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George F. Will: Donald Trump es un falso republicano

Esta interesante nota de George F. Will, uno de los columnistas conservadores más respetados en los Estados Unidos, del staff del Washington Post, puede leerse en la traducción española o, inmediatamente, en el original en inglés.

América 2.1

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William F. Buckley Jr.

En cada poblado lo suficientemente grande para tener dos semáforos hay un bar al fondo del cual se sienta el Donald Trump local, concentrado en su quinta cerveza y en sus innumerables delirios. Debido a que el verdadero Donald Trump es rico, puede convertirse en un inaudito e incorregiblemente vulgar candidato presidencial. Está en su derecho de usar su riqueza como le plazca. Su precario comportamiento y su burdo tratamiento de la vida cívica son costos de la libertad que una sociedad abierta debe estar dispuesta a pagar.

Cuando, sin embargo, Trump decidió que su siguiente adquisición no sería otro casino sino la nominación presidencial republicana, él, con táctica y rapidez ejecutó muchas conversiones de conveniencia (sobre el aborto, el sistema de salud, la financiación del partido Demócrata, etc.). Su transformación demuestra que él es un falso Republicano y que no es un conservador.

Trump es un insulto a todos aquellos seguidores del proyecto que William F. Buckley iniciara hace seis décadas, en 1955, con la fundación de National Review, logrando que el pensamiento conservador fuera intelectualmente respetable y políticamente aceptable. El legado de Buckley está siendo traicionado por conservadores invertebrados que están afirmando que si bien Trump “va demasiado lejos”, él ‘ha encontrado algo” y por lo tanto…

¿Por lo tanto qué? Esta postura –si una cuasi-humillación puede ser dignificada como postura- es una receta para un desastre merecido. Recuerden, Henry Wallace y Strom Thurmond también “encontraron algo.”

En 1948, Wallace, quien había sido uno de los vicepresidentes de Franklin Delano Roosevelt, compitió como tercer candidato, oponiéndose a la reelección de Harry Truman. Su campaña se convirtió en un vehículo para, entre otros, comunistas y sus compañeros de viaje, opuestos a la política anti-soviética de Truman. Éste perseveró, los líderes sindicales limpiaron sus organizaciones de simpatizantes pro-soviéticos, y Truman fue reelecto.

Truman también ganó a pesar de que el gobernador Demócrata de Carolina del Sur, Strom Thurmond, lanzó su candidatura y le quitó al presidente en ejercicio 39 votos electorales, adoptando una postura de “Dixiecrat” (N. Del T.: Militante sureño del partido Demócrata, hoy una especie muy escasa) que protestaba por los compromisos a favor de los derechos civiles que ofrecía la plataforma Demócrata. Truman ganó porque evitó que él y su partido lucieran incoherentes y sin espina dorsal.

Los conservadores que vacilan en marginalizar de forma contundente a Trump, lo hacen porque equivocadamente piensan que si lo hacen alienarían a una sustancial cohorte republicana. Pero la hipótesis de que los “trumpistas” de hoy son republicanos no tiene fundamento y es poco convincente. Sin duda alguna varios de ellos están ligeramente vinculados a los procesos políticos, prefiriendo el entretenimiento a la afiliación. Disfrutan de las vituperaciones de su candidato, y comparten su aversión a los hechos. ¿De qué fracción del Grand Old Party (GOP) provienen los trumpistas? ¿El aparato partidista? ¿los social-conservadores? Muy poco probable.

Ellos ciertamente no son miembros del Tea Party, esos ciudadanos muy formales, orientados por temas, activistas organizadores de grupos de lectura, que se apasionan con los asuntos políticos. La aversión de Trump por la realidad pudo verse claramente durante el debate en Cleveland, cuando el periodista Chris Wallace le solicitó pruebas de su afirmación de que el gobierno mexicano estaría enviando violadores y narcotraficantes a los Estados Unidos. Trump, como es su costumbre, ofreció una simple muestra de apoplejía como argumento.

Un partido político tiene el derecho (en lenguaje que le gusta a Trump) de proteger sus fronteras. De hecho, un partido tiene el deber de excluir intrusos, incluso oportunistas cínicos perturbados por su egoísmo. Esa es la razón por la cual son defendibles –aunque no obligatorias- las primarias cerradas: que sean los militantes quienes tomen las decisiones que definen a la organización, y sean ellos quienes entreguen su posesión más preciosa, la nominación presidencial. De este modo, el Comité Nacional Republicano debería estipular inmediatamente que los siguientes debates republicanos serán abiertos, pero sólo a aquellos candidatos que juren apoyar al candidato presidencial nominado por el partido.

El grupo de aspirantes republicanos es el más impresionante desde 1980, y quizá el más rico en talento desde que el partido tuvo su primer candidato presidencial, en 1856. Pero 16 de los candidatos están siendo menguados por la asociación con el candidato 17.

Pronto la campaña se dirigirá hacia la política granular, el trabajo detallado en la calle, necesario para convencer al 1.4 % de la población nacional que vive en Iowa y New Hampshire. Intenten imaginarse a Trump en una sala de estar de una casa de Iowa con un plato con dulces en una mano y una taza de chocolate caliente balanceada sobre una rodilla, respetando las reglas de urbanidad del Medio Oeste, intentando hablar de un tema distinto a sí mismo.

