo destinada a formar parte, junto con otras, de un proyecto mayor, con el nombre ambicioso de Biblioteca Universal. «De todas las colecciones emprendidas, la que se confió a Savater es la que probablemente reclamaba un criterio más caprichoso y aventurero» dicen los editores. Porque ¿cómo seleccionar dentro de un campo amplísimo a la par que impreciso como «el ensayo contemporáneo»?
En «El arte de ensayar» – Pensadores imprescindibles del siglo XX (Círculo de Lectores, Barcelona, 2008) se incluyen los breves textos («justificaciones«) que Savater escribió para presentar cada una de las obras que se incluyeron en la colección de ensayos. «De uno a otro, se matiza en ellos el concepto radicalmente proteico, escurridizo, tentativo de ensayismo, y se propone un rico y múltiple abordaje al mismo. El resultado es un contrastado muestrario del arte de ensayar, en el que se barajan los nombres de algunos pensadores imprescindibles del siglo xx» (reseña del editor).
Es evidente que toda antología o selección se expone inevitablemente a la crítica por razones de todo tipo. Como destaca Rafael Núñez Florencio en Revista de Libros, «el problema básico está en el sentido mismo del género ensayo y en su capacidad para recoger y reflejar las grandes preocupaciones intelectuales de nuestro tiempo» (Ensayo siglo XX: perdidos en la selva» – Revista de Libros, 1-11-2009).
Nos dice Savater en el prólogo a «El arte de ensayar» que Montaigne, inventor del género, denomina «ensayos» a «cada uno de los tanteos reflexivos de la realidad huidiza que le ocupan: «son experimentos literarios, autobiográficos,filosóficos y eruditos que nunca pretenden establecer suficientemente y agotar un campo de estudio, sino más bien desbordarlo, romper sus costuras, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que parecen remotos.Montaigne inicia el gesto del sabio que desfila ordenadamente por su saber como por terreno conquistado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la actitud más vacilante y e irónica del merodeador, del que está de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un mapa completo establecido de antemano, sino que se deja llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgurantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige al lector no como a un discípulo, sino como a un compañero».
Por ende, todo ensayista es un escéptico. «El ensayo se opone al tratado, que se asienta en la certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad. El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se aventura por el territorio ignoto del ¿qué sé yo?».
Siempre según Savater, el ensayista es un «Don Juan de las ideas», veleidoso e inconstante, que «cambia sin demasiado escrúpulo de tema». Un Don Juan inseguro y tímido, no arrogante.
En el ensayo, la búsqueda de conocimiento tiene «una voz personal». Siempre se asoma la personalidad del autor, lo individual, su subjetividad.
Finalmente, todos los ensayos escogidos para la colección son piezas relevantes, vale decir, «capaces a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo».
Entre los pensadores seleccionados por Fernando Savater están Hannah Arendt, Sigmund Freud, José Ortega y Gasset, Octavio Paz, Max Weber, Bertrand Russell, Miguel de Unamuno, Albert Camus, Elías Canetti, Michel Foucault, María Zambrano, o Claude Lévi-Strauss.
Hemos querido compartir en primer lugar una de las «justificaciones» de «El arte de ensayar». La referida al médico y psiquiatra húngaro Thomas Szasz, crítico de los fundamentos morales y científicos de la psiquiatría. Szasz es conocido, entre otros libros por El mito de la enfermedad mental y La fabricación de la locura: un estudio comparativo de la inquisición con el movimiento de salud mental, en los que planteó sus principales argumentos con los que se le asocia. Para Szasz la práctica de la medicina y el uso de medicamentos debe ser privado y con consentimiento propio, fuera de la jurisdicción del Estado; además de cuestionar los regímenes autoritarios y los Estados policiales.
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Thomas Szasz: “El mito y la enfermedad mental”
1961
Hace cuatro siglos, se decía que un hombre estaba poseído por el diablo si profería blasfemias, o que una mujer era bruja cuando creía en las propiedades mágicas de ciertas pócimas; hoy, al marido que vigila con celo exagerado a su mujer le llamamos paranoico o consideramos histérica a esa misma mujer si prodiga los caprichos y las crisis de llanto ante el celoso. También hay quien insiste en clasificar como enfermedades el abuso de drogas legales o el simple uso de las prohibidas (drogadicción), la desmedida afición al juego (ludopatía), la promiscuidad sexual (ninfomanía o sexomanía), el hábito de cometer pequeños robos (cleptomanía), comer demasiado o demasiado poco (bulimia, anorexia), dedicar muchas horas a ver televisión o viajar por Internet, incluso el ansia de trabajar sin descanso (workoholism), etcétera. Los comportamientos desaprobados por la mayoría ayer fueron pecados o vicios, frutos nocivos del mal funcionamiento del alma; hoy, los comportamientos rechazados socialmente son enfermedades cuyos síntomas prueban un mal funcionamiento psíquico. Contra los pecados había inquisidores, encargados de descubrirlos y forzar al arrepentimiento o a la expiación a quienes los cometían; contra las enfermedades psíquicas tenemos hoy terapeutas que imponen drásticamente la salud a los pachuchos. En ambos casos, la opinión sobre su propia conducta del afectado no es tenida en cuenta más que como agravante (si se niega a reconocer su mal) o como eximente (si colabora con quienes han decidido imponerle los remedios).
La consideración social de la medicina ha experimentado una evolución muy significativa desde el siglo XVII hasta nuestros días. En la época de las Luces el médico era el personaje ilustrado por excelencia, una figura casi subversiva por su racionalismo materialista frente a los curas y a los aristócratas que se aprovechan de las supersticiones vulgares, pero también encarnación del humanitarismo que auxilia a los dolientes en lugar de aconsejarles resignarse a sus sufrimientos para ganar el cielo. Este perfil del médico antisupersticioso y antirrepresivo, una especie de santo laico contra todos los inquisidores, se mantiene en el imaginario del siglo XIX hasta las puertas mismas del nuestro (el doctor Rieux de La peste, la novela de Albert Camus, es quizá el último de esta estirpe). A partir de entonces comienza a dibujarse un tipo de médico menos simpático inquisitorial a su modo, fustigador de vicios, enemigo de los placeres ”insanos” (que lo son todos en cuanto uno se entrega a ellos con cierto denuedo), más preocupado por la especie que por los individuos hasta extremos a veces monstruosos (¡el doctor Mengele!). En una palabra, un funcionario que encarna nuevos dogmas y nuevas coacciones en lugar de ofrecernos su complicidad emancipadora.
Quien desee comprender esta evolución de la figura médica hará bien en leer a uno de los últimos doctores verdaderamente ilustrados y subversivos de nuestros días: Thomas Szasz. Reúne dos características esenciales del buen ensayista: la de ser un espíritu excepcionalmente libre de convencionalismos y que piensa por sí mismo, junto a la de tener el don y el gusto de la provocación inteligente, es decir, la que no parte de la extravagancia caprichosa, sino de la lógica insobornable del sentido común. La influencia de este húngaro estadounidense y cosmopolita sobre el pensamiento de nuestro tiempo es bastante mayor de lo que suele reconocerse: sin us libros sería difícil entender, por ejemplo, buena parte de lo más significativo de Michel Foucault. Pero es un revolucionario sin jerga rebuscada ni concesiones al marxismo, inspirado por Jefferson y Voltaire en vez de por Lenin, dotado además con una demoledora capacidad humorística. En una palabra, un revolucionario entre los revolucionarios contemporáneos.