Gil Lugo: El futuro del insumiso
“Aún no ha abierto la boca el que tiene que formular las preguntas más molestas”. Henry David Thoreau: Desobediencia civil
La magnífica serie televisiva Chernóbil (creada por Craig Mazin, 2019) narra el desastre nuclear que tuvo lugar en Ucrania, en 1986, tal vez el mayor de la historia. En el último capítulo, asistimos a la conferencia donde el científico Valeri Legásov, investigador a cargo del incidente, se arriesga a denunciar a las autoridades soviéticas como las causantes del desastre.
Al comienzo, el científico nuclear reconoce que la causa inmediata se debió a la imprudencia de unos burócratas que se saltaron los protocolos de seguridad. Con esto, se habrían conformado el Partido Comunista y la siniestra KGB, quienes temían que los trapos sucios fueran conocidos por Occidente. Legásov fue sometido a presiones para que se callara y dijera solo lo que era conveniente para la dirigencia. Se le tentó con los máximos reconocimientos y altos cargos.
A pesar de dichas ofertas, la conciencia moral del científico le obligó a testimoniarlo todo. Legásov reveló unas cuantas verdades inconvenientes: las condiciones generales de la catástrofe fueron creadas por los recortes presupuestarios de la administración del Estado. La consecuencia fue que no se invirtió lo suficiente en sistemas de prevención. Como represalia por sus declaraciones, se condenó a Legásov al ostracismo y a perder todo tipo de privilegios. Además, quedó sometido a un estricto régimen de vigilancia que era una especie de condena a casa por cárcel.
Cuando uno ve ejemplos como el de Legásov, parecen irrisorios los intentos posmodernos de relativizar la verdad en nombre de una tolerancia infinita. El filósofo italiano Gianni Vattimo, literalmente, ha despedido a la verdad. La verdad descalifica como correspondencia entre concepto y objeto, propia de la ciencia, pues la considera como algo violento contra los individuos.
A nuestro juicio, Vattimo se equivoca, pues parte del prejuicio de que la verdad solo puede presentarse en forma dogmática. Podemos conceder que las verdades fundamentalistas le hacen daño a la democracia, pero las verdades fundamentalistas no son la verdad. Promover el escepticismo no es la mejor forma de denunciarlas o de resistirlas.
Si Vattimo tuviese razón, la denuncia de Legásov no hubiese tenido ninguna relevancia. Ningún impacto. Habría carecido del contenido de verdad científica que era indispensable para poner a temblar al régimen soviético. Todo se reduciría a la confrontación de su opinión personal contra la opinión oficial de las autoridades. Las verdades oficiales de un régimen totalitario están basadas en la decadencia del lenguaje político.
Orwell según Thompson
A mayor opresión, mayor decadencia del lenguaje. Esto ya lo había previsto Montaigne: “el primer rasgo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad […]. Nuestra verdad de hoy no es lo que es sino aquello de lo que se persuade a los demás.” (El desmentir). En tiempos más recientes, ha sido muy destacado por George Orwell en su incisivo ensayo La política y el idioma inglés.
En dicho texto, Orwell sostiene que la prosa de naturaleza política fue creada para “hacer que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para darle apariencia de solidez a lo que sólo es viento”. Orwell estaba convencido de que la mayor parte de la elocuencia política tenía como propósito ocultar la realidad, y, para eso, utiliza eufemismos y palabras abstrusas.
Por su parte, Mark Thompson, ha escrito un extraordinario libro sobre la decadencia del lenguaje político en la actualidad: Sin palabras. Es difícil no estar de acuerdo con la mayoría de sus conclusiones, las cuales no parecen diferir mucho de las de Orwell.
De todas formas, se hace cuesta arriba estar de acuerdo con las críticas que formula al mismo Orwell. Según Thompson, el ensayo de Orwell presenta un doble defecto (Ver especialmente la sección “Una representación particular del lenguaje”). El primero es caer en el ingenuo supuesto positivista de que el lenguaje puede indicar la realidad de forma transparente. En otras palabras, Thompson le atribuye a Orwell la doctrina empirista de que hay una relación unívoca entre el lenguaje y los objetos.
No nos parece muy acertada esa observación de Thompson. Es muy probable que no sea la doctrina positivista el supuesto de Orwell. El autor de 1984 enfatiza, más bien, la intención de honestidad del emisor, quien no trata de confundir con palabras abstrusas para engañar a la audiencia, sino hablar con un lenguaje que pueda comprender el interlocutor.
El segundo defecto es que, en cuanto a la actitud del emisor, la actitud que propone Orwell, no sería muy diferente del “autenticismo”, es decir, el desequilibrio retórico que le da preponderancia al carácter del orador por encima de la racionalidad de la argumentación, cosa que hacen todos los demagogos y populistas.
Esta crítica de Thompson parece mucho más injusta. No hay nada en el texto de Orwell que permita sospechar que indique que traicione la racionalidad en nombre de una personalidad dominante. Orwell es un intelectual íntegro que no encuentra otra solución al problema político que actuar de acuerdo a los principios éticos.