La televisión, que ha hecho a Trump (él es uno de tres precandidatos que han tenido un programa televisivo, junto con Mike Huckabee y John Kasich), lo desintegrará, convirtiendo su acto en un aburrimiento transcontinental. Pero no antes de que muchos votantes hayan notado vibraciones extrañas palpitando desde el GOP.

Por ello, hoy los conservadores deberían enfrentar a Trump con la firmeza con la cual Buckley lo hizo con la John Birch Society en 1962. Tal sociedad era una extensión de un empresario lunático que afirmaba que Dwight Eisenhower era “un agente dedicado y consciente de la conspiración comunista.” En una “excoriación” (en palabras de Buckley) de 5.000 palabras, publicada en la National Review, expulsó a la sociedad del movimiento conservador.

Buckley recibió una carta de aprobación de un suscriptor que señaló lo siguiente: “Usted, una vez más, le ha dado una voz a la conciencia del conservadurismo.” La carta la firmaba “Ronald Reagan, Pacific Palisades, Cal.”

Nota Informativa: La esposa del columnista, Mari Will, trabaja para Scott Walker (uno de los precandidatos republicanos).

Traducción: Marcos Villasmil

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EL TEXTO ORIGINAL EN INGLÉS:

Donald Trump is a counterfeit Republican

In every town large enough to have two traffic lights there is a bar at the back of which sits the local Donald Trump, nursing his fifth beer and innumerable delusions. Because the actual Donald Trump is wealthy, he can turn himself into an unprecedentedly and incorrigibly vulgar presidential candidate. It is his right to use his riches as he pleases. His squalid performance and its coarsening of civic life are costs of freedom that an open society must be prepared to pay.

When, however, Trump decided that his next acquisition would be not another casino but the Republican presidential nomination, he tactically and quickly underwent many conversions of convenience (concerning abortion, health care, funding Democrats, etc.). His makeover demonstrates that he is a counterfeit Republican and no conservative.

William F. Buckley began six decades ago with the founding in 1955 of the National Review — making conservatism intellectually respectable and politically palatable. Buckley’s legacy is being betrayed by invertebrate conservatives now saying that although Trump “goes too far,” he has “tapped into something,” and therefore. . . .

Therefore what? This stance — if a semi-grovel can be dignified as a stance — is a recipe for deserved disaster. Remember, Henry Wallace and Strom Thurmond “tapped into” things.

In 1948, Wallace, FDR’s former vice president, ran as a third-party candidate opposing Harry Truman’s reelection. His campaign became a vehicle for, among others, communists and fellow travelers opposed to Truman’s anti-Soviet foreign policy. Truman persevered, leaders of organized labor cleansed their movement of Soviet sympathizers, and Truman was reelected.

He won also in spite of South Carolina’s Democratic Gov. Thurmond siphoning off Democratic votes (and 39 electoral votes) as a Dixiecrat protesting civil rights commitments in the Democratic Party’s platform. Truman won because he kept his party and himself from seeming incoherent and boneless.

Conservatives who flinch from forthrightly marginalizing Trump mistakenly fear alienating a substantial Republican cohort. But the assumption that today’s Trumpites are Republicans is unsubstantiated and implausible. Many are no doubt lightly attached to the political process, preferring entertainment to affiliation. They relish their candidate’s vituperation and share his aversion to facts. From what GOP faction might Trumpites come? The establishment? Social conservatives? Unlikely.

They certainly are not tea partyers, those earnest, issue-oriented, book-club organizing activists who are passionate about policy. Trump’s aversion to reality was displayed during the Cleveland debate when Chris Wallace asked him for “evidence” to support his claim that Mexico’s government is sending rapists and drug dealers to the United States. Trump, as usual, offered apoplexy as an argument.

A political party has a right to (in language Trump likes) secure its borders. Indeed, a party has a duty to exclude interlopers, including cynical opportunists deranged by egotism. This is why closed primaries, although not obligatory, are defensible: Let party members make the choices that define the party and dispense its most precious possession, a presidential nomination. So, the Republican National Committee should immediately stipulate that subsequent Republican debates will be open to any and all — but only — candidates who pledge to support the party’s nominee.

This year’s Republican field is the most impressive since 1980, and perhaps the most talent-rich since the party first had a presidential nominee, in 1856. But 16 candidates are experiencing diminishment by association with the 17th.

Soon the campaign will turn to granular politics, the on-the-ground retail work required by the 1.4 percent of the nation’s population that lives in Iowa and New Hampshire. Try to imagine Trump in an Iowa living room, with a macaroon in one hand and cup of hot chocolate balanced on a knee, observing Midwestern civilities while talking about something other than himself.

Television, which has made Trump (he is one of three candidates, with Mike Huckabee and John Kasich, who have had television shows), will unmake him, turning his shtick into a transcontinental bore. But not before many voters will have noticed weird vibrations pulsing from the GOP.

So, conservatives today should deal with Trump with the firmness Buckley dealt with the John Birch Society in 1962. The society was an extension of a loony businessman who said Dwight Eisenhower was “a dedicated, conscious agent of the Communist conspiracy.” In a 5,000-word National Review “excoriation” (Buckley’s word), he excommunicated the society from the conservative movement.

Buckley received an approving letter from a subscriber who said, “You have once again given a voice to the conscience of conservatism.” The letter was signed, “Ronald Reagan, Pacific Palisades, Cal.”

Disclosure: This columnist’s wife, Mari Will, works for Scott Walker.

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