Gehard Cartay Ramírez – CAP: Anverso y Reverso
Con ocasión del noveno aniversario de su muerte
CAP: ANVERSO Y REVERSO
-Un político carismático, controvertido y audaz, pero demasiado confiado en sí mismo y en un liderazgo que siempre sobreestimó, todo lo cual lo llevó al dramático final de su actuación pública
En los últimos años se viene acentuando una especial campaña para reivindicar, postmortem, a Carlos Andrés Pérez, lo cual no deja ser en cierto modo algo natural por parte de seguidores y admiradores.
Pero siendo la suya una figura que ya pertenece a la Historia, y por tanto digna de investigación y discusión, resulta conveniente también una aproximación que aborde tanto sus aspectos positivos como negativos, siempre dentro del marco de un análisis lo más objetivo posible, si es que resulta factible hacerlo.
CAP fue, sin duda, un líder carismático, controvertido y audaz. En mi opinión, sus dos cualidades fundamentales fueron la valentía con que afrontó los desafíos que su accidentada carrera política le planteó; y su condición de demócrata toda prueba, demostrada en cada tramo de aquella. En cuanto a esta última cualidad, demostró también el olvido de agravios en su contra y practicó una generosa política de tolerancia y amplitud hacia muchos de sus antiguos adversarios, con excepción de algunos: Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Eduardo Fernández, por citar los más importantes.
Fiel escudero de Rómulo Betancourt desde los días de la llamada Revolución de Octubre de 1945, acompañó a su jefe como secretario privado cuando el primero ejercía la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno, producto del golpe de Estado contra el general Isaías Medina Angarita. Desde entonces se convirtió prácticamente en su sombra, no sólo en las tareas del poder, sino luego, durante el exilio de ambos bajo la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) –el otro Pérez andino y tachirense que también fue presidente– y, posteriormente, a partir del retorno democrático en 1958, cuando Betancourt resultó electo presidente. Fue por esos difíciles años el implacable Ministro de Relaciones Interiores contra la subversión, el terrorismo y las guerrillas castrocomunistas, aunque la ofensiva para derrotarlos la cumplieron las Fuerzas Armadas Nacionales.
Luego de la división de Acción Democrática (AD) en 1967, CAP dirigió la campaña de Gonzalo Barrios, candidato presidencial de su partido en las elecciones de 1968, en las que resultó victorioso Rafael Caldera, abanderado del Partido Social Cristiano Copei y sectores independientes. En los años siguientes, tuvo el mérito de revivir a AD y sacarla del marasmo que significó esa primera derrota electoral.
Como secretario general de AD adoptó entonces una línea de oposición dura e intransigente contra el recién iniciado gobierno de Caldera. Así, se opuso férreamente a la política de pacificación argumentando que la misma podía significar la entrega del país a la subversión, lo que sin duda constituía una exageración, como lo demostraron los hechos posteriores. (Ese encono contra las medidas pacifistas y conciliatorias del primer gobierno social cristiano inexplicablemente lo reiteraría, incluso, luego de salir del gobierno y después de diez años de la pacificación ejecutada por Caldera. Dijo entonces que la había criticado en su momento “por tender, lamentablemente, mucho más a dar una imagen de amplitud y generosidad, que efectivamente al objeto de pacificar al país” 1.
Esa agresiva oposición de AD se había manifestado tempranamente con ocasión de las negociaciones para integrar las directivas de las Cámaras del Senado y de Diputados, cuando rechazó un acuerdo que le propuso Copei. Casi de inmediato, AD se opuso a la aprobación de los recursos presupuestarios para el programa de Promoción Popular, prometidos por Caldera en su programa de gobierno, así como a un conjunto de leyes en materia de creación del ministerio de la Vivienda, financiamiento para construcción masiva de viviendas, ordenamiento urbanístico y territorial, financiamiento de la primera etapa del Metro de Caracas, etc., etcétera 2. Se trató de una oposición obstruccionista y contumaz, cuyo sello lo marcaba el propio CAP como jefe de AD.
En los siguientes comicios de 1973, Pérez se convirtió en el candidato presidencial de su partido, una vez que Betancourt anunció que no aspiraría nuevamente la presidencia. Alcanzó la victoria en aquel momento, derrotando a Lorenzo Fernández, abanderado presidencial por Copei, Fuerza Democrática Popular (FDP) y sectores independientes.
