Una vez que obtuvieron lo que querían, desecharon la política como medio de procurar acuerdos y negociaciones con los adversarios. Los venezolanos cada vez están más agobiados por la pobreza, el hambre, la carestía, los pésimos servicios públicos, situación agravada por la pandemia del Covid-19. La llamada República Civil parece haber quedado en el olvido, ante unos gobernantes que al aferrarse al poder parece no importarles el destino de toda una nación.
La política, entendida como el arte de lo posible en los asuntos públicos y en el manejo del Estado mediante diálogos y acuerdos, murió en Venezuela en 1999.
La mató el chavismo, una vez que se consolidó en el poder a través de la inconstitucional Constituyente aprobada ese año. Como se recordará, al comienzo de su gestión el oportunismo del nuevo régimen hizo posible los acuerdos iniciales con los demás partidos para instalar el Congreso de la República y su nueva directiva. En paralelo, lograron atraer a una mayoría de magistrados de la Corte Suprema de Justicia para que “justificaran” el absurdo concepto de la “supraconstitucionalidad” y poder convocar así su Constituyente, mecanismo que no aparecía en ninguna parte de la Constitución de 1961. Para redondearles la tarea, el Congreso se auto disolvió un año después de ser elegido.
Fue así como el régimen electo en 1998 elaboró -apenas un año después- una Constitución a su medida, dándole mayor poder a la Presidencia de la República y estableciendo la reelección inmediata; despojando al Poder Legislativo de importantes atribuciones; y otorgándole beligerancia política a la Fuerza Armada, aunque mostrando algunos avances teóricos en materia de derechos humanos, que luego han sido desconocidos para imponer una dictadura. Lo mismo ha hecho con todo el articulado de esa Constitución.
Una vez que obtuvieron lo que querían desecharon la política como medio de procurar acuerdos y negociaciones con los adversarios. Lo que han hecho desde entonces lo conocemos de sobra: se cerraron de manera radical a cualquier intercambio de opiniones con los opositores, desprestigiaron el diálogo con los demás como un recurso deshonesto e innecesario y se dedicaron a ejercer el poder en exclusiva, sin importar la opinión de quienes los adversan.
Aquello rompió una sana tradición de casi 40 años durante la llamada República Civil. En casi todo este tiempo, junto a las naturales diferencias y enfrentamientos propios de un sistema democrático, hubo también una franca disposición al diálogo entre las dos fuerzas fundamentales, AD y Copei, alrededor de algunas políticas de Estado y ciertos temas coyunturales. No faltaron, desde luego, quienes criticaron tales entendimientos, reduciéndolos a pactos siniestros y reparticiones burocráticas.
Apurado por sus intenciones autoritarias, e instalado formalmente en el poder, el chavismo desechó luego estas políticas de diálogo y entendimiento, propias de democracias civilizadas. Ya hemos padecido más de 20 años de tal despropósito. La noción militarista del teniente coronel Chávez Frías, su incultura política, su devoción por la antipolítica, su enfermiza vocación por el poder vitalicio y su inocultable tendencia autoritaria lo llevaron a desechar el diálogo y la discusión con quienes no pensaban como él. Fue tal concepción antidemocrática la que le inoculó al régimen que encabezó -y que ahora dirigen sus deudos- ese total desprecio hacia quienes lo adversan.
Por desgracia, esta es una enfermedad contagiosa. Algunos de quienes se oponen hoy al régimen han terminado actuando casi igual, en especial los más radicales, también enemigos del diálogo y de los acuerdos. Los consideran -al igual que el chavomadurismo- sinónimos de traición y los condenan de antemano.
De esta manera también han ayudado al régimen a matar la política en su mejor concepto como mecanismo de inteligencia, relación y compromiso entre las partes ante un conflicto o en la búsqueda de soluciones para el bien común. Por supuesto que en toda esta situación absurda la mayor responsabilidad es la del chavomadurismo, al haber desacreditado y condenado las conversaciones con el adversario y pretendido eliminarlo de cualquier manera en su obstinado afán por establecer una dictadura en Venezuela.
