Francois Furet: La Revolución de 1789 en la imaginación de la política francesa
PUBLICADA ORIGINALMENTE EL 21 de diciembre de 1988
De hecho esta nueva fundación de la sociedad es un principio constantemente mantenido, la Revolución se busca a sí misma en la medida que carece de un punto fijo: y así se nos aparece en medio del desarrollo de los acontecimientos como una historia sin final. Este propósito de instituir una nueva sociedad no posee ninguna escena central sobre la cual fundar esa sociedad nueva; no hay límite en el que deba detenerse ni anclaje con el que fijarla en punto alguno.
No existe un 1688 con su monarquía a la inglesa ni un 1797 con su constitución americana: por añadidura, los objetivos de la revolución inglesa y de la revolución americana no son la ruptura con la corrupción del pasado ni se aspira a empezar desde cero, sino reconciliar al nuevo régimen con la tradición. Hay en ambos casos una voluntad de reanudar lo que se había perdido, de restaurar la historia nacional. Esas revoluciones conservan a la vez el vínculo religioso cristiano (se trata de reencontrar un orden original querido por Dios) y el anclaje de la continuidad histórica inmemorial (la common law inglesa). Maistre y Burke a la vez: de ahí procede la extraordinaria fuerza de consenso de este sincretismo revolucionario. Por el contrario, la Revolución Francesa rompe a la vez con la, Iglesia católica y con la Monarquía, es decir, con la religión y con la historia. Quiere fundar la sociedad, el hombre nuevo… pero ¿sobre qué bases? Se descubre a sí misma, crea su propia historia, pero sabe que no cuenta con un Moisés ni un Washington, con nadie que le ayude a fijar su rumbo. De ahí la obsesión sobre la ausencia de punto de llegada, tan característica en su trayectoria, desde 1789 a 1799. Sería muy largo enumerar los momentos y los hombres que tienen por ambición principal este deseo de fijar la Revolución. Mounier desde julio de 1789, después Mirabeau, La Fayette, Barnave, los Girondinos, Danton, Robespierre, cada unos de ellos lo intentan en su propio interés hasta que Bonaparte lo consigue durante un tiempo; aunque sea solamente por un tiempo, mientras se extiende a todo el espacio europeo el proyecto revolucionario, sin capacidad real para fundar una nueva sociedad.
«Mounier desde julio de 1789, después Mirabeau, La Fayette, Barnave, los Girondinos, Danton, Robespierre, cada unos de ellos lo intentan en su propio interés hasta que Bonaparte lo consigue durante un tiempo»
La sucesión misma de estas tentativas en un plazo extraordinariamente corto subraya el carácter nuevamente instrumental del intento y su vanidad filosófica. Incluso la fiesta del Ser Supremo, que es probablemente el esfuerzo más patético emprendido por la Revolución Francesa para superar lo efímero y lo inmanente (junio de 1794), no logra perfilarse ante la historia más que como la manipulación de un poder provisional. La ambición constitutiva de la Revolución Francesa, que se sitúa en el orden de lo fundamental, no cesa de ser un terreno de maniobras y de sospechas sin llegar a existir nunca al margen de todo ello, independientemente, por encima de todas esas maniobras y sospechas, como si la Revolución, en tanto que Historia, no pudiera imponerse sobre su propia contradicción interna, que consiste en ser a la vez la política y el fundamento de la política.