Su primer gobierno, entre 1974 y 1978, obtuvo logros fundamentales, como la nacionalización del petróleo, del hierro y del aluminio, el programa de becas “Gran Mariscal de Ayacucho” y numerosas obras en materia de salud y educación. También logró elevar los niveles de empleo, sin que se llegara –como lo proclamaron sus propagandistas– al pleno empleo, es decir, una desocupación laboral inferior al cinco por ciento. Hubo, como ya era tendencia histórica en Venezuela, una inflación moderada, pero en aumento, así como paz social y laboral. Por efectos de los altos precios petroleros se produjo así mismo un aumento del consumo, mientras que, a la par, el Estado también acrecentó sus gastos y elevó sus niveles de endeudamiento.
En ese momento, CAP se convirtió en el gran nacionalizador, y por ello creció descomunalmente el tamaño del Estado y se multiplicó de manera escandalosa la corrupción administrativa. Por contraste, en su segunda gestión (1989-1993) fue el gran privatizador. Se diría que entonces intentó un gobierno totalmente contrario al que encabezó en la primera oportunidad, algo que dice mucho de su pragmatismo audaz y de su voluntarismo como gobernante, incapaz de medir las consecuencias de sus ejecutorias políticas, económicas y sociales.
Fiel a su personalidad, en su primer gobierno puso en práctica una frenética e hiperactiva política internacional, muy distante de la sobria actuación de sus predecesores en esta materia. Se caracterizó por su indisimulado empeño en convertirse en líder del llamado Tercer Mundo. Así, Pérez tuvo una destacada participación en las negociaciones mediante las cuales Estados Unidos entregó el Canal de Panamá a este país, así como en los hechos que condujeron a la caída de la dictadura somocista de Nicaragua y al triunfo de las guerrillas sandinistas, comandadas por Daniel Ortega.
En estos propósitos y otros más, CAP superó todos los viajes presidenciales anteriores, lo que le valió no pocas críticas. Pero ese estilo excesivo e indetenible, divorciado a veces de la ponderación y la reflexión que deben ser consustanciales a un gobernante, también se lo imprimió a todas sus facetas como presidente en aquellos años.
Un liderazgo sobreestimado
Se ha dicho que “el estilo es el hombre”. En el caso de Pérez se ajusta como anillo al dedo.
Si algo lo caracterizó fue una desmedida confianza en sí mismo –la misma que lo condujo a su final como presidente en 1993–, es decir, la creencia absoluta en que su liderazgo lo hacía invulnerable a cualquier amenaza, lo que, a la larga, también se demostró que no era cierto. Esa condición egocentrista e individualista trajo aparejada consigo una cierta dosis de infalibilidad y, lo que resultaría luego peor, una incapacidad manifiesta para reconocer sus errores y –lo más importante aún– rectificarlos a tiempo.
Quien lea, por ejemplo, sus Memorias proscritas –dictadas a los periodistas Ramón Hernández y Roberto Giusti, aunque luego, al parecer, desautorizadas por el propio CAP– encontrará allí una exagerada conceptualización de su persona y su carrera política. Cierto es que se trata de su propio testimonio de vida y de luchas, y por tanto su narrativa está hecha en primera persona. Pero los juicios sobre sus semejantes siempre giran alrededor de la importancia que tuvo él para esos personajes –nunca al revés–, comenzando por Rómulo Betancourt, de quien dijo haber sido “un hombre indispensable” 3.
Por esa exagerada sobreestimación de sí mismo cometió otro gravísimo error en 1988, cuando fue elegido por segunda vez candidato presidencial de AD. Apeló entonces al recuerdo que mucha gente guardaba sobre su primer gobierno, cuando la abundancia de petrodólares inundó al país, gracias a la lejana guerra entre Israel y Egipto, en 1973. Esa inmensa riqueza, desde luego, no fue creada por los venezolanos, sino consecuencia del citado conflicto bélico. Por desgracia, tal abundancia financiera fue muy mal administrada y su primer gobierno terminaría hundiéndose históricamente por sus colosales yerros, entre los cuales destacaron –como ya se anotó antes– el crecimiento de la deuda externa e interna y el sobredimensionamiento del Estado venezolano y de la corrupción en los más altos niveles oficiales. Esa gestión inició el declive de Venezuela como una nación que estaba destinada a sobresalir entre las primeras del continente, ya que sus tremendas equivocaciones de condicionaron la acción de los gobiernos posteriores.
Sin embargo, insisto, a alguna gente le quedó el recuerdo de la abundancia económica, sin reparar sus gravísimos daños colaterales. Y a ese recuerdo primario y superficial echó mano CAP cuando volvió a ser candidato presidencial en 1988 y ofreció que tal abundancia volvería con su retorno al poder.
