Un mural del expresidente Salvador Allende, en ocasión de los 50 años del golpe militar en Chile. // Foto: EFE
Entre los muchos traumas históricos de América Latina, el suicidio de Salvador Allende tiene elementos particulares que explican su pervivencia en el tiempo. Una de las razones, quizás la más importante, era lo extraño que resultaba el personaje en medio de la fauna política latinoamericana. Marxista, sí, pero con gustos burgueses, lo animaban dos ideales incompatibles o que al menos no casaban bien en la realidad latinoamericana: la democracia y el socialismo. Esas propuestas habían estado en campos enemigos, y quien quería el socialismo pensaba en la revolución, no en los votos, y quien pensaba en la democracia podía querer un gobierno de izquierdas, como el del venezolano Rómulo Betancourt, pero no estatista.
La gran utopía de Allende fue inventar una vía chilena que se alejara de la asonada guerrillera y de la dictadura castrista, pero que tuviera el mismo alcance y los mismos efectos del modelo socialista. La ley para expropiar las tierras, el consenso parlamentario para nacionalizar las fábricas, la unidad nacional para tomar el control de la educación, la libertad de prensa para convencer de las virtudes de la estatización: Allende quería la cuadratura del círculo.
Lo más significativo es que no se engañaba. El líder de la Unidad Popular sabía que aquello sólo era posible con un triunfo inapelable en las urnas, con un apoyo mayoritario que demostrara la convicción profunda del país en su proyecto. Su victoria, sin embargo, fue pírrica. Apenas un 36,63% de los votos, insuficiente para cambiar un país desde sus cimientos. Allende debió saberlo porque hasta Castro se lo dijo: sin un Estado fuerte no había control de la economía, ni de los «reaccionarios» y «explotadores» ni de nada. La grandeza de Allende fue no hacerle caso y mantenerse fiel a los principios democráticos; su gran error, no reconocer la magnitud del desastre que ya asfixiaba a Cuba ni prever la brecha enorme que sus medidas abrirían en la sociedad chilena.
Es cierto que desde el minuto uno Allende lo tuvo todo en contra, empezando por los gringos, que hicieron todo lo posible para hacerlo fracasar. Planearon un golpe de Estado que acabó en tragedia, y aportaron el dinero que permitió a determinados sectores, como los transportistas, magnificar el tamaño de las protestas y detener el país. También es cierto que las políticas de Allende tuvieron un efecto nocivo y que nada, ni el encarecimiento de la vida (163%) ni la parálisis del aparato productivo ni las voces opositoras, lo hizo recular. Si la ideología y la realidad no se acoplaban, peor para la segunda. Al igual que con la democracia, Allende estaba dispuesto a ser fiel al socialismo hasta el final.
Y entonces vino la tragedia: lo que empezó mal, acabó peor. La solución al desatino de Allende fue la violencia, el remiendo fue el crimen. Aunque vaciló, Pinochet se unió a los conspiradores y dio luz verde a un golpe de Estado que, lejos de solucionar el conflicto ideológico, abrió una herida criminal de dimensiones inconmensurables. De medirse en tiempo, ya cumple medio siglo y como si hubiera sido ayer. Los rencores siguen vivos, las mitologías siguen vigentes, y tanto sectores de la izquierda como de la derecha se ven reflejados en los protagonistas de aquel 11 de septiembre de 1973: Allende el redentor de los oprimidos o Pinochet el salvador de la patria. El problema es que con esos espejismos Latinoamérica no va para ninguna parte.
Cuando hay ideas, hay futuro. Cuando no, el recurso de los políticos es buscar referentes en el pasado, las fábulas, los traumas enquistados, y actualizarlos o capitalizarlos en el presente. El exceso de memoria es un síntoma inequívoco de cierta incapacidad para ilusionar con proyectos a futuro. Es un problema generalizado en todo Occidente –vivimos una época que busca obsesionada los orígenes del mal en la historia- pero que en América Latina resulta crónico. Las dictaduras militares de los setenta, que fueron el punto más bajo al que llegó el continente en su vida republicana, están siendo reivindicadaso reinterpretadas por derechistas como Bolsonaro, Kast o Milei. Y el castrismo, que no se queda atrás en vesania ni estupidez criminal, sigue siendo intocable y vanagloriado por izquierdistas como Francia Márquez, Petro, López Obrador, Lula, Maduro u Ortega.
El pasado no pasa. El siglo XX sigue vivo porque no hay líderes nuevos, con ideas nuevas, capaces de librarse de la imagen y del peso de esos referentes. Al lado de déspotas como Castro o Pinochet, alguien que muere por la democracia, como Allende, brilla. Pero eso no borra los muchos errores que cometió. Mejor sería permitirle descansar como lo que es, un hombre de carne y hueso con virtudes y defectos, y dejar de tirarnos de los pelos por causas que no dieron resultado en el pasado y que no los darán en el presente y mucho menos en el futuro. Tal vez esa sea la prueba máxima para los latinoamericanos: dejar atrás los traumas del siglo XX para empezar a pensar cómo gobernarnos con más sensatez en el XXI.