En efecto, la Revolución Francesa no ha dejado de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder: para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que se apropian sucesivamente de la legitimidad etérea y sin embargo indestructible, reconstruida una y otra vez después de haber sido otras tantas veces destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución Francesa lo acelera y lo divide en períodos completamente distintos. Y esto ocurre porque nunca llega a crear instituciones. Es un principio y una política, una idea de soberanía alrededor de la cual se engendran nuevos conflictos sin reglas: nada entre la idea y las luchas por el poder, lo cual obliga a navegar a la deriva. No hay punto de referencia en el pasado, no hay instituciones en el presente, todo lo que existe es un porvenir siempre posible y siempre aplazado. La Revolución Francesa es la Declaración de Derechos de julio, pero es también la toma de la Bastilla. Es la elaboración de un nuevo texto constitucional, pero también las jornadas de octubre. Es la República, en septiembre de 1792, pero también es, de hecho, la dictadura. Y así es como su verdad acaba por manifestarse en 1793, en una fórmula en la que el gobierno de la Revolución resulta ser simplemente “revolucionario”. Tautología que expresa claramente la incompatibilidad entre la idea revolucionaria francesa y la existencia de instituciones permanentes o durables. Lo que es durable en la Revolución es su mismo principio y el conjunto de creencias y pasiones colectivas inherentes a él: de ahí la elasticidad indefinida de las tensiones por el poder, en la política que la Revolución inaugura, y las tentativas para poner término al proceso abierto, todas ellas vanas y todas recomenzadas.
Arrancar a Francia de su pasado
El carácter de la Revolución Francesa se centra, pues, en el intento de arrancar a Francia su pasado, condenándolo de una vez por todas, para identificar a la nación con un principio nuevo, sin que nunca se logre que el principio arraigue en unas instituciones. De él nace, por una parte, una oposición fundamental que adquirirá la fuerza de una guerra intelectual en torno a dos concepciones del mundo: binomio Revolución/Contrarrevolución, futuro/pasado.
De otro lado, en el interior mismo de los hombres y de las ideas de la Revolución, encontramos una sucesión de hombres, de equipos y regímenes políticos: en lugar de una solidaridad en torno a un origen común, la tradición revolucionaria está hecha de conflictivas fidelidades a herencias no sólo diversas sino contradictorias. La izquierda está unida contra la derecha, pero esto es todo lo que sus facciones tienen en común.
Toda la historia del siglo que va desde la Revolución Francesa a la Tercera República puede analizarse desde esta perspectiva. En un primer ciclo matriz, que va de 1789 a 1799 (o a 1815, según se englobe o no la etapa napoleónica en la Revolución), encontramos el repertorio de formas políticas inventadas por la Revolución para institucionalizar la nueva soberanía pública: y es esta invención torrencial lo que constituye a mis ojos la Revolución misma. Hay a continuación un segundo ciclo repetitivo en el que los franceses rehacen las mismas formas políticas, resurgidas de las mismas jornadas revolucionarias, para permanecer durante plazos más amplios: dos monarquías constitucionales después de la de 1789-92, dos insurrecciones parisinas de corte, clásico, una segunda República después de la primera, e incluso un segundo Bonaparte, aún cuando el primero había pasado por ser un hombre único en la historia. Esta serie de repeticiones no tiene precedentes y nos muestra el extraordinario poder de la Revolución para condicionar toda la política francesa del siglo XIX. Vemos así, de añadidura, cómo en plena mitad del siglo, el régimen más marcado por el mimetismo revolucionario –la segunda República– reproduce por sí sólo el gran ciclo de los últimos diez años del siglo XVIII, aunque comience en versión republicana, con una fase jacobina que nace muerta (las jornadas de julio).
Pero todos los actores viven adosados a sus grandes antecesores: la farsa después de la tragedia, como diría Marx. En la liquidación del ensayo por un segundo Bonaparte, esta vez actor de comedia, se exhibe como una provocación el título de propiedad de la tradición revolucionaria sobre la política francesa. Lo que pudo pasar, en el segundo año del siglo XIX, tras el encuentro aleatorio de una coyuntura excepcional y de un hombre incomparable, aparece medio siglo después como la evolución fatal de la República revolucionaria. La mediocridad del beneficiario revela el juego de un determinismo independiente de los hombres: Tocqueville y Quinet hicieron de esta evidencia misteriosa el objeto de su investigación.
