Gehard Cartay Ramírez: Candidato unitario y programa de gobierno común
La Comisión Nacional de Primarias debería designar cuanto antes un equipo multidisciplinario, con representación de los precandidatos que van a participar, a fin de que proceda a la elaboración del programa de gobierno común que el abanderado presidencial electo tendrá que presentar a los venezolanos en 2024.
Resulta claro que ese programa de gobierno común debería estar listo antes de que se elija el candidato unitario, a fin de que los precandidatos participantes en las elecciones primarias lo suscriban y se comprometan a ejecutarlo durante la próxima gestión de gobierno. De esta manera, el que resulte triunfador el 22 de octubre próximo saldrá a recorrer el país armado de un programa de gobierno realista y cumplible.
No debería ser tan complicado asumir esa tarea, sobre todo si se tienen en cuenta las metas fundamentales y prioritarias a diseñar para enfrentar la hecatombe producida por el chavomadurismo en estos últimos 23 años, las cuales reclaman urgencia al no más iniciarse la difícil transición que se avecina.
Pero esa será, sin embargo, una faena laboriosa y por ello es urgente abocarse a ella. Hay temas –la mayoría, desde luego– sobre los cuales debería existir consenso, pero habrá otros donde aflorarán las divergencias. Esto implica discusiones y análisis, algo absolutamente natural en política, y más cuando se procura la unidad entre varios partidos y movimientos políticos.
Ese programa mínimo de gobierno debería abarcar la totalidad de los puntos coincidentes entre las distintas fuerzas signatarias, sin mayor profundidad ideológica, dándole prioridad absoluta a las medidas más perentorias, especialmente las sociales y económicas, con metas concretas y cortoplacistas. Tales medidas deberían estar caracterizadas por un acento pragmático muy definido, tal como lo exigirán las circunstancias del momento y de cara al próximo período de gobierno, independientemente de que algunas podrían tener continuidad.
Hay que preparar todo un plan de gobierno frente a problemas y dificultades que no pueden esperar más tiempo. Pienso, primer lugar, en la lucha para reducir la pobreza, que ha crecido como nunca bajo el actual régimen, azotando a la clase más desposeída, llevándola a extremos de sacrificios insoportables e inaceptables. Habrá que atender también a una clase media hoy también empobrecida y debilitada, luego de su ascenso sostenido en los cincuenta años que abarcaron la etapa 1948-1998. En segundo lugar, debería diseñarse una nueva política de salarios y pensiones, indexándolos frente al alto costo de la vida que hoy sufrimos. Y, en tercer término, se debe planificar y adelantar una política abierta a las inversiones nacionales y extranjeras, dirigida a crear fuentes de empleo y fortalecer el aparato productivo nacional, destruido en estas dos últimas décadas.
Hay otros temas que también exigirán respuestas inmediatas, como las urgentes reformas políticas y administrativas en el marco de la legalidad y el Estado de Derecho, incluyendo algunos cambios en la propia Constitución Nacional. Y también esperan respuestas urgentes la descomunal crisis de la salud y la educación oficiales, los pésimos servicios públicos, la defensa de la integridad territorial, el preocupante tema de los presos políticos y de la diáspora venezolana en el exterior, así como la formulación de una nueva política internacional y el redimensionamiento de la institución militar.
Como es natural, y tratándose de un complejo proceso de transición, todas estas materias tendrán que priorizarse en base a los recursos y al momento político e institucional, pero está muy claro que las reformas políticas, sociales y económicas son de una urgencia inaplazable. Aquí cobra especial vigencia la necesidad de que el candidato presidencial unitario sea un auténtico estadista –y no un(a) extremista de cualquier signo–, es decir, tolerante, abierto al diálogo y con capacidad de negociar la transición con el chavomadurismo y la cúpula militar, tal como lo hizo el presidente chileno Patricio Aylwin frente a Pinochet y la oficialidad castrense.
Por ahora, ese programa de gobierno debe reducir a la mínima expresión los temas controversiales, que afortunadamente parecen ser escasos. Uno de ellos, por lo visto, es el de PDVSA, sobre el cual ya han aparecido divergencias, especialmente en lo atinente a su mantenimiento como empresa pública o la posibilidad de que pudiera privatizarse. Cualquier discusión al respecto debe ser asumida con seriedad y sentido de Estado. Creo que su privatización no es conveniente de ningún modo, aunque debe abrirse a convenios con empresas privadas, tanto nacionales como internacionales, lo cual se consagró en la ley que la creó en 1975.
Casi todas reformas programáticas deberían estar caracterizadas por el consenso de las opiniones, insisto. Ya habrá oportunidad de profundizar sobre ellas, pero hay algunas que con absoluta lógica implican abandonar la postura socialista, estatista, totalitaria y enemiga de la inversión privada, nacional o extranjera, para dar paso a una economía social de mercado, donde puedan ser privatizadas las empresas públicas que el chavomadurismo llevó al fracaso y la ruina, y que hoy estamos en el deber de salvarlas con la participación del sector privado.
Por cierto que en la historia venezolana hubo un precedente absolutamente exitoso –tal vez el único– en esta materia: el programa mínimo de gobierno acordado en noviembre de 1958 por los partidos Acción Democrática (AD), Unión Republicana Democrática (URD) y Social Cristiano Copei, como parte fundamental del Pacto de Puntofijo, y que fue suscrito para servir de basamento de la acción del futuro gobierno que se iniciaría en marzo de 1959.
La diferencia con este programa mínimo de gobierno es que aquel era otro país, muy distinto al actual. Acababa de salir de una dictadura desarrollista y constructora de grandes obras públicas, sobre todo en Caracas, con casi un absoluto desprecio por el resto de Venezuela, pero no destructiva y ruinosa, como la de ahora. Y si bien era cierto que el general Marcos Pérez Jiménez había acumulado, por tales razones, una considerable deuda –dicen que la misma contribuyó a su caída–, la economía no era en modo alguno débil y el incipiente proceso de modernización pudo entonces servirle de base a un sostenido proceso de avance social en beneficio de la población en general, tal como sucedió entre 1959 y 1999, a pesar de que subsistieron algunos problemas que no obtuvieron soluciones y remedios.
Aquel programa mínimo de gobierno estableció siete áreas prioritarias: acción política y administración pública; política económica; política petrolera y minera; política social y laboral; política educacional; política militar; y política internacional. Ciertamente que, al culminar el gobierno del Pacto de Puntofijo, con el presidente Rómulo Betancourt a la cabeza y el respaldo de AD y de Copei, buena parte de tales objetivos se habían encaminado con éxito y tuvieron continuidad a partir de entonces.
Ese ejemplo debería servir para la elaboración del programa de gobierno del candidato a elegirse en las elecciones primarias de octubre próximo, tanto por la precisión de sus objetivos, respaldados por las fuerzas que lo suscribieron en 1958, como por el éxito que finalmente obtuvieron en el terreno de las realidades, a partir de 1959.