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Gena Rowlands cantando I Love You Truly

Gena Rowlands cantando I Love You Truly

 

Sería muy simple, y aún más incierto, apuntar que, mediado el pasado verano, tras su deceso el 14 de agosto, Gena Rowlands partió al encuentro de John Cassavetes allí de donde nunca se vuelve; allí a donde todos, más pronto que tarde, acabaremos por ir. Si, como comentó su hijo, el realizador Nick Cassavetes, su madre falleció por complicaciones del Alzheimer que padeció en el último lustro de su vida, es muy probable que olvidase a su primer marido, a quien estuvo tan unida no solo por el sentimiento, también por la vocación. Más aún, es muy posible que, cuando la memoria la abandonó, Gena Rowlands olvidase hasta su vocación, que originalmente fue teatral e inquebrantable mientras fue dueña de sus actos.

Como el lector asiduo de estos artículos ya sabrá, yo abomino del cine contaminado por el teatro tanto como de la fotografía contaminada por la pintura, o de la cultura —en cualquiera de sus manifestaciones— corrompida por la política. En este tercer caso, la contaminación se queda corta porque la política es una auténtica peste que pudre cuanto toca. Pero no divaguemos. Si el tomavistas no hubiera encontrado su dinámica —nunca me cansaré de repetirlo—, como pretendían aquellos supuestos cineastas de los albores del silente que se limitaban a colocar la cámara delante de un decorado y a dejar que los actores evolucionasen frente al objetivo, como si el tomavistas fuese esa “cuarta pared” —que los del teatro llaman al patio de butacas, donde asiste a la función el espectador—, el cine nunca hubiera encontrado su lenguaje: la articulación de la narración en planos.

«En honor a la verdad, cumple decir que su vocación fue teatral y fueron las tablas el medio donde se prodigó y obtuvo los mayores reconocimientos»

 

Opening Night (1977) es, sin duda alguna, la más teatral de todas las películas que unieron a Gena Rowlands y su marido —versa sobre un estreno, y la práctica totalidad de su metraje transcurre en el escenario o entre bastidores—. Pues bien, hasta en Opening Night yo veo preponderar el cine sobre el teatro en cada primer plano de Gena. Y no solo porque, a estas alturas de la Historia, siempre que alguien rueda un argumento que debió ser un montaje teatral y lo articula en planos, lo que está haciendo es una película. Perogrulladas aparte —permítaseme esta última—, el teatro son los actores en un escenario, y retratarlos en distintos planos en ese mismo escenario es hacer cine con lastre teatral. Seguro que a los puristas de las tablas tampoco les gusta tan espuria mixtura. En Opening Night menudean los primeros planos de la actriz. Cassavetes los convierte en un recurso para hacer hincapié en las emociones del personaje: Myrtle Gordon. Y en todos esos planos cortos, extremadamente cortos, hay algo en la expresión de Gena, tan alejado de esa dureza del adusto dramatismo teatral, que a mí se me figura mucho más próximo a la espontaneidad de la pantalla, donde pesa mucho más la fotogenia de una actriz que la supuesta gravedad de su ademán. Básicamente, Gena Rowlands fue una mujer dulce —como aquella de la que nos hablaba el gran Robert Bresson— y, como tal, a mí se me antoja una actriz de cine. Si bien, en honor a la verdad, cumple decir que su vocación fue teatral y fueron las tablas el medio donde se prodigó y obtuvo los mayores reconocimientos.

En el cine también hubo distinciones para ella —incluso un Oscar honorífico—, pero llegaron después, una vez que las cintas que protagonizó para Cassavetes la convirtieron en una musa de la pantalla independiente estadounidense. Ya en este estatus trabajó con Woody Allen —Otra mujer (1988)— o Jim Jarmusch Noche en la Tierra (1991)—. Por lo demás, lo cierto es que en los comienzos de su actividad profesional, que se remontan al Broadway de los años 50, donde compartió escenarios con Edward G. Robinson, hasta la televisión le fue más favorable. La hora de Alfred Hitchcock, 77 Sunset Strip Bonanza fueron algunas series, de entre las primeras emitidas en España, donde las audiencias autóctonas la pudieron descubrir. Yo siempre la encontré un aire a Dorothy Malone, pero de ahí a decir que fue una diva del Hollywood clásico, como se llegó a afirmar tras la noticia de su fallecimiento, hay un trecho. Lo más cerca de Hollywood que estuvo fue en su creación de Jerri Bondi de Los valientes andan solos (David Miller, 1962), un estimable western para mayor lucimiento de Kirk Douglas. Gena Rowlands fue una musa del cine independiente.