Era una promesa incumplible y él lo sabía. Por eso hizo preparar dos programas de gobierno, según lo denunciara posteriormente el entonces presidente de AD, Humberto Celli 4. Uno, que fue su bandera electoral, ofrecía espejismos y fantasías imposibles de cumplir en un país ya sin reservas monetarias, con gravísimos desajustes sociales y económicos, endeudado como pocas veces y afectado por una espantosa corrupción, al término del período presidencial de su compañero de partido Jaime Lusinchi (1984-1988). El otro programa de gobierno, oculto y clandestino, contemplaba un paquete de severas medidas de ajustes que implicarían un sacrificio para todos, pero especialmente para los sectores mayoritarios. Este último fue el que puso en ejecución apenas llegó al poder en febrero de 1989, y que fue la excusa para que se produjera un rápido y extendido descontento general con la explosión social conocida como El Caracazo, en febrero de 1989, lo que heriría de muerte su segundo gobierno a escasos veinte días de haberse iniciado pomposamente, con los resultados ya conocidos.
Aquella desafortunada idea de formular en paralelo dos programas de gobierno constituyó, sin duda, una estafa a sus electores y a los venezolanos en general. Pero lo hizo fríamente, confiando en que el suyo era un hiperliderazgo como pocos en Venezuela y en el continente.
Fiel a esa absurda creencia incurrió también en otros graves errores. A partir de 1989 no le dio ninguna importancia a la creciente conspiración que lo acechó desde el primer momento y que tenía una vertiente militar y otra civil. CAP irresponsablemente subestimó las dos.
En cuanto a la primera, sus propios órganos de inteligencia civil y militar le advirtieron tempranamente sobre la conjura militar que urdía una logia golpista incrustada desde hacía tiempo en el ejército, la misma que intentaría derrocarlo en febrero de 1992, y más adelante, ya extendida por las fuerzas aérea y marítima, también se repetiría en noviembre de ese mismo año. Confiaba en que por haber enfrentado con éxito –como Ministro del Interior del gobierno del presidente Betancourt– la insurgencia armada del castrocomunismo a principios de los años sesenta, aunado a su conocimiento de las Fuerzas Armadas, podía dominar cualquier tentativa militar en su contra. No fue así. Y aunque no hubo sorpresa propiamente dicha, lo que sí se puso de manifiesto fue que ni el régimen ni el presidente se habían preparado para enfrentar el primer intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. Una cierta autosuficiencia de Pérez y la actitud capciosa del Alto Mando Militar le permitieron a Chávez y sus golpistas actuar con relativa comodidad.
Lo que sí estuvo entonces fuera de toda discusión fue la actuación valiente e inteligente de CAP mientras se desarrollaba aquella intentona golpista. En poco tiempo les arrebató la ofensiva a los oficiales insurrectos, al aparecer por televisión denunciando los hechos y exigiendo lealtad a la institución armada, todo lo cual confundió y desmoralizó a los golpistas, mientras se producía la sensación de que había retomado el control de la situación y dominado el complot en marcha.
La verdad es que, a pesar de todo, CAP fue magnánimo con los golpistas, al igual que todo el establecimiento político de esos días y la gran mayoría de la opinión pública. Aquella fue una compasión inexplicable e injusta frente a un grupo de felones y traidores a la Constitución Nacional y a su juramento como oficiales de las Fuerzas Armadas Nacionales. Los más importantes candidatos presidenciales –a excepción de Caldera, por cierto– prometieron liberarlos. La misma Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica abogó por los golpistas, y hasta el ex presidente Herrera Campíns pidió al presidente Pérez que los pusiera en libertad. Y fue el propio CAP quien inició la larga cadena de sobreseimientos a los golpistas, pues apenas dos meses después de la intentona en su contra sobreseyó a un grupo de oficiales, entre ellos, Henry Rangel Silva (quien luego sería ministro de la defensa con Chávez y gobernador de Trujillo a la fecha), Jesús Rafael Suárez Chourio (posteriormente comandante del Ejército) y Rodolfo Clemente Marcos Torres (ministro de finanzas y hoy gobernador de Aragua) 5. Esa misma cadena de sobreseimientos la continuaría el presidente Ramón J. Velásquez en 1993 y la concluiría el presidente Rafael Caldera en 1994. Pero, en ese momento, el propio Carlos Andrés Pérez fue más allá todavía al reincorporar al Ejército a casi el 90 por ciento de los oficiales golpistas, según lo denunciaría después el general Carlos Peñaloza, a la sazón comandante de esa fuerza.