Hay, sin embargo, entre los dos ciclos de la Revolución Francesa, el del siglo XVIII y el del siglo XIX, una diferencia esencial. El primero se desarrolla en plena ausencia de estructuras administrativas estables y fuertes, puesto que éstas han desaparecido en 1787 con la última gran reforma administrativa de la monarquía. Y es esto lo que sin duda explica, en parte, la extraordinaria fluidez de la política revolucionaria, que nunca logra obtener un punto de apoyo lo bastante sólido a la hora de crear una estructura estatal. La Revolución, en 1789, se instaló en un espacio abandonado por la antigua monarquía, espacio que jamás acertó a reestructurar, de forma duradera y sistemática, hasta el Consulado. Por el contrario, el segundo ciclo de la Revolución Francesa, el del siglo XIX, se desarrolla todo él en un cuadro administrativo fuerte y estable: el de la centralización napoleónica, que permanece bien asentada a lo largo de todo el siglo y que ninguna revolución trata siquiera de transformar. La vida política francesa se caracteriza, a lo largo del siglo XIX, por un consenso profundo sobre las estructuras del Estado y por un conflicto permanente sobre las formas de ese mismo Estado.
«La vida política francesa se caracteriza, a lo largo del siglo XIX, por un consenso profundo sobre las estructuras del Estado y por un conflicto permanente sobre las formas de ese mismo Estado»
Consenso sobre el primer punto, puesto que se trata a la vez de una tradición monárquica y de una tradición revolucionaria (Tocqueville). Conflicto sobre el segundo, puesto que la Revolución no ha legado a los franceses más que incertidumbres de legitimidad y fidelidades contradictorias. Pero es justamente a causa de esa crisis de legitimidad –más que de sustancia– por lo que la solución se hace tan difícil: el consenso sobre el Estado Administrativo hace que las revoluciones resulten técnicamente fáciles mientras que el conflicto sobre la forma del Estado las convierte en inevitables. Por añadidura, el consenso es ignorado incluso por los actores de la política; mientras que el conflicto es padecido incluso por los más indiferentes a ella. El conflicto se alimenta no sólo del recuerdo de la Revolución, sino también del legado que ésta ha entregado a los franceses, a todos los franceses, a derecha e izquierda: a saber, que el poder político detenta las claves del cambio de la sociedad. Esta realidad explica la paradoja, frecuentemente subrayada, de un pueblo a la vez conservador y revolucionario.
A través de la Revolución Francesa, los franceses aman una tradición mucho más antigua que la propia Revolución, puesto que se trata de la tradición de la realeza; y adoptan con mayor facilidad la idea de la igualdad en la medida en que el Estado administrativo de la Monarquía ha preparado ese camino desde hace siglos. Pero la Revolución es también ese pueblo que no puede amar al mismo tiempo a dos partes de su historia, y que no deja de estar obsesionado, desde 1789, por la refundanción de la sociedad. Vemos así a los actores del drama impotentes para establecer una legitimidad nueva, en tanto que la de la derecha pertenece al pasado y la de la izquierda al porvenir; condenados por ello a perseguirla sin pausa, reagrupando permanentemente, como si fuera un rompecabezas, los fragmentos de su historia reciente, en la que encuentra tantos materiales contradictorios.
***
Desde hace doscientos años, el ejemplo clásico de enfrentamiento político en el interior de la tradición revolucionaria es el que enfrenta a los hombres del 89 con los hombres del 93. Por un lado, se trata de fijar lo conseguido en 1789, de enraizar los nuevos principios en instituciones estables: en suma, de terminar la Revolución. Este es ya el objetivo de Constant en 1797. Es también el de Guizot y el de Tocqueville, una generación más tarde, y el de Gambetta y Jules Ferry, a fin de siglo. De otro lado, nos encontramos con el empeño de negar y de sobrepasar e189 en nombre del 93, de recusar el 89 como fundación, y de celebrar el 93 como una anticipación en la como falta todavía por realizar la promesa. En ese sentido, la Revolución Francesa nos proporciona dos referencias ejemplares a la alternativa que ofrece sin cesar a quienes se declaran sus seguidores. Hay que terminarla o bien continuarla, con lo que en ambos casos se reconoce que permanece abierta. Para terminarla el único punto de referencia disponible es 1789, fecha de la ciudadanía política y de la igualdad civil en la que se alcanza el consenso nacional. Falta por encontrar un gobierno definitivo a esta nueva sociedad. Pero a aquellos que quieren continuarla, la Revolución les ofrece también un punto de partida, por poco que se considere al 93 no como una dictadura provisional, rodeada de desesperación, sino como un intento fallido de ir más allá del individualismo burgués y de rehacer una verdadera comunidad, rebasando los principios del 89.