En resumen, hay un par de diferencias entre Orwell y Thompson. En primer lugar, el autenticismo que denuncia Thompson es propio de un proyecto político autoritario. Por el contrario, Orwell supone un proyecto político democrático.
En segundo lugar, el autenticismo del que habla Thompson no se refiere a individuos sino a líderes políticos populistas, quienes son francos y no sinceros, y que inspiran ira y no respeto. En cambio, Orwell se refiere a individuos de gran probidad moral que se arriesgan a decir la verdad.
A pesar de eso, termina por atribuirle a Orwell una combinación clásica entre retórica y las virtudes cívicas (Sin palabras, p. 135). Se podía decir que, en Orwell, se da la aspiración a la síntesis entre la verdad, la bondad y la belleza.
La voz intrépida
La posición de Orwell se puede iluminar mejor desde dos conceptos implícitos en su ensayo arriba referido. El primer concepto es de parresia, una idea apreciada por los antiguos griegos, quienes la entendían como la valentía de revelar una opinión verdadera frente al poder. Constituye el deber de todo ciudadano hacer un diagnóstico sin tapujos de su situación, lo cual implica enfrentar a los poderes establecidos.
Es difícil concebir que pueda existir la democracia sin la verdad; especialmente su búsqueda, la misma que alababa Sócrates y por la que terminó sacrificando su vida. Esa búsqueda exige fuertes principios éticos, así como evidencias verdaderas y razonamientos válidos.
El mismo Sócrates se puede considerar el ejemplo más célebre de parresiastés, es decir, quien ejerce su libertad de palabra para decir la verdad en un doble registro. Por una parte, es verdad en cuanto se corresponde con los hechos. Por otro lado, es verdad porque es moralmente sincero, pues no oculta ni sus intereses, ni su posición ni su dignidad. Su ejercicio de expresión es un acto de trasparencia, una acción autónoma que responde a su propia conciencia y que pone como garantía a su propia existencia.
Los inconformes sublimes
El segundo concepto que arroja luz sobre el texto de Orwell es el de “insumisión”. Dicho atributo caracteriza a personas que sienten la necesidad de ejercitar la parresia, pero que, además, se distinguen por su amor a la humanidad y por colocar, en sus espíritus, los principios éticos por encima de las pasiones políticas. Se caracterizan por ser disidentes, indóciles y no-violentos.
El creador de este concepto es Tzvetan Todorov, quien, en su libro Insumisos (2016), exalta la figura de los personajes históricos que han sabido representar lo mejor de la humanidad, tales como Boris Pasternak, Nelson Mandela o Edward Snowden. Sus páginas refieren cómo el poeta ruso Pasternak pudo mantener su dignidad frente a Stalin. Y la gesta de Mandela por superar el apartheid de forma pacífica. O el ejemplo de Edward Snowden, quien se atrevió a denunciar las intervenciones electrónicas ilegales de la NSA. Ese develamiento le ha costado a Snowden exilio y persecución.
Un rasgo que caracteriza a los insumisos es que no caen en la falacia de los “enemigos complementarios”, es decir, cuando los dos bandos se niegan mutuamente la humanidad. Según Todorov, solo el insumiso no se deja arrastrar por el odio y hace un esfuerzo moral para reconocer que su adversario también es un ser humano.
El concepto de “enemigos complementarios” lo tomó Todorov de Germaine Tillion, una humanista que participó en la resistencia francesa contra la invasión alemana, pero nunca quiso rendir su sentido de humanidad a pesar de las atrocidades que vio cometer a los nazis.
La esperanza evolutiva
Chernóbil es la gesta quijotesca de un sujeto esclarecido contra un régimen totalitario y sus sistemas represivos. Dicho sujeto encarna la combinación del concepto de insumisión con el concepto de parresia, pues si bien supone la valentía en denunciar, le agrega el negarse, en nombre de una solidaridad universal, a cualquier forma de deshumanización.
Esta gesta resuena positivamente con las palabras de Buckminster Fuller: “Nuestra supervivencia no dependerá de sistemas políticos o económicos. Dependerá del coraje del individuo para decir la verdad, y para hablarla con amor y no de manera destructiva » (entrevista con Norie Huddle, 1981).
Estas palabras de Fuller son proféticas, pues colocan el porvenir del mundo en buenas manos. La redención no está a cargo de las ideologías, sino de su eventual denuncia por individuos honestos y valientes, héroes cívicos que no teman ser difamados con el rótulo de “un enemigo del pueblo”, como se intitula la obra teatral de Ibsen, donde un médico arriesga todo por denunciar las aguas infestadas de la ciudad balneario donde vivía.
Si bien hay nubes oscuras en el horizonte, amenazas contra la democracia, crisis ecológica y pandemias, podemos ver el futuro con la esperanza que siempre habrá personas, como Legásov, dispuestas a sacrificarse para que la humanidad no solo pueda sobrevivir sino también vivir una vida más plena.