Goytisolo y Joyce
Eduardo Arroyo, «Feliz quien como Ulises ha hecho un largo viaje (II)»
De entre los muy variados aspectos que comprende el inmenso legado que nos ha dejado Juan Goytisolo –fallecido en Marrakech el pasado 4 de junio– no es menor el de su contribución a la renovación de las letras españolas, especialmente de la novela. Junto con Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos (1962), Señas de identidad, de Goytisolo (1966), supuso un punto de inflexión para romper con la estética realista imperante e introducir en el panorama patrio nuevos aires narrativos que se resistían a llegar. James Joyce, en este sentido, fue fundamental, tanto para Martín-Santos como para Goytisolo, que acusaron y reconocieron su influencia.
En junio de 2004, el Círculo de Bellas Artes de Madrid organizó una exposición –Joyce y España, de la que fui comisario– que no conmemoraba la publicación de una obra ni la fecha de nacimiento o muerte de un autor, sino el centenario de un día de ficción: el Bloomsday (16 de junio de 1904), las 24 horas en las que Leopold Bloom, el protagonista del Ulises de Joyce, recorre las calles de Dublín. No dudamos en pedir a Goytisolo para el catálogo de la muestra sus recuerdos y lecturas de Joyce, que tanto le marcaron. Es un texto poco conocido, que no parece estar en ninguna antología del autor, ni siquiera en la web, y que queremos recordar a modo de homenaje. Se publica, además, coincidiendo con un nuevo Bloomsday, el primero que celebramos sin Juan Goytisolo.
Un territorio literario desconocido, por Juan Goytisolo
Leí a Joyce por primera vez a los diecinueve años. Un amigo barcelonés, inscrito como yo en la Facultad de Derecho y apasionado también de la literatura, me prestó un ejemplar de El artista adolescente, en traducción española de “Alfonso Donado” –Dámaso Alonso no había osado firmarla– y con un sugestivo prólogo de Antonio Marichalar, impreso en 1926 y prohibido desde el alzamiento militar por la censura franquista. Inútil decir que su lectura me impresionó: educado, como Stephen Dedalus, en un colegio religioso de las características del que Joyce nos pinta, disfruté de cada página con esa intensidad que sólo procuran las obras maestras, ya sean de Sterne, de Flaubert o de Proust. La minuciosa descripción de los Ejercicios espirituales ignacianos reproducía párrafo a párrafo, casi en tiempo real –a los que un lector como yo podía agregar el tono de voz, el gesto y la mímica–, el discurso destinado a aterrorizar a las mentes jóvenes e inexpertas a fin de sujetarlas de por vida a los preceptos de papel de la Iglesia de Roma y mantenerlas en un estado de enfermiza culpabilidad. Casi un siglo antes, Blanco White había descrito también, con singular eficacia narrativa, las prédicas del padre Vega en La Cueva Sevillana, de idénticos recursos melodramáticos y escenificación terrífica, pero Joyce no conocía desde luego la obra de su remoto predecesor. Con esa extraordinaria capacidad para captar los registros de voz –capacidad que luego extendería al murmullo polifónico de Bloom–, el retiro espiritual del padre Arnell, sobriamente descrito con su “pesado manteo, la cara pálida y consumida y una voz cascada de reumático”, será el punto de partida de la rebeldía de Stephen y de su voluntad de alejarse para siempre –aunque sin olvidarla nunca– de la sociedad opresora en la que se crio.
Los retratos de Gente de Dublín –núcleo seminal de la posterior obra joyciana– me atrajeron igualmente con fuerza, pues respondían, al menos en parte, al canon literario que conocía y al que me esforzaba en seguir en mis pinitos de escritor. Por esta razón, cuando me sumergí dos o tres años después en la lectura de Ulises, editado en Argentina con una muy meritoria traducción de Salas Subirat, mi primera impresión fue de desconcierto, como si el suelo de la novela fallara bajo mis pies. El mal llamado “monólogo interior” de Bloom, me introducía en un territorio literario desconocido y, a cada paso, debía detenerme y volver atrás, para estar seguro de seguirle la pista y asimilar con provecho lo que leía. Joyce, como todo innovador auténtico, impone la relectura: en la superación de sus dificultades radicaba precisamente mi goce de lector.