En efecto, la Revolución Francesa presenta al observador ese carácter extraordinario que le permite concretar, en el curso de los acontecimientos, la crítica teórica del liberalismo imaginado treinta años antes por Rousseau. La Revolución hace descender a la historia real el problema filosófico por excelencia del siglo XVIII: si nosotros somos los individuos, ¿qué es una sociedad? De este callejón sin salida sabía escapar la filosofía liberal clásica –”a la inglesa”– por medio de una petición de principio sobre el carácter social del individuo natural: la respuesta está en el secreto del orden final que nace del juego de las pasiones y de los intereses. Pero toda la obra política de Rousseau, casi un siglo antes de Marx, es una critica de esta petición de principio: para pasar del hombre natural al hombre social hay que “instituir” la sociedad, desnaturalizando al individuo natural. Hay que prescindir del individuo, con sus intereses y sus pasiones egoístas, en beneficio del ciudadano abstracto, único autor concebible del Contrato Social. Es fácil comprender cómo este esquema conceptual puede servir de cuadro de referencia del 93 en relación al 89, tan pronto como deja de asociarse únicamente el 93 a una coyuntura excepcional. Hasta los mismos jacobinos habían dado ejemplo, aislando a Rousseau de los autores del resto del siglo, en considerarlo el pensador de la igualdad y de la ciudadanía. Para instalar el 93 como referencia central de la Revolución –como superación y negación del individualismo liberal del 89– los hombres del siglo XIX no habrán de recorrer un camino demasiado largo: basta con releer a Robespierre; y a Rousseau después de Robespierre. Escalando desde la Revolución hasta lo alto de la filosofía, puede interpretarse todo a través del enfrentamiento de dos principios contradictorios y sucesivos que conviven en la Revolución.
Terminar o continuar la Revolución. Muy pronto en el siglo XIX, estos dos objetivos, estas dos representaciones, engendran dos historias de la Revolución Francesa admirablemente opuestas y complementarias. La cristalización se produce alrededor de los años 1830 y de la Revolución de Julio.
Historia de la Revolución Francesa
En efecto, la generación liberal de los años 1820 es ejemplar, puesto que medita e incluso escribe la historia de la Revolución Francesa antes de pasar a los casos prácticos que se presentarán con el movimiento de Julio de 1830. Thiers, Mignet, Guizot, inventan el determinismo histórico y la lucha de clases como motor de ese determinismo. De este modo, 1789 significa la victoria de lo que ellos llaman la clase media, a modo de coronación de esta dialéctica histórica. Así es como 1793 se convierte en un episodio pasajero, por lo demás deplorable, de esta historia de la burguesía; episodio imputable a circunstancias excepcionales, del que importa ante todo evitar que ocurra de nuevo: el “gobierno de la multitud” (Mignet) no debe considerarse inevitable. Lo esencial, lo que está en el sentido de la historia, es el paso de la aristocracia a la democracia, de la monarquía absoluta a las instituciones libres. Francia ofrece en este aspecto una de las dos historias constitutivas de la identidad europea, es decir, de la civilización, junto con la historia inglesa. Y posee sobre ésta la superioridad de ofrecer una democracia más clara. Con una desventaja notoria: las instituciones libres tardan largo tiempo en llegar.
