Cultura y Artes

Genio y figura: Ricardo Bada Zapata

Llevo varios días reinando en la idea de evocar la figura de mi padre, no porque el centenario de su nacimiento me lo haya recordado; a mi padre siempre lo tengo presente en todo cuanto hago y en todo cuanto digo. No, no es que quiera evocar su figura por mor de una fecha, sino porque nunca le he rendido el homenaje público que le vengo debiendo desde que me entregó su plena confianza cuando yo no contaba más que trece años. Pero esa es otra historia y no es ahora, todavía, el momento de contarla. Contaré la que sigue.

Diny [mi esposa] y yo, con nuestros tres hijos, habíamos estado por última vez en España, quiero decir en Huelva, con mis padres, en mayo del 74: pasamos allá seis semanas que eran la última posibilidad de tomar vacaciones todos juntos y por un largo período. Al regresar a Colonia, en Alemania, la hija mayor, Rebeca, entraba a la escuela, y desde entonces —y por un largo tiempo— nuestras vacaciones se regirían por acuerdos entre los padres con hijos escolarizados que trabajábamos en el mismo servicio de la Radio Deustche Welle; de ese modo todos gozaríamos al menos de tres semanas de vacaciones con nuestras familias pero al mismo tiempo el trabajo de la redacción quedaba asegurado.

Ciertamente nuestros hijos siguieron yendo a Huelva cada verano seis semanas, pero es porque Diny y yo los embarcábamos en un vuelo de Lufthansa en Colonia y mis padres los iban a buscar al aeropuerto de Sevilla. Con lo cual Diny y yo disponíamos de seis semanas para los dos solos, de las que tres las empleábamos generalmente en explorar a fondo los Países Bajos.

En algún momento de 1978, sin embargo, mis padres reclamaron que ya era hora de que también nosotros fuésemos a Huelva con la camada: no sólo querían ver a sus nietos sino, como propina, a sus ilustres padres. De manera que organizamos las cosas para ir ese verano juntos, a principios de junio, y celebrar mis ya casi cuarenta años (serían 39) en amor y compañía. Coordiné fechas con mis compañeros de trabajo, reservamos pasajes de avión, etcétera.

A mediados de abril recibí una llamada del departamento de personal de la emisora: “Herr Bada, debo advertirle que le quedan tres días de vacaciones del año pasado y que si no los toma antes del 30 de este mes los perderá irremisiblemente”. Le pregunté a la administrativa si no se podían computar con mis vacaciones ya solicitadas y aprobadas para junio. No, no era posible, “Herr Bada, usted debe conocer los términos del convenio sindical que impiden la acumulación de vacaciones de un año para otro año, blablabla…”.

Al regresar a casa se lo comenté a Diny y lo ridículo que era tomarme tres días de vacaciones sólo para no perderlos. Diny me dijo: “¿Y por qué no los ubicas al final de mes contando con el festivo del 1° de mayo y el fin de semana? Así te sacas prácticamente una semana libre”. “¿Y qué hago en esa semana?”. “Vete a Huelva”. “Pero si vamos a ir un mes después todos juntos…”. “Sí, pero si vas ahora tú solo, sin avisar, es una sorpresa para ellos”.

Lo pensé, y como siempre he sido amigo de dar sorpresas (en mi intención agradables siempre), decidí que sí, pero decidí que sí, sobre todo, porque eso me permitiría llegar a Madrid el 30.4. y participar en la primera gran manifestación del 1° de Mayo después de cuarenta años de franquismo, y seguir viaje en el tren de coches–cama, aquella misma noche, a Huelva.