Como se ha demostrado históricamente algunas guerras y conflictos se han dirimido en una mesa de negociaciones, sin que sus autores hayan traicionado ideales sino aceptado realidades y con el objetivo de minimizar costos humanos importantísimos. La guerra de Vietnam terminó así en los años setenta, y hoy este pequeño país asiático es un importante socio comercial de Estados Unidos.
Sin embargo, aquí seguimos -sin solución definitiva- en esta descomunal tragedia humanitaria. Por supuesto que dialogar, conversar y acordar una salida entre todos los factores políticos sería lo ideal para alcanzar una solución cuanto antes, a fin de evitar que los venezolanos continuemos en este calvario. Sin embargo, el régimen sigue negado a esta posibilidad y la bloquea cada vez que se plantea. Su objetivo es aferrarse al poder sin importarle el trágico destino de los venezolanos, cada vez más acogotados por la pobreza, el hambre, la carestía, el desabastecimiento, las enfermedades, los pésimos servicios públicos y todo tipo de calamidades, agravadas por la pandemia del Covid-19.
Nada de esto conmueve al régimen, dedicado exclusivamente a sobrevivir y enriquecer aún más a su cúpula y testaferros, mientras en Venezuela todos nos empobrecemos cada vez más; convertido ya su salario mínimo en el más bajo del planeta -por detrás de Cuba y Haití-; con millones de compatriotas malviviendo en difíciles condiciones; y donde casi nada funciona y la corrupción galopante lo ha invadido todo. Para aumentar toda esta gran tragedia nacional, seguimos perdiendo nuestro más valioso capital humano, representado por inmensas legiones de jóvenes, formados y capaces, que hoy buscan en otros países lo que aquí se les niega.
Resulta insólito que no haya entre la dirigencia del régimen quienes se den cuenta de la magnitud del desastre que han ocasionado y busquen una pronta salida, mediante conversaciones y acuerdos razonables. Ahítos de poder y de dinero, la gran mayoría de la cúpula chavomadurista igualmente desprecia a sus compatriotas, y por eso mismo nada hace por unir sus esfuerzos para intentar una solución a la crisis devastadora que sufrimos ahora.
Todo esto contraviene la dialéctica de la historia. Quien estudie los últimos días de Mussolini y Hitler, una vez perdida la Segunda Guerra Mundial, encontrará testimonios de cómo en el primer caso la dirección política del fascismo destituyó al dictador italiano y abrió un compás de diálogo con las fuerzas aliadas. Algo parecido ocurrió en el nazismo, cuando la mayoría de los militares alemanes, convencidos de que aquella situación bélica ya era insostenible, comenzaron a desobedecer las órdenes de Hitler, aunque tardíamente. Lo mismo sucedió aquí con el general Marcos Pérez Jiménez, cuando decidió marcharse en la madrugada del 23 de enero de 1958.
La comparación viene al caso porque hoy en Venezuela sufrimos un desastre que sólo una guerra puede ocasionar, y lo peor es que esta última no ha ocurrido. Sólo la incapacidad, la corrupción y la maldad chavomadurista nos han traído a esta catástrofe insólita e impropia de un país con tantas posibilidades como el nuestro. Por cierto que la mayoría de las transiciones políticas de la dictadura a la democracia casi siempre han sido tuteladas por las Fuerzas Armadas, conscientes de su papel y garantes de tales procesos, complejos y delicados. Aquí la cúpula militar ha preferido apalancar el régimen en lugar de actuar como mediador en medio de este cataclismo que nos afecta a la gran mayoría.
Así las cosas, no parece posible entonces resucitar la política como instrumento de diálogo y entendimiento. Seguimos adentrándonos en un oscuro callejón sin salida, sin que al chavomadurismo le importe que la República naufrague definitivamente y quién sabe si hasta nuestra propia existencia como país.