En todo caso, si CAP pudo entonces dominar las dos tentativas golpistas de 1992, no tuvo en cambio el mismo desempeño exitoso frente a la conspiración civil, adelantada por Los Notables, dirigidos por Arturo Uslar Pietri, y otros sectores que, a la postre, lograron en mayo de 1993 su destitución por parte del Congreso de la República y su posterior enjuiciamiento ante la Corte Suprema de Justicia. Aquél político realista y exitoso, dos veces presidente de Venezuela por elección popular, menospreció a sus adversarios y sobreestimó su capacidad de maniobra, ya sin contacto con la realidad y demasiado pagado de sí mismo.
Porque en el campo civil, pareciera haberse confiado, como siempre, en su liderazgo. Tal vez por ello no se defendió ni pasó a la ofensiva frente a sus adversarios, a lo que tenía perfecto derecho. Porque si bien es cierto que la suya fue una actitud de absoluto e impecable respeto al Estado de Derecho y a la Constitución, no lo es menos que tuvo a su disposición algunos recursos políticos y jurídicos para salvaguardar –como era absolutamente lógico también– su derecho a continuar como presidente de los venezolanos, elegido en legítimos comicios electorales y por amplia mayoría. Por supuesto que, como se sabe, hizo múltiples contactos al respecto, pero al darse cuenta de que ni siquiera su partido lo apoyaba y que las Fuerzas Armadas Nacionales mantenían una actitud institucional, decidió esperar el desarrollo de los acontecimientos, tal como se lo confesó a algunos allegados 6, tal vez confiando en que los hechos, al final, le serían favorables. De nuevo se sobreestimó personalmente y desestimó a sus poderosos enemigos de entonces.
Mientras tanto, el grupo de Los Notables colocaba el detonante definitivo contra el presidente Pérez: el 11 de enero de 1993 el periodista y varias veces candidato presidencial José Vicente Rangel había consignado ante el Fiscal General de la República, Ramón Escovar Salom, una denuncia sobre la utilización irregular de 250 millones de bolívares, correspondientes a la partida secreta, y solicitado el respectivo antejuicio de mérito contra el Presidente Pérez y dos de sus ministros.
El 9 de marzo de 1993 el Presidente Pérez se dirigió al país en un mensaje por cadena de radio y TV, asegurando que el dinero en cuestión había sido usado en gastos de seguridad y defensa del exterior, y que no podía revelarlos porque supondría una violación a la ley de la materia. Dos días después, el 11 de marzo, el implacable Fiscal General Escovar Salom solicitaría a la Corte Suprema de Justicia que decidiera si había méritos para juzgar al Presidente y dos de sus ex ministros, Alejandro Izaguirre y Reinaldo Figueredo, por la presunta malversación de 17,2 millones de dólares. La ponencia del caso se la reservó el presidente al alto tribunal, Gonzalo Rodríguez Corro, quien presentó su proyecto de sentencia el 4 de mayo. En la sesión del 19 de mayo, la Corte Suprema declararía con lugar la solicitud de antejuicio de mérito contra Pérez, Izaguirre y Figueredo.
Al día siguiente, viernes 20 de mayo –y sin esperar el posterior desarrollo del juicio–, el CEN de AD decidiría expulsar del partido a Carlos Andrés Pérez, lo que suponía también una condenatoria tácita en su contra. Parecía que aquella resolución inmediata de la cúpula adeca saldaba así un ajuste cuentas pendiente, por las razones ya señaladas. Y así lo confirmarían los hechos posteriores: terminaba una difícil relación entre CAP y la organización a que le había entregado buena parte de su vida, porque esa ruptura se caracterizaría por una dura actitud del ya ex presidente destituido hacia el partido en que había militado toda su vida y varios de sus líderes más importantes, tema sobre el que profundizaremos más adelante.
Ese mismo 20 de mayo de 1993 el Senado de la República –de conformidad con el ordinal 8o. del Artículo 150 de la Constitución Nacional– acordó autorizar el enjuiciamiento del presidente Pérez. En el mismo acto resolvió que el Presidente del Congreso, senador Octavio Lepage (AD), se encargara transitoriamente de la Presidencia de la República, e invitó a la Cámara de Diputados a una sesión conjunta para juramentarlo. De inmediato, Lepage se trasladó al Palacio de Miraflores donde Pérez le entregaría el cargo, mientras el Congreso resolviera finalmente sobre la persona que lo sustituiría en el ejercicio de la Presidencia.