La referencia inglesa expresa un parentesco profundo de valores y de concepciones, evidente por ejemplo en Guizot: concepción comparable del individualismo liberal, fundado sobre los intereses de la propiedad; idéntica desconfianza ante la democracia política; deseo de imitar de los ingleses el ejemplo de un gobierno libre apoyado en la historia y en las minorías propietarias… Todos estos elementos de la tradición inglesa son ofrecidos a esta generación de franceses liberales como parte integrante de su filosofía; y de sus convicciones. Pero el antecedente inglés representa también, en el siglo XVII, el ejemplo de una Revolución controlada (1688 después de 1648) junto al ejemplo de un pueblo que también ha ejecutado a su rey para recorrer después el mismo camino hacia el igualitarismo, la dictadura de un hombre, la vuelta, en fin, al antiguo régimen. Nos hallamos, sin embargo, ante una sociedad que ha sabido encontrar, después de cuarenta años, la vía intermedia de una revolución conservadora, fundadora de un régimen parlamentario moderado. Terminar la Revolución es también una estrategia de corte británico.
También en este aspecto se nos aparece 1830 como una fecha clave, como un punto en el que empieza una etapa nueva. Guizot, Thiers y sus amigos están allí, a pie de obra. Las Tres Gloriosas deben fundar un nuevo 89, pero la llegada de un Orleáns evitará un nuevo 93. El compromiso con el 89, de los historiadores liberales de la Restauración, no era radical puesto que reconocía un espacio, a título de necesidad secundaria y deplorable, a la dictadura del año II. Pero ese espíritu del 89 político permanece por encima de todos estos detalles. Se trata de evitar a cualquier precio un nuevo 1793, deteniendo la Revolución en su estado inicial por medio del recurso a Luis Felipe. Se trata, en suma, de rehacer un 89 mejorado, a partir del modelo del 1688 inglés, decidiéndose a hacer lo que los hombres del 89 no se habían atrevido: cambiar la familia reinante, sentar a un Orleáns en el trono, fundar una dinastía de la Revolución. Estrategia política aparentemente coronada por el éxito allí mismo, sobre el terreno, puesto que instaura la monarquía de Julio. Aunque esa misma estrategia recubra sin embargo la inconsistencia de la interpretación del 93, en clave liberal, por los hombres de 1830.
La contradicción surge, en primer lugar, en el terreno de las ideas. Si para evitar la dictadura terrorista no hace falta más que cambiar de dinastía es, sin embargo, en el conflicto con Luis XVI donde se desencadena la aceleración revolucionaria, y no en las “circunstancias”. Pero la llegada de Luis Felipe, como se verá por los acontecimientos que siguen, no suprime el proceso revolucionario. Lo que se abre a continuación es una etapa de cuatro años de batallas muy duras entre el nuevo poder y la calle, republicana y popular, frustrada por la pérdida de “su” Revolución. Estas batallas finalmente ganadas por los hombres de Julio, pueden, en cierto sentido, dar testimonio a favor de su realismo político: el éxito de su 89 no ha abierto el camino sino que ha abortado un nuevo 93. Pero en el orden del análisis intelectual es necesario reconocer que ese nuevo 89 no ha impedido en modo alguno la resurrección del jacobinismo callejero. Nos facilita por el contrario la prueba de que sin rey del antiguo régimen, sin aristocracia, sin guerra exterior o civil, sin “circunstancias”, para decirlo todo, este jacobinismo surge de la Revolución de Julio como el río del manantial. Si en política pueden darse unos radicales del 89, no ocurre lo mismo en la historia: en todo 89 hay un 93. Es esta verdad incontrovertible la que se trata de borrar con el aplastamiento de las barricadas de la calle 1ransnonain. Pero ¿cómo podría lograrse? La burguesía de Julio ha rehecho en la calle lo que había aprendido en los libros: se confirma la experiencia de que la Revolución es una dinámica incontrolable, al menos durante un tiempo. En relación con sus antecesores de la gran Revolución, esta burguesía tiene más conciencia de clase, más experiencia política, menos escrúpulos humanitarios. Pero con las mismas incertidumbres vuelve a descubrir y a hacer frente a los mismos problemas que Mirabeau, Brisot, Danton o Robespierre, a saber cómo parar la Revolución.
