Cultura y Artes

«Fomentar el islam es independizar a Cataluña de Occidente»

 

Ayaan Hirsi Ali

«La palabra islamofobia silencia a los occidentales acomplejados»

«¿Cómo es posible que la izquierda haga causa común con los peores reaccionarios?»

 

No pudimos conversar en persona con Ayaan Hirsi Ali. La intelectual más crítica con el islam acaba de tener un bebé. Oculta. Blindada. Vive así desde que rompió con su religión. Nacida en Somalia, sufrió el fanatismo en carne propia. Literalmente. Su padre le impuso una boda y ella se fugó. Acabó de diputada en Holanda. Su socio fue asesinado y ella, amenazada de muerte. Pero no se arredró. Ahora vive en EEUU, donde en nombre de los valores de la Ilustración defiende una reforma del islam. Y de Occidente.

 

La reacción política y mediática al atentado de Barcelona fue: «No criminalicemos al islam. El islam es una religión de paz«. ¿Lo es?

 

Cada vez que contesto esta pregunta pienso: «Uf, estoy perdiendo el tiempo». Casi nadie está dispuesto a escuchar. ¡Pero insistiré!

 

Le agradezco.

 

La clave es distinguir entre los musulmanes y el islam. Entre personas e ideas. Hay 1.500 millones de musulmanes. Por supuesto, no todos son fanáticos ni misóginos ni violentos. Los musulmanes son tan diversos entre sí como cualquier otro presunto colectivo: cristianos, judíos, mujeres, gays, hombres heterosexuales blancos… Y la inmensa mayoría son pacíficos y tolerantes. Otra cosa es el islam. El atentado de Barcelona es la expresión del islam político. Sus autores fueron fieles al Corán. Siguieron exactamente las consignas de la segunda etapa de la vida de Mahoma.

 

La que transcurrió en Medina.

 

Eso es. La vida de Mahoma tiene dos fases. Primero vive en La Meca. Funda una religión como la entendemos ahora en Occidente. Predica la paz, la piedad y la caridad. Es un guía moral. Pero luego se traslada a Medina, donde elabora un modelo político. Fija la imagen de una sociedad ideal. Dicta cuál debe ser la relación entre dios y el individuo. Entre el marido y la mujer. Entre el creyente y el no creyente. Y dice algo crucial: el califa tiene la obligación de convertir al no creyente, aunque sea mediante el uso de la violencia. Por tanto, el imam que radicalizó a los jóvenes de Barcelona era un fiel seguidor de Mahoma y de los textos sagrados del islam. Los terroristas que cometieron el atentado, también. El uso de la violencia no les convierte en heterodoxos ni locos ni descarriados. El culto de la violencia y su justificación están teológicamente sancionados. El islam, a partir de Medina, ya no es una religión de paz.

 

¿Y en qué se distingue el islam del cristianismo?

 

La analogía es utilísima. Primero: imagínese que la vida de Jesús hubiera tenido dos etapas: la pacífica y la militarista. Los cristianos tendrían que rechazar explícitamente la segunda fase o repudiar el referente entero. Segundo: el cristianismo tuvo sus cruzadas, su Inquisición y su confusión entre política y religión. Pero los cristianos han aceptado que su religión es sólo una de tantas. Han separado la política de la fe. Y son pacíficos. Este viaje es fruto del pensamiento crítico: un resultado liberador de la Ilustración. Primero en Europa y luego en Estados Unidos, todo el cristianismo fue sometido a escrutinio: la Biblia, el Viejo Testamento, el Nuevo, la figura de Moisés, la de Jesús… Se analizó qué parte era religión y qué parte, política. Y se las separó. Nada de esto ha sucedido con el islam. A lo largo de los siglos, han surgido reformistas. Pero han sido silenciados. Incluso asesinados. Este rechazo radical a una crítica honesta y constructiva del islam continúa. A los reformistas nos llaman herejes y nos persiguen. Desde un punto de vista puramente intelectual, el problema no es difícil. Lo que lo complica es la actitud de la izquierda occidental: los progresistas están encantados de hacer la disección y crítica del cristianismo y otras religiones, pero con el islam no se atreven. Callan. Y silencian.

 

Cataluña es la región de España con más musulmanes. Los gobiernos nacionalistas han promovido su inmigración por motivos políticos. Y, como en muchas partes de Europa, bendicen la creación de mezquitas y centros islámicos.