AD: “un cascarón vacío, un fracaso total”
Un capítulo dramático fue su relación con Acción Democrática. A diferencia de Betancourt, CAP no le concedió la importancia y la jerarquía histórica que el máximo líder le asignó siempre al partido. Si aquel dijo en alguna ocasión que se sentía más orgulloso de haberlo fundado que de haber sido presidente en dos ocasiones, Pérez seguramente que pensaba lo contrario.
En ese razonamiento influía, desde luego, la sobreestimación que siempre hizo de su propio liderazgo, aspecto al cual nos hemos referido anteriormente, y que también lo llevó en sus dos gobiernos a duros enfrentamientos con la cúpula adeca y hasta con el propio Betancourt en los años finales de su primera gestión. CAP no se sometió entonces a los dictados del Comité Ejecutivo Nacional de AD, ni tampoco lo haría en su segunda presidencia.
En ambas ocasiones, al lado de prominentes dirigentes de su partido, también designó como ministros a figuras independientes, vinculadas a las altas finanzas y grupos económicos poderosos. Esa preferencia se profundizó entre 1989 y 1993, cuando incorporó a jóvenes tecnócratas sin vinculaciones políticas ni partidistas, quienes concibieron y ejecutaron un paquete de medidas neoliberales, en acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, sin consultar a la dirección de AD y sin reparar los costos sociales que traía consigo. Todos estos hechos agriaron aún más su relación con la dirigencia adeca.
Porque en este aspecto también hubo diferencias de fondo entre Betancourt y CAP. El primero siempre se caracterizó por dar preeminencia a lo colectivo por encima de lo individual, y la mejor demostración fue la de haber fundado un partido, desligándose así de la propensión caudillista que siempre animó a los hombres de poder en la historia venezolana. Pérez, en cambio, demostró siempre una exagerada tendencia personalista, la misma que lo llevó a desentenderse de su partido en las dos oportunidades que ganó la presidencia de la República.
En sus últimos años –luego de su expulsión de AD el 20 de mayo de 1993, precisamente al día siguiente en que el máximo tribunal declaró con lugar su enjuiciamiento como presidente de Venezuela–, CAP no se ahorraría dicterios, críticas y serios cuestionamientos hacia ese partido y sus principales líderes, incluyendo al propio Rómulo Betancourt, de quien dijo que había tenido “serias limitaciones en su formación” y que en sus últimos años “sufría un deterioro intelectual grave” y “una declinación personal importante 7”. Incluso, de cierta manera sugirió que, en algún momento, Betancourt pudo sentir celos de “mi posición y significación internacional” 8.
Al ex presidente Jaime Lusinchi, luego de señalar que había tenido “gran estimación” por él, no vaciló en calificarlo como “un pobre diablo” 9, sin condiciones para gerenciar el país. “Yo me comprometí con su candidatura a pesar de que consideraba que iba a ser un problema en la Presidencia”, agregó. “Lusinchi demostró que no era un hombre para el poder (…) Blanca Ibáñez exacerbó en Lusinchi el odio, el resentimiento, el orgullo (…) Lo volvió un camorrero” 10.
Al que fuera candidato presidencial de AD en 1978, Luis Piñerúa Ordaz, le endosa toda la responsabilidad de esa derrota, aunque CAP era entonces presidente y aquel veredicto popular envolvía también un juicio condenatorio a su gobierno. Sin embargo, esa circunstancia nunca la llegaría a reconocer. A su juicio, la candidatura de Piñerúa “era débil por sus características personales, sobre todo influenciado por la tónica que había asumido Betancourt” 11. “Hice una campaña tremenda a favor de Piñerúa, que casi le permite el triunfo. Fue la dureza de Piñerúa lo que nos perdió” 12, agregó a continuación. A Octavio Lepage, quien lo sustituyó brevemente como presidente, lo acusó de estar poseído de “una ambición tremenda”. 13
A Acción Democrática la definió luego y en repetidas ocasiones como “un cascarón vacío” 14, donde “no hay democracia interna (…) Esta es la triste y cierta razón de su desastre” 15. Eran conceptos de una dureza implacable en sus labios: “AD fue un gran proyecto político venezolano, pero ya terminó su ciclo, ahora pertenece a la historia. Una historia buena, pero cuyo final ha sido espantosamente malo. Un fracaso total. Es una minoría, después de haber sido una mayoría evidente y portentosa. No volverá a ser mayoría.” 16
Los años finales: entre la amargura y la desazón
Obviamente que si entonces fueron muy duras esas opiniones sobre compañeros y amigos de toda una vida y sobre el partido del que fuera dos veces candidato presidencial, no lo serían menos sus descalificaciones y ataques contra adversarios como Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Eduardo Fernández, con quien compitió por la presidencia en 1988.