Y sin embargo en ese mismo momento, y por razones simétricamente inversas, aquellos seguidores radicales del 89 provocan la cristalización de la creencia contraria, según la cual la Revolución no puede llegar a término más que si permanece fiel a su propia dinámica: su mayor riesgo, insisten, es el de ser traicionada a mitad de camino. La confiscación de las Tres Gloriosas por el orleanismo produce un enfrentamiento dramático y decisivo en el seno de la tradición revolucionaria nacional. Enfrentamiento que ya se produjo inevitablemente en torno a la caída de Robespierre y a la significación del 9 de Thermidor. En efecto, la única fecha disponible para configurar un primer final prematuro de la Revolución es ésta. Fue ya utilizada antes, en 1830, por la tradición babouvista y por el libro de Buonarrotti: según esos textos, una burguesía thermidoriana de gentes acomodadas derribó ese día al héroe de una República igualitaria y favorable a la causa del pueblo. El régimen del justo medio de 1830 sucedía a una insurrección parisiense: surge así el segundo episodio de una misma traición que se repite. El espíritu del 9 de Thermidor queda teñido por el resentimiento histórico de 1830 y por la interpretación que le envuelve: la lucha de clases, tomada de los historiadores liberales, pero situada esta vez entre la burguesía y el pueblo.
Así se fija a contrario en la historiografía y la tradición revolucionaria un jacobinismo del todo independiente de las circunstancias que se le atribuyeron después de su nacimiento. Ese jacobinismo atraviesa todo el siglo XIX y llega a ser algo mucho más fuerte que un recuerdo: un conjunto de convicciones intelectuales, políticas, una interpretación, casi una doctrina. ¿Pero cuál?
Ante todo, vemos cómo se opera un desplazamiento cronológico capital en la historia de la Revolución. Los liberales habían echado el ancla en el 89. Los jacobinos tienen su origen en el 93. De la Revolución francesa mantienen como etapa culminante ese período que Mignet había marginado considerándolo como el reinado provisional de la multitud, atribuido a circunstancias excepcionales. Lo que él había trata de disculpar, era celebrado por los jacobinos: en una Revolución que se considera necesaria, 1793 posee a sus ojos un lugar no ya secundario, sino central y decisivo. Es el período durante el cual la Revolución se salva a sí misma golpeando a sus adversarios interiores y exteriores al tiempo que traza una imagen verdaderamente igualitaria del contrato social.
Detrás de la celebración de la salvación pública no existe sólo una reacción de patriotismo o de amor retrospectivo a la Francia amenazada y salvada. Aparece también el culto al Estado bajo todas sus formas y funciones: militar, económica, política, pedagógica, religiosa incluso. Es significativo que los grandes historiadores jacobinos de la Revolución sean más partidarios de la Monarquía absoluta (hasta Luis XIV incluido) que sus predecesores liberales. Las obras y logros conseguidos por la antigua realeza serán utilizados ampliamente por ellos. Admiran a la Monarquía como instrumento forjador de la nación, como símbolo del interés público constituido y defendido por encima de las clases, en nombre de todo el pueblo; en esa Monarquía ven también una garantía para las masas populares contra el individualismo burgués, el egoísmo de los intereses y la crueldad del mercado. Desde este punto de vista, el Estado jacobino enlaza con una tradición y la magnifica. Es la línea tradicional que Louis Blanc ensalza en la obra de Sully, de Colbert o de Necker. Guizot, Mignet, Thierry elogian en la Monarquía la preparación del 89: la alianza del tercer Estado y de los reyes de Francia para hacer una nación moderna. Buchez y Louis Blanc no admiran más que aquello que prefigura el 93: la protección de los desheredados, el Gobierno de salvación pública.