 

Eso es una locura. Si los nacionalistas catalanes siguen favoreciendo la inmigración musulmana y la creación de infraestructuras islámicas acabarán teniendo una Cataluña independiente no ya de España sino de Occidente. De la modernidad, la paz, la tolerancia y las libertades civiles. En EEUU sufrimos la misma fiebre de las políticas identitarias. Es suicida. Estamos no ya permitiendo sino directamente financiando el dawa.

 

¿Dawa?

 

Dawa es el proceso que desemboca en la yihad. Si te identificas con el Mahoma político debes seguir sus pasos: viajar de La Meca a Medina. Emigrar para colonizar otra comunidad. Una vez allí, debes establecer una vanguardia. Eso hizo Mahoma. Predicó e invitó a la gente a sumarse al islam. Eso es, literalmente, dawa: la llamada al islam. Esta llamada tiene un límite temporal: llamas y llamas y llamas. Si el no creyente atiende tu llamada, bien. Pero si no la atiende, debes recurrir a la acción militar. A la violencia. Así es como el dawa da paso a la yihad.

 

Los terroristas de Barcelona eran prácticamente adolescentes. Fueron radicalizados en muy poco tiempo y en el marco de su propia comunidad.

 

Es habitual. Los musulmanes Medina, los que siguen al Mahoma político, penetran en las comunidades con facilidad. Son hábiles. Captan primero a las familias. Muchos padres temen que sus hijos adolescentes puedan meterse en líos -drogas, alcohol, la influencia negativa del grupo- y ven con alivio y gratitud que los imanes se ocupen de ellos y los saquen de las calles. En 1985, cuando yo vivía en Kenia, aparecieron los Hermanos Musulmanes. Mi madre estaba encantada de que hubieran captado a mi hermano, que había abandonado el colegio y tenía malas amistades. Le tranquilizaba que fuera a un centro islámico y a la mezquita. No era consciente de que su hijo podía acabar en la yihad.

 

¿Y el adoctrinamiento cómo se produce?

 

La fuerza de la doctrina se infravalora. Esto es delicado: ser musulmán significa aceptar que Mahoma es un guía moral perfecto. En los centros te dicen: «Mahoma dijo, Mahoma dijo… Tú debes hacer como él…». Y pocos jóvenes tienen la madurez, los conocimiento o la fortaleza para contestar: «Lo dijo en el siglo VII; sus lecciones ya no son válidas». A una baja capacidad de argumentación se suma una elevada exigencia de obediencia. En las escuelas islámicas no se permite cuestionar nada. Es la anti-educación; el dogma. Y funciona. Y no sólo con varones jóvenes. También con las mujeres, a las que se les incita a renunciar a sus derechos. Y muchas lo aceptan voluntariamente. No hay nada más importante que el pensamiento crítico. La libertad intelectual. El temperamento o el aprendizaje de la duda. Eso fue lo que me salvó a mí.

 

El terrorismo islámico es nuestra principal amenaza. Pero ni siquiera nos ponemos de acuerdo en cómo nombrar a su principal agente. ¿Estado Islámico? ¿DAESH?

 

El término DAESH pretende separar la violencia del islam. Nos lo ha impuesto Arabia Saudí, nuestro presunto mejor amigo y el gran promotor del dawa. El que financia sus infraestructuras. El que entrena a los imanes en la vía Medina. Y el que difunde su ideología. Es como si la Unión Soviética hubiese adiestrado a los americanos sobre cómo luchar contra el comunismo. Estados Unidos acepta las lecciones de Arabia Saudí por consideraciones políticas. Es decir, por su dependencia del petróleo.

 

Esa es la parte cínica de Occidente. Pero también está el apaciguamiento. Dos detalles sobre el atentado de Barcelona. El Rey de España puso un tuit que decía: «Son unos asesinos, simplemente unos criminales.» Luego hubo una gran manifestación. El texto final lo leyeron una actriz y una musulmana con velo. La única referencia al islam fue la siguiente: «Sabemos que el amor acabará triunfando sobre el odio. Ni la islamofobia, ni el antisemitismo, ni ninguna expresión de racismo ni de xenofobia tienen cabida en nuestra sociedad».