Su animadversión contra Caldera, por ejemplo, es verdaderamente dramática y aparece en cada página de las muchas en las que Pérez se refiere al también dos veces expresidente socialcristiano por elección popular. (Invito al lector a que las lea en las Memorias proscritas que he venido utilizando como apoyo bibliográfico en este ensayo.) Y todo ello a pesar de que algunos aún hablan de que era Caldera el que “odiaba” y le tenía “envidia” a CAP. La realidad es que fueron muchas más las menciones negativas de este contra Caldera, y probablemente un estudio hemerográfico de sus declaraciones y comentarios podría corroborarlo.
Quienes hoy lo elevan a los altares del martirologio y hasta lo presentan como “el constructor de la Venezuela moderna” sólo se limitan a una versión hagiográfica del polémico personaje, obviando sus elocuentes errores y apelando a una superchería para calificarlo como tal. Porque la verdad es que la Venezuela moderna fue construida por muchos otros más, especialmente desde 1935: civiles y militares, líderes de partidos políticos, sectores independientes, gente del sector público y privado, trabajadores y profesionales, en fin, venezolanos y extranjeros que dieron sus mejores esfuerzos para que el país iniciara su ascenso hacia el progreso y desarrollo que se truncaron a partir de 1999, con la llegada del castrochavismo al poder.
Ese tipo de calificativos, absolutos y extremos, son casi siempre producto de la exageración y la falta de profundidad en los análisis históricos. A Rómulo Betancourt, por ejemplo, lo llamaron nada más y nada menos que “el Padre de la Democracia”, como si esta necesitara de padre y madre, y, si así fuera, en este caso la última no aparece por ningún lado. Como lo escribió con su habitual agudeza Manuel Caballero, uno de los más autorizados estudiosos de la figura de Betancourt, esa denominación “es un insulto a la memoria que se pretende así halagar: desde el primer momento de su ser político, Rómulo Betancourt insurgió contra el paternalismo gomecista” 17.
En el caso de CAP, al igual que en los otros presidentes que ha tenido la República de Venezuela, su actuación como político y su legado como gobernante tendrán el juicio de la Historia, por lo general más reposado, sabio y justo que el que le podamos intentar hacer sus contemporáneos o los subsiguientes e inmediatos analistas. Nada es más cierto que aquel adagio según el cual la Historia siempre coloca los hechos en sus justos términos, más allá del halago o la inquina con que se juzgan casi siempre por la inmediatez del tiempo.
1 Alfredo Peña, «Conversaciones con Carlos Andrés Pérez», Editorial Ateneo de Caracas, 1979, página 243.
2 Un análisis de mayor profundidad puede conseguirse en mi libro «Caldera y Betancourt, Constructores de la democracia», primera edición de 1987 (Ediciones Centauro, Caracas) y segunda edición de 2018 (Editorial Dahbar, Caracas).
3 Ramón Hernández y Roberto Giusti, Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas, Los Libros de El Nacional, Colección Ares, Caracas, 2006, página.
4 Ramón Hernández y Roberto Giusti, «Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas», Los Libros de El Nacional, Colección Ares, Caracas, 2006, página 277.Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos, entrevista con Humberto Celli, ex presidente de AD, capítulo siete, páginas 64 y siguientes, Editorial Alfa, Caracas, 2010.
5 Ese sobreseimiento favoreció a un grupo de 30 oficiales del Ejército y fue publicado en la Gaceta Oficial No. 34.936, de fecha dos de abril de 1992, dos meses después del intento golpista del 4 de febrero de ese mismo año.
6 La rebelión de los náufragos, entrevista al exministro Reinaldo Figueredo Planchart, página 423 y siguientes.
7 Carlos Andrés Pérez: Memorias proscritas, obra citada, página 278.
8 Ibídem, página 275.
9 Ibídem, página 290.
10 Ibídem, página 291.
11 Ibídem, página 273.
12 Ibídem, página 272.
13 Ibídem, página 355.
14 Ibídem, página 419.
15 Ibídem, página 311.
16 Ibídem, página 419.
17 Manuel Caballero, Rómulo Betancourt, político de nación, página 15.