Fernando Vallespín: Ethos, pathos, logos
El presidente de la Federación Española de Futbol, Angel Maria Villar durante el registro en la sede de la misma. JAIME VILLANUEVA EL PAÍS
Lo que hace falta es pensar, algo que cada vez le es más difícil a la izquierda
La coincidencia en el tiempo del suicidio de Miguel Blesa con el caso de Ángel María Villar ha contribuido a reverdecer la “cultura del pelotazo”, esa depredación sistemática que algunos personajes hicieron de nuestras instituciones públicas, privadas o mixtas. Nuestra crisis moral, la madre de todas las crisis. Porque todo empezó, recordemos, con la ola de codicia que sacó de sus costuras al sistema económico internacional. Y la crisis económica devino en crisis política porque tomamos conciencia de que nadábamos en una charca de corrupción. En el centro está la codicia, repito, eso que los antiguos griegos llamaban pleonexia, una forma más de hybris, de desmesura, signo de que se había producido una descompensación en la psyché. La codicia y la avaricia vistas más como patología, al menos en Platón, que como ausencia de virtud. Ese impulso de desear-tener-siempre-más, de acapararlo todo, de no poder decir “me planto”.
Lo que para Platón era una enfermedad, en nuestro mundo se ha convertido en el ethos dominante. Somos “zombis nómadas de la sociedad del yo” (Peter Sloterdijk), tristes sujetos acaparadores que solo aspiran a exhibirse en las redes, cuya principal función es satisfacer ese otro rasgo de los tiempos, el narcisismo. Un pseudo-narcisismo, claro, porque donde todos se exhiben acabamos por no fijarnos en nadie. Y si lo hacemos, ¿cuánto dura en un mundo donde se compite salvajemente por la atención? Todo es apariencia y fugacidad. Y todo es pathos, solo que vestido de emocionalidad impostada. Una sentimentalidad construida, porque nos permite ocultar y manipular la realidad, evitar aplicar el logos, la razón.
Los casos de corrupción cumplen la función catártica de provocar olas de indignación controlada
En este contexto, los casos de corrupción cumplen la función catártica de provocar olas de indignación controlada; nos ofrecen chivos expiatorios que sirven para amansar las frustraciones de quienes no pueden realizar en su plenitud el individualismo posesivo. Y este es, por definición, “orgiástico”, nunca tiene suficiente, siempre quiere más, como los protagonistas de nuestros escándalos. Se consigue así que el resentimiento de aquellos, la pasión más voraz, no devenga en un factor antisistémico y puedan volver mansamente a la indiferencia.
La indiferencia, sí, porque la característica fundamental de las sociedades en las que vivimos es que apenas nos importa el destino de quienes son dejados atrás. Se habla mucho de la desigualdad económica, pero muy poco de la exclusión política. En la mayoría de los países, el grueso de los abstencionistas se concentra en el sector de menores ingresos. Si se autoexcluyen es porque deben sentir que en una sociedad en la que predomina ese ethos individualista acaparador ya no hay espacio para ellos. Sobran. Y cuando nos solidarizamos con ellos lo hacemos entrando en el mercado del pathos, cayendo en el sentimentalismo dominante. Lo que hace falta es ponerle cabeza, pensar, algo que cada vez le es más difícil a la izquierda. Quizá porque nunca hasta ahora ha tenido que nadar tanto a contracorriente.