También en los historiadores jacobinos se interpreta el año 93 con una clara tendencia hacia lo absoluto. Se parte de una negación del 89, redoblada y radicalizada por la negación de 1830; se rechaza todo lo conseguido por la Constituyente, como si se tratara de un proceso marcado por el individualismo burgués, destructor de la colectividad nacional. A los ojos de Buchet, los Derechos del Hombre son el gran error de la Revolución, por la inadecuación de tales principios al propósito de construcción de una comunidad. Por el contrario, el jacobinismo constituye la nueva anunciación de esta escatología inseparablemente socialista y católica. Para Louis Blanc, la Constituyente realiza el programa de Voltaire, que es el de los propietarios; la Convención es hija de Rousseau, trabaja en favor de las masas populares, prepara la tercera edad de la Humanidad: después de la autoridad y del individualismo llegará la era de la fraternidad. La Revolución deja de ser un combate entre el Tercer Estado y los privilegiados para convertirse en un enfrentamiento entre la burguesía y el pueblo, que va más allá de 1793. Los líderes de la Montaña dirigen el partido del proletariado frente a los girondinos, prisioneros e intérpretes de los intereses burgueses. El jacobinismo se convierte en la anticipación del socialismo. Dentro de esta historiografía, la invocación de las “circunstancias” deja de ser útil, como ocurre con Thiers o con Mignet, para disculpar la dictadura de 1793 como etapa provisional e indispensable, puesto que esta dictadura debe ser celebrada, por el contrario, como fundamentalmente liberadora. Como tal la dictadura no es utilizada más que para explicar el Terror, mero producto de la situación excepcional y del jacobinismo, o, según los casos, del robespierrismo, que encarna el sentido mismo de la Revolución. Vemos de este modo cómo el criterio que se separa de la historiografía jacobina, en el siglo XIX, no se basa en la teoría de “las circunstancias”, subproducto de la teoría de la necesidad, compartida por jacobinos y liberales.
«La Revolución deja de ser un combate entre el Tercer Estado y los privilegiados para convertirse en un enfrentamiento entre la burguesía y el pueblo, que va más allá de 1793»
Lo que le caracteriza es la decisión de situar el año 1793 en el centro de la Revolución, como su período más importante y en todo caso el más decisivo para el porvenir. Se trata de arrancar a la burguesía los, títulos por los que aspira al patrimonio revolucionario, al cual ha renunciado irremediablemente por la sucesión de equívocos producidos a lo largo de julio y agosto de 1830. El año 1789 no ha hecho más que cerrar el Antiguo Régimen: es en 1793 cuando nace el futuro. Quinet, como hemos visto, sostendrá justamente lo contrario. La historiografía jacobina, que nace en el régimen de Julio, parte de un desplazamiento cronológico que vincula dos ideas de primera magnitud: la Revolución como poder del pueblo, que culmina bajo Robespierre y se hunde el 9 de Thermidor; la Revolución como ruptura, en la trama del tiempo, como diseño y anticipación del futuro. Los hombres de Julio, partidarios del 89, representan la aceptación de una sociedad y la búsqueda de un Gobierno conforme a esa sociedad.
Los vencidos en la Revolución de Julio, partidarios del 93, simbolizan una promesa abortada junto a la necesidad de rehacer de arriba a abajo la sociedad.
Podría escribirse la historia de la historia de la Revolución francesa remontando nuestro siglo XX y nuestro siglo XIX, y descubriendo cómo esa historia intelectual no cesa de articularse sobre los acontecimientos, los regímenes y las ideologías de nuestra vida pública desde hace dos siglos. Existe un vaivén constante entre los dos niveles, por el que la historia de la Revolución francesa suministra todos sus modelos a los diferentes enfrentamientos que caracterizan la política francesa.
Esa presencia invisible no cesa de originar, en cada ocasión, nuevas interrogantes sobre la matriz original, mientras que en otros casos se enriquece con significados también nuevos, nacidos de las demandas del presente. Sin embargo, la elasticidad de las diferentes apuestas políticas sobre la Revolución francesa no es ilimitada: se define así, a lo largo del tiempo, un lado imaginario de la Revolución cuyos principales trazos se fijan relativamente pronto, desde la primera mitad del siglo XIX, en torno a los conflictos que encontramos en el abanico de la política francesa, desde la derecha contrarrevolucionaria a la escatología socialista.
De ahí nace un consenso que explica cómo todo proyecto de cambio social supone, en nuestro país, la conquista previa del poder central del Estado.
Quizá sea esta herencia la que en nuestro tiempo debamos revisar.