Así lo hice. Inolvidable la experiencia de caminar por la Castellana llevado por un mar de gente, de dizque un millón de españoles que celebraban por fin la recuperación de la libertad. Y esa misma noche, en Atocha, al tren. A las ocho de la mañana estaba en Huelva y caminé de la estación a la casa de mis padres, son diez minutos a buen paso. Llegué al 21 de Alonso Sánchez (antes de los Tumbados) y golpeé con la aldaba de bronce en forma de puño apretando una bola. Mi madre se asomó al balcón de la habitación donde nací, extrañada de un visitante tan madrugador, y ahí comenzó la fiesta, que duró toda una semana. Sobre todo con mi padre, que nos íbamos de copas con los viejos amigos, y platicando acerca de todo lo presente, lo pasado y lo futuro. Mi padre, entretanto, ya me había perdonado que no ejerciese como abogado y hasta aceptaba con cierto estoicismo (y sé que a espaldas mías con cierto orgullo) mi carrera de periodista.

El último día antes de mi programado regreso, aprovechando el buen tiempo, fuimos a cenar a la playa, a Punta Umbría, y al aire libre. Con el resultado de que a la mañana siguiente yo andaba con una fiebre altísima, y llamaron al médico (un viejo compañero del bachillerato), quien decretó que en esas condiciones yo no podía viajar y me recetó una semana de reposo absoluto, antibióticos y sudar la bronquitis diagnosticada. Llamé a Diny, llamé a la emisora, mi padre envió el certificado médico de baja correspondiente, y me quedé una semana más en Huelva, en la mecedora familiar, envuelto en mantas, leyendo todo el tiempo que mi padre no pasaba conmigo: claro está que tenía que atender a sus negocios, pero apenas concluía de hacer sus gestiones en los bancos o en sus tiendas regresaba a casa para acompañarme. Y fue en esos días, de una vez para siempre, donde por fin nos contamos todo lo que nos teníamos que contar entre nosotros. Con pelos y señales.

Por fin pasó la semana, el médico dió su V°B°, mi padre y mi tío me llevaron en el auto familiar al viejo San Pablo (el aeropuerto de Sevilla antes de la Expo del 92) y nos despedimos prácticamente hasta sólo tres semanas después, en que Diny y yo llegaríamos, para pasar las verdaderas vacaciones, con la santísima trinidad infantil: Rebeca, Ricardo (hijo, y nieto) y Montserrat.

Era un domingo.

El miércoles siguiente Diny tenía que pasar casi todo el día fuera de casa, entregada a alguna de sus tareas (desde amnistía internacional hasta no sé qué). No era ningún problema porque nuestros hijos siempre han sido muy responsables y fiables. Pero de todos modos, a la hora en que yo sabía que ya deberían estar en casa de regreso de la escuela, los llamé por teléfono. Atendió Rebeca. No, ninguna novedad, sólo que había telefoneado desde Huelva el amigo del abuelo, “ya sabes, el tuerto, el del ojo de vidrio”.

Manolo Fornalino era el mejor amigo de mi padre y no me extrañó nada que me hubiese llamado: sabiendo que yo iba para Huelva dos semanas después, seguramente me quería pedir que le llevase (contrabandease) alguna de aquellas cosas que en la España todavía no europea se cotizaban mucho cuando venían de Alemania. Así es que lo llamé a su casa, para ver qué quería. No contestaba nadie. Entonces decidí hacerlo a casa de mis padres (era la hora del almuerzo) para ver si mi padre sabía lo que quería Manolo.

El teléfono de casa de mis padres estaba constantemente comunicando, llamé como una docena de veces, y siempre comunicando. La única posibilidad era que se hubiese estropeado porque entretanto mi hermana ya estaba casada y vivía en su propia casa, y mis padres sólo usaban “ese chisme” para llamadas puntuales y brevísimas. Pensé que mis padres deberían saber que su teléfono se había estropeado y llamé a casa del hermano de mi padre, de mi tío Laureano, que vivía a dos manzanas. Descolgó uno de mis cinco primos, mi primo, ahijado y tocayo Ricardo, a quien le dije que qué raro que en casa de mi padre estuviera el teléfono comunicando sin parar, y él me contestó, jamás olvidaré esas palabras, “Bueno, es que como se ha muerto el tito…”, y aún siento cómo fue que se detuvo antes de seguir porque en ese momento se dio cuenta de que ese tito que se había muerto era mi padre.

¿Qué había pasado?

