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«Frente al yihadismo, Occidente ha sido víctima de su propia ceguera»

Diferentes analistas plantean que las políticas de apaciguamiento con regímenes totalitarios no funcionan. El pulso entre el islam suní y chií opera como un espejismo: los radicales tienen un objetivo común lejos de sus regiones

Bomberos evacúan heridos de la sala de conciertos Bataclan tras los atentados en París en noviembre de 2015 REUTERS

 

El islam suní –rama ortodoxa– y chií –minoritario– están en guerra de religión, guerra nacional / patriótica, guerra institucional, subversiva, terrorista, yihadista, en un centenar de los 197 Estados reconocidos por Naciones Unidas. Sin embargola guerra del islam contra Occidente es la más grave y desestabilizante para Europa y el futuro de nuestra civilización. Los orígenes del conflicto son bien conocidos, pero suelen olvidarse, y hay algunos hitos en su cronología que son básicos para comprender cómo hemos llegado hasta aquí:

El 3 de diciembre de 1979, el ayatolá Jomeini se convertía en líder supremo de Irán. Era partidario de la guerra de religión revolucionaria. El 6 octubre de 1981, Anwar el-Sadat fue asesinado en El Cairo: el yihadismo amenazaba cualquier diálogo entre Israel y los países árabes. El 11 de septiembre de 2001 se consumó el ataque terrorista más importante de la historia, más de 3.000 personas perecieron en el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York.

El 7 octubre de 2001 comenzó la guerra en Afganistán. El 11 de marzo 2004 se produjo la matanza en Madrid, en la estación de Atocha y otros apeaderos cercanos; las bombas se cobraron 192 víctimas mortales (se acaba de celebrar el 20 aniversario). Entre 2001 y 2012 tuvo lugar la mundialización de los atentados islamistas. El 7 de enero de 2015, matanza en París en la redacción del semanario satírico ‘Charlie Hebdo’. El 13 de noviembre de 2015, serie atentados en París, el más sangriento de ellos en la sala Bataclan.

Entre 2013 y 2019, el autoproclamado Estado Islámico surgió en las fuentes bautismales de la inmigración; en ese periodo, Francia es el país europeo más amenazado, y Alemania, Bélgica, el Reino Unido y España están en el disparadero. En el periodo 2019-2024 se contabilizan una docena de atentados yihadistas en Francia. El 7 octubre de 2023, Hamás realizó un ataque relámpago contra Israel y mató a 1.200 personas, provocando una guerra en Gaza cuyas consecuencias llegan hasta el día de hoy, y más allá. El 22 de marzo de 2024, el Daesh del Jorasán atacó una sala de fiestas en Moscú asesinando a unas 140 personas.

En ese marco, el ataque terrorista islámico contra el Crocus City Hall, en la capital rusa, y el de Hamás en octubre pasado nos recuerdan, con precisión el origen último de la guerra en curso y su ambición desestabilizante para Occidente –y Europa, en particular–.

Globalización del terror

Boualem Sansal, uno de los grandes escritores argelinos y francófonos de nuestro tiempo, me explicaba, hace unos años, los orígenes de la mundialización del terror islamista, la guerra santa contra Occidente, de este modo: «El Estado Islámico se comporta con la lógica imperial del nazismo. El islamismo en la forma más inquietante de la globalización del terror». Tras las últimas masacres, Sansal llegaba a estas conclusiones: «Los islamistas, incluso si están peleados entre ellos, cuidan su coordinación. A los seis días de la matanza contra Israel, un profesor francés, Dominique Bernard, fue asesinado en Arras. Otros tres colegas fueron heridos gravemente. Hamás aspira a destruir Israel, bastión occidental en Oriente Próximo. El asesino de Arras, Mohammed Mogouchkov, tenía la nacionalidad rusa. Era un islamista nacido en Asia central, la matriz del islamismo ruso. Los islamistas de la matanza de Moscú habían estado precedidos por los islamistas de origen ruso autores de atentados terroristas en Francia».

Hace cuatro años, el 16 de octubre de 2020, otro profesor francés, Samuel Paty, fue asesinado en Conflans-Saint-Honorine, al oeste de París, por un islamista franco-marroquí, Abdelhakim Sefrioui, fundador de un colectivo defensor y propagador de las ideas de Hamás en Francia. Céline Berthon, directora general de la Seguridad Interior, establece la relación indirecta pero profunda de esos crímenes: «En Francia, como en otros países europeos, la amenaza yihadista es interior y exterior. Los mismos grupos que matan en el corazón de África son contemporáneos de los del Cáucaso refugiados en Ucrania. Y muchos refugiados ruso-chechenos en Francia, Alemania y otros países europeos comparten las mismas convicciones. No necesitan formar parte de la misma organización. Comparten objetivos».

Tras el atentado de Moscú, el Consejo de la Defensa Nacional reunido por Emmanuel Macron llegaba a la misma conclusión: «La misma organización que reivindicó el atentado de Moscú también amenaza a Francia, Alemania y otros países europeos. De ahí la necesidad de declarar el estado de máxima urgencia antiterrorista».

