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Gabriel Boric, entre la realidad y la poesía

En sus horas bajas, Boric hizo algo impensable para un político hispánico: reconoció sus errores

La poesía le ha hecho un daño enorme a la política latinoamericana. La ha teñido de sueños imposibles, épica grandilocuente y toda suerte de cursilerías, dramatismos e idealizaciones que impiden hacer diagnósticos acertados de la realidad. En el caso de Gabriel Boric, el presidente que atraviesa el ecuador de su mandato, esto fue evidente. Contaminado de poesía allendista, vio en el progreso material y económico que su país había experimentado en los últimos treinta años no un éxito, sino un fracaso. En lugar de enfrentar los desafíos de una modernización veloz y desigual, quiso convertir a Chile en la tumba del neoliberalismo. La noche de su posesión, evocando el lirismo de Allende, habló de las grandes alamedas que volverían a abrirse para que pasaran el hombre y la mujer libres. La historia que se había detenido en 1973 retomaba su camino. Daba a entender con estos versos que los años de mayor prosperidad, varios de ellos gobernados por la izquierda, habían sido un despropósito.

Como Podemos en España y Bukele en El Salvador, Boric quiso ver en los pactos que condujeron a la transición democrática una felonía y una sumisión al modelo social pinochetista. El entusiasmo que experimentó su generación con el estallido social de 2019 se explica por eso: creyeron que el pueblo por fin abría los ojos, se rebelaba contra la Concertación y demandaba un comienzo nuevo. Llegaba la hora del político poeta, del demiurgo que podía aprovechar un momento de exaltación y ruptura para lanzar un proyecto de refundación nacional. El inicio de un proceso constitucional fue la oportunidad soñada. Sobre la gris realidad podía extenderse ahora un largo poema, lleno de sueños y deseos, una ‘wishlist’ de derechos, que entre otras maravillas convertiría a Chile en un paraíso plurinacional.

Pero entonces el proceso constitucional fracasó y el aumento de la violencia delincuencial y de los disturbios en la Araucanía desmitificaron el estallido. Las revueltas empezaron a verse como un fuego fatuo, trágico y destructivo, que no inauguraba nada y más bien hacía extrañar los tiempos de gestión eficiente, consensos institucionales y prosperidad ciudadana. El golpe fue radical para Boric, pero también su reacción. En sus horas bajas, demostró carecer del temple dogmático del visionario inflexible, e hizo algo impensable para un político hispánico: reconoció sus errores. Se atrevió incluso a criticar el autoritarismo en Venezuela y Nicaragua, y abandonó el infantilismo antitodo para comportarse con responsabilidad de Estado en el funeral de Sebastián Piñera. A pesar de que la izquierda ya no cree en la meritocracia, Boric está haciendo méritos para convertirse ereferente de un izquierdismo no autoritario ni mesiánico. Esa es la apuesta de la socialdemocracia chilena: que en los dos años que le quedan se curta, para que el poeta juvenil que confundía los versos de Jorge Teillier con las políticas públicas vuelva en dos o tres lustros con menos musas y más quilates de estadista.

 

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