 

.Se protege al islam de toda crítica y se ataca una islamofobia testimonial o incluso inventada… Es un fenómeno habitual en Estados Unidos, Canadá y muchos sitios de Europa. Y el resultado es un divorcio entre la élite y la gente corriente. Porque la gente corriente aplica el sentido común. Ven que los terroristas invocan explícitamente el islam como motivación para sus asesinatos. Ven que invocan el nombre y el ejemplo de Mahoma. Que gritan abiertamente: ¡Allahu Akbar! Que imprimen banderas con el lema del ISIS, que por cierto es el mismo de Arabia Saudí: «Confieso que no hay otro dios más que Allah». En cambio, las élites -los políticos, los medios de comunicación, las grandes corporaciones, ¡hasta los reyes y reinas!- coinciden en la impostura. Intentan ocultar la realidad porque la consideran políticamente incorrecta. No querer que se les acuse de atacar al islam. No quieren reconocer que buena parte de los inmigrantes son musulmanes. No admiten que han permitido -y siguen permitiendo- la creación de infraestructuras de radicalización en sus propios territorios. No quieren ni siquiera debatir sobre la vertiente política y violenta del islam. Viven en un gran teatro: «El terrorismo no tiene nada que ver con islam; islam es paz...» Viven en la mentira. Y la difunden.

 

A veces a un coste electoral.

 

El crecimiento de la ultraderechista AfD en Alemania es una advertencia clara. También la fuerza de Wilders en Holanda. O episodios dramáticos como el ocurrido en Inglaterra, donde un individuo cogió una furgoneta y la empotró en una mezquita. Los poderosos deben quitarse la mordaza de la corrección política. Si siguen como hasta ahora, habrá más radicalización y más violencia. Hay que encarar la batalla ideológica sobre el islam. Para Europa el asunto clave es la inmigración. Yo no soy contraria a la inmigración. Pero me parece una irresponsabilidad histórica que se permita a personas instalarse en un país sin pedirles que a cambio asimilen los valores propios de la Unión Europea: la libertad individual, el pluralismo, la tolerancia. Las élites europeas creen que el simple contacto con Occidente acabará convirtiendo a los inmigrantes musulmanes en hijos de la Ilustración y ciudadanos modelo. No es verdad. Los datos revelan que los musulmanes se radicalizan más dentro de la propia Europa que fuera.

 

En su último libro, Heretic, hace un llamamiento enfático a los progresistas occidentales.

 

Yo apelo al egoísmo altruista de los progresistas. Les advierto: «Si me quitan a mí el derecho a hablar libremente estarán poniendo en riesgo su propio derecho a hablar libremente». Pero también denuncio su hipocresía. Les digo: «Ustedes, que disfrutan de la libertad, que dicen defender los derechos humanos y a las minorías, que se proclaman paladines de la igualdad de la mujer… ¿cómo es posible que hagan causa común con los peores reaccionarios, con gente ultraconservadora, machista y homófoba? Ayúdennos a nosotros para que también podamos disfrutar de la libertad.» Pero la hipocresía de la izquierda en torno al islam está prácticamente blindada.

 

En España, hay un partido, Podemos, cuyos dirigentes compatibilizan las lecciones de feminismo con el patrocinio de Irán.

 

La izquierda exhibe una sórdida tolerancia ante la intolerancia. Es el resultado de una combinación de factores. Tendencia natural al apaciguamiento. Defensa del colectivismo. Desprecio por la libertad individual. Miedo a que les llamen racistas. Miedo -incluso físico- a la confrontación. Es decir, un falso pacifismo. Y sobre todo una hostilidad profunda hacia Occidente y sus valores. Se ve en las universidades americanas. La mezcla de postcolonialismo, postmodernismo, multiculturalismo y relativismo ha provocado un socavón intelectual y moral. En_Estados Unidos y en Europa, las minorías se han convertido en tiranías a costa de la primera minoría, el individuo.

 

Y los islamistas lo saben.

 

Por supuesto. Le doy un ejemplo: el presidente de Turquía, el señor Erdogán. Su objetivo es islamizar Occidente. Conoce nuestra debilidades intelectuales y culturales. Nuestra obsesión con las identidades. Nuestra white guilt, culpa de hombre blanco. Y las explota sin pudor. ¿Cómo? Promoviendo por el mundo el concepto de islamofobia. La palabra islamofobia sirve para callar la boca de los occidentales acomplejados.