 

«Tanto o más que el amor que pudieran profesarse, lo que más parecían admirar los obituarios dedicados a la memoria de la actriz fue la simbiosis profesional habida entre ellos»

 

Dentro de esos parámetros off Hollywood, nuestra actriz protagonizó Gloria (1980), la película más comercial de Cassavetes. Con el tiempo, Gloria, quien se verá obligada a hacerse cargo de un chico poseedor de una información comprometedora para la mafia, se convertirá en todo un prototipo de esa nueva mujer a la que no le hacen falta príncipes que acudan en su salvación. Ella misma se salva y salva los demás.

Pocas actrices han expresado el desequilibrio psicoafectivo como lo hizo Gena Rowlands en Una mujer bajo influencia (John Cassavetes, 1974). Recuerdo sus pucheros en las secuencias de mayor dramatismo, y verifico en ellos esa belleza de las mujeres que ya no son jóvenes, cuyo encanto radica en esa gracia que también tiene que envejecer.

“Me sentía frustrado por no poder expresar cualidades humanas más que a través de las que estaban implicadas en el argumento”, comentó en cierta ocasión John Cassavetes, respecto al motivo que le llevó a convertirse en realizador independiente. Puesto a ello, a menudo invirtió en su actividad al margen de Hollywood lo ganado en Hollywood como actor de reparto y a veces, solo en ocasiones, intérprete principal —La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), La furia (Brian De Palma, 1976)…—. Nadie mejor que su propia esposa para expresar todo ese sentimiento al margen del argumento de la película. Tanto o más que el amor que pudieran profesarse, lo que más parecían admirar los obituarios dedicados a la memoria de la actriz, fue la simbiosis profesional habida entre ellos. En la línea de la que hubo entre el primer Godard y Anna KarinaJosef von Sternberg y Marlene Dietrich. Pero la colaboración de los Cassavetes fue la más sublime porque nunca se vio afectada por los vaivenes del amor: se quisieron hasta que la muerte de él les separó, en 1989, tras 35 años de unión.

«El propio Cassavetes afirmó en alguna ocasión que, en un primer momento, no concibió Shadows como una película propiamente dicha»

 

En Diario de cine (Fundamentos, Madrid, 1975)el volumen de 1972 donde Jonas Mekas recogió la mayor parte de las críticas publicadas entre 1959 y 1970 en The Village Voice —un modesto, pero muy combativo, diario neoyorquino, el favorito de los beatniks— hay una pieza concerniente a Shadows (1958), la primera realización de John Cassavetes. En aquel texto —fechado el 27 de enero de 1960—, Mekas —heraldo del cine independiente norteamericano en su faceta de realizador; cronista del nacimiento de la nueva pantalla de aquel país en su actividad literaria— nos habla de dos versiones de la ópera prima de Cassavetes: “No me cabe la menor duda de que, mientras que la segunda versión de Shadows es otro filme más de Hollywood —aunque inspirado por momentos—, la primera es la película americana que más fronteras ha traspasado en la última década».

El propio Cassavetes afirmó en alguna ocasión que, en un primer momento, no concibió Shadows como una película propiamente dicha. En un principio fue la filmación de una práctica del Variety Arts Studio, un taller de interpretación que él mismo puso en marcha junto a Burt Lane.

Muerto el cineasta en 1989, su viuda, además de musa, se vio convertida en la depositaria de su legado. Fue la que procuró que esa primera copia de Shadows se perdiese —con posterioridad se encontró y, desde entonces, suele figurar en los extras del DVD—, y también dio las instrucciones pertinentes para el archivo de las cintas de su esposo. Yo siempre recordaré a Gena Rowlands cantando a capella, desvencijada, «I Love you Truly» en Así habla el amor, la hermosísima pieza de Carrie Jacobs-Bond. En aquella ocasión me emocionó de verdad.

 

 

 

 

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