En diversos pasajes de la obra quise adiestrar el oído a su escucha, pero el español bonaerense no me lo permitía: leía el texto, mas no escuchaba su música. Recurrí entonces a la traducción francesa de Valery Larbaud y mi frustración fue la misma. No obstante la escrupulosa fidelidad del amigo y discípulo de Joyce, me sentía tan insatisfecho como en la lectura de su versión argentina: el genio de una lengua se adapta difícilmente al de las demás cuando el lenguaje asume el verdadero protagonismo de la narración.
Mi certidumbre se confirmó el día en que me enfrenté por fin al original, en la edición de John Lane, impresa en 1952, un ejemplar que pertenecía a Monique Lange y del que nunca me separo. Dicha edición contiene una serie de apéndices ilustrativos de la lucha de Joyce contra el poder castrador de la censura a lo largo de una década: el escrito de protesta de los mejores escritores de la época de la edición mutilada de la novela, publicada en Estados Unidos sin la autorización del autor, entre cuyos firmantes figuran Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes y Miguel de Unamuno, amén de Antonio Marichalar; la carta del propio Joyce al editor (y censor) estadounidense; las actas de la resolución del Tribunal de Nueva York sobre la presunta obscenidad del texto. Como los asiduos de la obra joyciana saben, Ulises fue impreso primero en 1922 y 1923, en ediciones numeradas de mil, dos mil y de quinientos ejemplares, hasta que la audaz propietaria de la librería parisiense Shakespeare and Company, la ya inmortal Sylvia Beach, se lanzó a la aventura de publicarlo en edición normal un año después. La primera edición sin cortes no se imprimió en Norteamérica sino en 1934 y en Inglaterra, dos años más tarde.
El forcejeo de Joyce con la censura puritana, había comenzado mucho antes. Como recuerda Richard Ellmann en su exigente y rigurosa biografía del autor, la impresión de Gente de Dublín fue adquirida íntegramente por un desconocido que a continuación la quemó. La eterna enemistad del poder con la literatura se cobró numerosas víctimas durante la primera mitad del pasado siglo, no sólo en la Alemania nazi, la Rusia de Stalin y la España de Franco, sino también en los países anglosajones.
La revolución del Ulises sacudió la novela de su tiempo y, como un movimiento sísmico, se extendió por el mundo literario de Europa y Estados Unidos. Sin ir más lejos, la obra de Faulkner, Svevo y Beckett no hubiera sido posiblemente sin ella. En España, su recepción fue mucho más tardía y no se manifestó con provecho hasta Larva, la fascinante y compleja novela de Julián Ríos.
Se ha hablado mucho en nuestros predios del “monólogo interior” joyciano. A mi entender, el término acuñado por la crítica al uso peca de una inexactitud y, consciente de su dudoso estatus, lo he empleado siempre con cierto desasosiego. Antonio Marichalar, nuestro primer estudioso del Ulises, acertó plenamente en su análisis, expuesto en el ante citado prólogo a la traducción de El artista adolescente:
Si prestamos atención a un soliloquio de esta clase, pronto percibiremos, en un manso fluir de su curso, un nutrido y confuso clamoreo, causado por la pluralidad de voces que se alzan por dondequiera y que, aunque forman una sola, denuncian la existencia de un tupido trenzado de cruces y contactos en apresurada sucesión.
Exacto: en la narración joyciana, como en Faulkner y en otros escritores entre los que modestamente yo me incluyo, el supuesto monólogo pasa de una voz a otra sin salir del autor mismo: es el reino de la polifonía, a la escucha de las voces del mundo, tal y como proponía Kart Graus.
La recepción de Ulises en España en el transcurso de las últimas décadas va ligada estrechamente a la labor crítica y novelesca de Julián Ríos. La bellísima edición del Círculo de Lectores, con dibujos de Eduardo Arroyo, es un espléndido homenaje al humor e inventiva del autor irlandés, homenaje coronado con la publicación de Casa Ulises en 2003. El lector de Joyce tiene el singular privilegio de acompañar al autor de Monstruario y La vida sexual de las palabras en su solitario “viaje al fin de la noche” de Dublín, en el que, pieza por pieza y galería por pasadizo, rehace el laberinto verbal de la Odisea de nuestros tiempos, esa singular Enciclopedia de conocimientos que es la obra de Joyce.