 

¿Y qué consecuencias tiene todo esto para la seguridad? La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, causó indignación al afirmar que las medidas de protección sugeridas por las agencias de Seguridad -los bolardos¬- «coartaban la libertad». Las consideraba represivas y una señal de intolerancia.

 

El desprecio a la seguridad es una actitud narcisista y suele acabar en lágrimas, porque opera sobre una presunción de invulnerabilidad que choca con la realidad. Y la factura de la realidad la pagan los ciudadanos. Con sus vidas. Con la primera libertad.

 

En la derecha se está produciendo una reacción identitaria al identitarismo de la izquierda: el Frente Nacional. Brexit. El propio Trump. ¿Qué opina de él?

 

Bajo Obama, el relativismo, el posmodernismo y las políticas identitarias crecieron exponencialmente. La victoria de Trump es una reacción contra todo aquello. Un voto de protesta. Nadie ve a Trump como un salvador. Lo han votado como una forma de advertencia al establishment. Y es fundamental que el establishment reaccione. Hay que bajar a la tierra. Hablar con la verdad. En lo que se refiere al Islam, lo que la gente pide es una discusión sincera. Sobre su faceta política e ideológica. Sobre su íntima vinculación con la violencia. Sobre la utilización de la inmigración para exportar un proyecto totalitario. No es una demanda difícil de atender. Difícil es crear cientos de miles de empleos. Difícil es levantar un muro en la frontera con México. Pero abrir una conversación cultural sobre el islam político es fácil. Y urgente.

 

Esa conversación no asoma por ningún lado. Al contrario. Cada vez se habla más de la identidad. La última polémica: unos reivindican la Confederación, racismo incluido. Otros derriban estatuas y reescriben la historia.

 

Esa es la penúltima polémica. Cualquiera que siga las noticias ahora en Estados Unidos creerá que un tercio de los americanos son transgénero. Es un debate artificial, hinchado. Las políticas identitarias lo han copado todo. Lo han politizado todo. Y especialmente la universidad.

 

También está el ejemplo de James Damore, despedido de Google por redactar una nota interna sobre la política de la empresa de discriminación a favor de las mujeres.

 

Otro disparate. Pero Google es una empresa privada. Puede contratar o despedir a quien quiera. La universidad es otra cosa. En la universidad hay que aprender a debatir, confrontar puntos de vistas, respetar y ejercer la libertad intelectual. Pero ahora impera la censura. Los alumnos se gradúan con ideas fijas y dogmáticas. Salen al mundo laboral, incluso se incorporan a la administración, creyendo que las personas que tienen opiniones distintas de las suyas son inmorales y deben ser silenciadas o erradicadas. Esto socava la calidad del debate público y político. Y fomenta la polarización. Es una espiral destructiva para la democracia.

 

¿Y qué se está haciendo para frenarla?

 

Empieza a haber una reacción. Una organización de alumnos ha generado un debate sobre la financiación de aquellas universidades que fomentan la intolerancia. Ya hay un primer caso: la Universidad de Evergreen, en el estado de Washington. Echaron a un profesor -de izquierdas, por cierto- porque se negó a secundar la idea de sus alumnos de fijar un «Día sin hombres blancos». El profesor advirtió, con razón, que eso era racismo y lo echaron. El escándalo saltó a los periódicos nacionales y ahora las matriculaciones han caído en picado.

 

¡Día sin hombres blancos! Extraordinario.

 

Necesitamos asignaturas sobre el individuo y la ciudadanía. Sobre la Constitución americana. Sobre la civilización occidental. Otra paradoja: hay un movimiento fuerte contra la Confederación y cualquier asomo de segregación racial. Pero a la vez todo el debate público -incluido el movimiento anti-Confederación- contribuye a la segregación. La gente es identificada y por tanto segregada según su aspecto, género, religión. Míreme a mí. Bajo un enfoque identitario yo soy un compendio de minorías: mujer, negra, musulmana, apóstata… Pero no. Yo soy mucho más que todo eso. Soy un individuo. Una ciudadana. Y sobre todo no soy una víctima. Tengo libertad y responsabilidad.

 

Una liberal clásica.

 

Sí, liberal en el sentido europeo. El emocionante acierto del liberalismo clásico es que se fija en el individuo. No se detiene en el sexo, la raza, la ideología o la religión de una persona. Lo único que le importa es la condición humana. Y la capacidad de las personas para comprender y compartir ideas y experiencias con otras. Y lo primero que compartimos es el deseo de libertad. Y la primera libertad que anhelamos y debemos defender es la libertad frente a cualquier intento de coerción. Esto es una verdad y un valor universal, en Namibia o en Minnesota.

