Granés: El progresismo y el poder
A pesar de haber sido una mujer de de su tiempo, moderna, enemiga de los patrioterismos y amiga de la Revolución cubana, la crítica de arte colombo-argentina Marta Traba siempre fue muy hostil con el progresismo. El arte progresista, decía, no era ni academia ni revolución, sólo una actitud paralizante. La exaltación de la víctima y del personaje vernáculo le resultó siempre enojosa, simple demagogia. Todo esto lo afirmaba ella, una mujer libre de cualquier conservadurismo, porque seguramente se había dado cuenta del paradójico efecto que había tenido el arte progresista latinoamericano. Buena parte de él fue cooptado por los tiranos nacionalistas de los años 30 que, mientras ejercían un mando arbitrario en sus países, abrillantaban su imagen con la lucha popular y la defensa del indio o del campesino.
El ejemplo del PRI mexicano y de sus muralistas, revolucionarios al servicio del poder institucionalizado, es tan evidente que no merece la pena evocarse. Más revelador es el del salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, el déspota que después de arrasar con entre 10.000 y 30.000 indios pipiles durante el levantamiento agrario de 1932 se convirtió en el gran promotor de la literatura y del arte indigenistas. Las prácticas artísticas progresistas, lejos de perturbar, les venían muy bien a los caudillos nacionalistas que vendían su liderazgo autocrático como una reivindicación del pueblo o del personaje vernáculo. Getúlio Vargas fundaba el Estado Novo inspirado en Mussolini, mientras promocionaba los cuadros y murales de Candido Portinari con escenas de campesinos y pescadores negros; Manuel A. Odría apadrinaba al indio y tomaba el lugar de Lázaro Cárdenas como promotor del indigenismo en el continente, mientras perpetuaba una de las dictaduras más grises que atormentaron al Perú. La causa progresista, paradójicamente, podía convivir a las mil maravillas con el poder despótico.
Si damos un salto temporal y observamos lo que está ocurriendo hoy en día con la nueva versión del progresismo, el “wokismo” yanqui que vuelve, como en los años 20 y 30 latinoamericanos, a poner el énfasis en las identidades y en las víctimas, nos encontramos con similitudes desconcertantes. Ya no son los dictadores los que están cooptando el arte identitario ni la causa reivindicativa, sino las grandes compañías. Es verdad que los políticos también pelean por adjudicarse la etiqueta de progresista, pero son sin duda las empresas las que con más facilidad han hecho suyo —de nuevo a través de la imagen, aunque ya no artística sino publicitaria— todo el mensaje antirracista, climático, feminista y pro-LGTB importado de Estados Unidos. Wokeconomics, se llama. Y hay una razón bastante obvia que explica este fenómeno. Mientras la justicia, la igualdad y la solidaridad cuestan dinero, el progresismo es gratis. No cuesta un centavo. Basta con asumir un discurso, unos símbolos y un moralismo punitivo para autocertificarse como representante de las causas nobles.
Marta Traba tenía razón: aquél discurso no moviliza nada. Paraliza. Apuntala el poder y el statu quo sacando lustre a liderazgos y a marcas. Si el indigenismo se adaptó muy bien al caudillaje nacionalista, el “wokismo” se adapta hoy, y muy bien, al poder económico y al consumismo.