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Final de partida

Theresa May dimite y deja una difícil herencia al Reino Unido y a los conservadores

La dimisión en diferido de Theresa May coloca al Reino Unido ante una difícil tesitura, y plantea nuevas asechanzas a la Unión Europea. Los casi tres años de gestión de la primera ministra conservadora han dejado una larga lista de problemas sin resolver. Desaprovechó la mitad de ese tiempo intentando decidir sobre qué es lo que convenía a su país. Y provocó la parálisis de los socios europeos.

Al fin halló la receta para la retirada del Reino Unido de la UE, a la que contribuyeron los técnicos negociadores de Bruselas: un Brexit relativamente suave, y por ende contradictorio con su promesa inicial de dureza a cualquier precio, sintetizada en la fórmula “Brexit significa Brexit”. La fórmula, discutible pero no inviable, acarreaba un defecto genético. No convencía a nadie. No, por supuesto, a los europeístas, pero tampoco a los euroescépticos radicales ni a muchos de opinión oscilante. Ni siquiera sedujo a muchos de los integrantes de sus propios Gobiernos (durante su mandato han quedado en el camino 36 altos cargos) ni al grueso de su partido; ni al primer grupo de la oposición, el laborista, ni a los nacionalistas escoceses, ni al mundo empresarial, sindical, mediático o cultural. Su soledad llegó a ser casi completa.

De modo que distintas alianzas negativas, algunas contranatura, alumbraron derrotas históricas en el legendario Parlamento de Westminster. Este la ha considerado como uno de los gobernantes con menor aprecio del país, aunque en realidad solo haya sido corresponsable de una crisis a la que es difícil ver una salida.

Todavía pudo May en el primer trimestre de este año haber optado, ante tanta desconfianza y fragmentación, por una salida enérgica: apelar a la ciudadanía mediante un segundo referéndum para validar o rechazar el Acuerdo de Retirada que había alcanzado con la UE; o llamar a elecciones generales. Pero el interés de partido, o el suyo personal, se lo impidió. Y en vez de dirigir se dejó arrastrar por las dificultades. Hasta que un intento de pacto de última hora con los laboristas, desde el inicio destinado al fracaso —por varias razones, entre ellas la falta de voluntad demostrada por ambas partes— provocó que la cúpula de su propio grupo político la haya forzado a dimitir y poner fin a la partida.

El fracasado empeño de May ilustra cómo la gran política requiere no solo sentido de la oportunidad, sino, sobre todo, una ética de la convicción. May era partidaria de quedarse en la UE hasta que pudo encaramarse al puesto de David Cameron convirtiéndose al escepticismo. El cambio de criterio fue considerado por los británicos como un signo inquietante de su calidad como dirigente y de su coherencia personal.

La primer ministra cesante deja una difícil herencia. Su partido puede quedar convertido en simples residuos en las elecciones europeas —y no solo a manos de los extremistas eurohostiles—, lo que le tentará a endurecer sus posturas sobre Europa. Así que cualquier sucesión interna será provisional hasta una nueva apelación, esta vez específica, a las urnas. También su legado para Europa será pobre: una nutrida representación del antieuropeísmo ultra en el Parlamento de Estrasburgo. Y la fatal probabilidad de tener que afrontar un Brexit duro.

 

 

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