En su día, la Fondation pour l’innovation politique (Fondapol) estableció un balance muy provisional de las muertes causadas por los distintas ‘familias’ yihadistas en cinco continentes entre 1979 y 2022: Estado Islámico, 52.619 muertos; talibanes, 39.733; Boko Haram, 22.287; Al-Qaida, 14.680; Al Shabaab, 10.392; Front Al-Nosrah, 2.978; Hizbolá, 1.335; Hamás, 881, y otras organizaciones yihadistas, 22.191 muertos. Desde la primera versión de esta estadística hasta hoy, el número de muertos ha crecido de modo vertiginoso. Según el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), en 2023, si bien se produjo un incremento leve de atentados respecto al año anterior (2.304 frente a 2.270), lo que sí aumentó de manera significativa fue la cifra de víctimas, 9.572 frente a 8.305, lo que supone un 15% más que en 2022.

Los países del Magreb, Oriente Próximo, África y Asia son las primeras víctimas de tan ensangrentadas guerras islámicas. Francia, EE.UU., el Reino Unido, España, Alemania, Bélgica, Italia, Austria, Noruega, Grecia y Holanda son las primeras víctimas de la yihad contra Occidente. En su día, EE.UU. lanzó su pulso mundial contra el terrorismo, cometiendo un error estratégico capital: lanzar una guerra ‘convencional’, cuando, en verdad, la guerra islámica contra Occidente es una guerra irregular de nuevo cuño, que no siempre tiene la fisonomía de los conflictos convencionales, con ejércitos y fuerzas armadas. Es una guerra de religión.

Visión pesimista

Las más de las veces, como probaron el asesinato de Anwar el-Sadat, la matanza de Atocha, las parisinas del 2015, las de profesores franceses del último quinquenio, son crímenes ‘solitarios’ cuya coordinación se consuma de manera irregular a través de la propagación de la fe religiosa, la fe en el crimen yihadista con el que los fanáticos aspiran a ‘conquistar’ el cielo tras escuchar los sermones de la clerecía islámica, presente y temible en cinco continentes.

Alexandre del Valle, analista reputado y estudioso de las relaciones entre Europa y los países árabes, tiene una visión bastante pesimista del proceso en curso: «Durante muchos años, EE.UU. y Europa apostaron por el diálogo con los países árabes, cuando, casi siempre, se ha tratado de regímenes ultraortodoxos, integristas, totalitarios, en cuyo origen ha podido crecer una visión del islamismo radical que se ha propagado en muchas direcciones. Esos estados y las organizaciones islámicas occidentales han permitido crecer diversas formas del integrismo. En Washington y Europa se ha deseado cerrar los ojos ante el crecimiento incontrolado del islamismo político y subversivo. Esos Estados, esas organizaciones, pueden estar en guerra entre ellos, pero siempre tienen en común el mismo convencimiento de la superioridad de su religión sobre los valores fundacionales de Occidente, víctima de su propia ceguera».

La guerra imperial de Vladímir Putin contra Ucrania amenaza con propagar en muchas direcciones esas semillas. Históricamente, los islamismos que florecieron en los escombros de la antigua URSS se transformaron en guerras locales o regionales, en la Rusia oriental, en el Cáucaso y los Balcanes. Huyendo del terror ruso, muchos emigrantes islamistas, de origen ruso, se instalaron en Ucrania y la Unión Europea.

Unos Juegos de alto riesgo

Tras la guerra de EE.UU. y Europa contra el Estado Islámico, en Oriente Próximo muchos islamistas huyeron hacia Europa o África, donde crearon nuevos grupúsculos yihadistas, en guerra entre ellos y contra las antiguas potencias coloniales, terminando por conseguir, con la ayuda de Rusia, la retirada prácticamente definitiva de Francia, el último bastión europeo contra el islamismo en el continente africano.

Esa nube tóxica de personajes vagabundos y errantes en Europa son una amenaza bien real. Francia ha comenzado por decretar el estado de alarma antiterrorista nacional. Los Juegos Olímpicos del próximo verano en París tienen, sin embargo, un atractivo inquietante para esos ‘lobos solitarios’.

«El Gobierno está tomando las medidas policiales más enérgicas. ¿Será suficiente?», me comenta un portavoz oficioso del Ministerio del Interior, agregando: «Es relativamente fácil luchar contra un enemigo claro e identificado. Pero es muy difícil hacerlo contra un asesino solitario que puede poner una bomba en una de las millares de escuelas que no siempre es sencillo proteger. Esa lucha policial tiene un flanco político, diplomático. Los defensores de la ‘paz’ con Putin o Hamás complican la visibilidad del problema, la visibilidad del drama potencial. Y esa fragilidad relativa afecta a toda Europa, a todo Occidente, quizá, víctima de su incomprensión relativa de las amenazas religiosas islámicas. Más del 60 % de los 6-7 millones de franceses de confesión musulmana estiman que su religión está por encima de las instituciones del Estado».

 

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