 

La ley natural: nuestro anhelo de libertad.

 

De ahí la fuerza del liberalismo clásico. Su relevancia y atractivo frente a cualquier ideología religiosa o secular. Los liberales clásicos debemos combatir todos los colectivismos. Señalar la radical debilidad de sus postulados. Y lograr que cada vez más personas los rechacen. En lo que afecta al islam, esa es nuestra misión: hacer un dawa de la libertad antes de que nos sometan al dawa de la sharia.

 

Usted fue sometida a una ablación de niña y lleva años denunciando esta práctica. ¿Con qué resultado?

 

Mi experiencia contra la ablación es que es más fácil obtener el apoyo de la cadena Fox que del New York Times. La condescendencia de muchas mujeres de izquierdas con la mutilación genital es insólita. Recuerdo una conversación con una periodista de gran prestigio del Times. No había manera de que llamara mutilación a la mutilación. Buscaba eufemismos. Y justificaciones. Lo consideraba la expresión de «una cultura». Esta actitud esconde un fondo de racismo: ninguna mujer blanca occidental sometería a sus hijas a una mutilación genital.

 

Dice que el Islam necesita una Ilustración. Pero la Ilustración tuvo lugar hace tres siglos. Y el islam no se ha dado por enterado.

 

Y los occidentales se han olvidado… Los herederos de la Ilustración han dejado de promover sus ideas y valores. Se han vuelto relativistas. Y tienen pánico a ofender a los que no los comparten. No se dan cuenta de que esos valores no son mejores porque sean suyos, sino porque son los que hacen posible la libertad, la felicidad y el bienestar de todos los seres humanos. Dicen: no tenemos derecho a imponer los valores de la Ilustración. Es exactamente al revés: a lo que no tenemos derecho es a considerar que la libertad, el pluralismo y la tolerancia son patrimonio exclusivo de Occidente.

 

Insisto. Usted compara los musulmanes reformistas con los disidentes del comunismo: Sájarov, Havel, Solzhenitsyn. Pero ellos no pretendían reformar el comunismo sino acabar con él. ¿No será que el problema es la religión en sí?

 

La religión es un problema, sí.

 

¿Cuál es ahora su relación personal con la religión? ¿Es creyente?

 

No. Presido una organización que lleva mi nombre con la que intento que musulmanes escépticos se unan y trabajen juntos por la reforma del islam. Ya no soy hostil al islam, como en los años 2008 a 2010. Entonces creía que la reforma era inviable, que no había nada que hacer. Pero he matizado mi visión de las cosas. Ahora creo que la reforma sí es posible. Si distinguimos entre las personas y las ideas veremos que cada vez son más los musulmanes que rechazan la sharia, la yihad, la cultura de la muerte y la obediencia acrítica a Mahoma. Con el tiempo, la reforma se hará: o separamos la religión de la política, Meca de Medina, o al final todos los musulmanes se volverán agnósticos, incluso ateos, o migrarán a otra religión.

 

Salvo el de Salman Rushdie o el suyo, los nombres de los reformistas apenas se conocen.

 

Hay muchos y valientes. El problema es que la mayoría escriben en lenguas minoritarias, como el holandés o el danés. Los gobiernos occidentales debería promover la traducción de sus obras.

 

Volvemos al principio: los gobiernos no quieren hacer nada que pueda ser considerado un ataque a una religión que profesan 1.500 millones de personas.

 

Por eso hay que insistir en la distinción: no es un ataque a los musulmanes sino a una idea. Una idea que incluye la misoginia, la dominación y la intolerancia. Eso es lo que debemos explicar. Para que el Rey de España, por ejemplo, estuviera cómodo al decir después de una matanza terrorista: «Esto es lo que yo condeno. Esta idea. Esta idea reaccionaria, misógina e intolerante». Podemos repetir mil veces: «Islam es paz, islam es paz, islam es paz…». Pero es como decir: «Abracadabra». Pensamiento mágico. No hace que el islam se convierta. El apaciguamiento refuerza a los violentos y abandona a los pacíficos, a los que sólo les queda cruzar los dedos.

 

¡Rezar!

 

Quizá no literalmente.

 

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