Cuando mi padre y mi tío regresaron de llevarme al aeropuerto se encontraron en Huelva con que mientras me llevaban a Sevilla había fallecido su madre, mi abuela, la persona más citada por mí en toda mi vida, de una sabiduría de esas populares que te quitan las tapaeras del sentío, como decimos en Andalucía. Casi sin mencionarlo decidieron no decirme nada porque les pareció que no tenía sentido hacer que regresara al día siguiente para el entierro, a pesar de que les constaba que yo era el nieto predilecto, etc. etc. etc.

Pero después del entierro de la abuela Remedios mi padre se tuvo que meter en cama con una bronquitis parecida a la mía, él, que no se metía a la cama sino para dormir, jamás lo recuerdo enfermo. Y el miércoles mi madre le llevó a la cama la bandeja con la sopa de picadillo y el pan. “¿Y dónde está el vino, Manuela?”. Rezongando, mi madre se fue a la cocina para traerle un vaso de vino, y cuando volvió al dormitorio se lo encontró boqueando, perdido el sentido.

Quiso la casualidad que mi primo hermano Laureano, el hijo mayor de mi tío, pasara en ese momento cerca de casa y se acercara a ver cómo seguía su padrino (mi padre), y encontró a mi madre desesperada, sin saber qué hacer, y él se hizo cargo inmediatamente de la situación, llamó a Urgencias, bajó a la calle, encontró a un médico amigo que pasaba, subieron a toda prisa, pero todo fue en vano, el infarto había sido fulminante, totalmente fulminante, inmisericorde (con nosotros, quizás no con él).

Esa muerte ha sido y es para mí la mayor pérdida que he tenido en la vida, y de la que me estoy recuperando con mis nietos. Mi padre era la persona más amada por mí, y no sólo por mí, sino por su mujer, sus hijos, su hermano, su cuñada, los hijos de su hermano… y no sólo por ellos. Para citar un caso muy concreto, mi tío Laureano desde aquél día no volvió a levantar cabeza, y siempre ha sido para nosotros un misterio cómo logró sobrevivir 27 años a su hermano, que en cierto sentido era también su padre: cuando murió mi abuelo Pantaleón mi padre tenía 15 años y mi tío sólo tres, y fue mi padre quien sacó adelante a la familia, y él y su hermano eran conocidos en Huelva como “los Bada”, porque nunca se los vio separados, a todas partes iban juntos, y con ellos sus familias. Los cinco hijos de mi tío Laureano son legalmente primos hermanos nuestros, pero en la realidad son los hermanos pequeños de una familia común en que los lazos son 100% heredados de “los Bada”.

Aquel jueves con un sol de justicia (era Corpus Christi, lo recuerdo con tanta intensidad…), cuando lo llevamos de casa al cementerio, y a pesar de que era un puente donde Huelva queda deshabitada, la Plaza Niña estaba llena a tope de todos los obreros de sus fábricas de antaño, de todos los dependientes de sus tiendas pasadas y presentes, de todos sus amigos, de todos sus familiares, y todos, todos sabíamos que ése era el homenaje que se merecía un hombre que, sin retórica, sin ningún alarde, siempre fue, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Aún recuerdo la emoción con que un anciano me miró en Madrid, allá por 1961, durante los meses de mi servicio militar, en un café donde ya no sé más qué día de la semana solían reunirse los huelvanos que vivían o estaban de paso en la capital. “¿Ricardo Bada?”, me preguntó, cuando nos presentaron, “¿eres hijo o sobrino o qué eres de Ricardo Bada, el de la fábrica de zapatos?” Le dije que era su hijo y me abrazó muy fuerte: “Tu padre fue quien me sacó de la plancha del camión donde nos llevaban a fusilar a las tapias del cementerio, tu padre tenía más valor que el Guerra, hijo, hablarles así a los falangistas y decirles que él salía responsable por mí”.

Es sólo uno de los casos que cuento porque conocí a la persona. Todos sabíamos que hubo más, ¿verdad que sí, Ricardo Bada Zapata, mi padre inolvidable?

“¿Y dónde está el vino, Manuela?”. Sus últimas palabras. Genio y figura.

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

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