Guy Sorman: La guerra de Taiwán no tendrá lugar
Los líderes de Pekín, herederos de los emperadores más que de Marx y Lenin, tienen el sentido de una larga historia
Las maniobras militares chinas y estadounidenses alrededor de la gran isla de Taiwán no presagian una guerra inminente. Todo lo contrario. Me parece, más bien, que exhiben su poder para no tener que utilizarlo. Todo el mundo conoce el coste de la guerra, que siempre es superior a lo previsto, y nadie calcula de antemano los beneficios que se derivarán de ella. Del lado estadounidense, por tanto, la estrategia es claramente defensiva: exhibe su equipo y su determinación verbal. En esa lógica, se refuerzan alianzas con vecinos a los que China amenaza, como Corea del Sur, Japón, Filipinas, Australia e India. Si la China de Pekín atacara a Taiwán o bloqueara el Pacífico Sur, se enfrentaría a una coalición asiática, ya que Rusia, actualmente está rodeada en Ucrania.
Los estadounidenses tienen una marcada preferencia por el ‘statu quo’; refuerza su función de policía del Pacífico y garantiza sus suministros, principalmente de microprocesadores y baterías eléctricas. Los soldados estadounidenses ya no quieren luchar en un conflicto que sería prolongado y complejo. También recuerdan que el Ejército estadounidense ha perdido todos los conflictos locales desde la Segunda Guerra Mundial: fracaso en 1949 contra el Ejército de Mao Zedong; fracaso en la reunificación de Corea en 1950; fracaso en Vietnam en 1975; en Cuba y en Afganistán, fracaso total; y parcial en Siria y en Irak.
Los únicos éxitos de Estados Unidos, desde 1945, no son militares, sino económicos, ideológicos y culturales. El más significativo, el final de la Guerra Fría, no se logró en un campo de batalla, sino como consecuencia del hundimiento interno de la Unión Soviética, amplificado por Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin. Rusia, desde 1991, se ha convertido en una potencia débil, con una población en declive y una economía primitiva; ese es el historial de Putin. Los estadounidenses y los europeos no han contribuido. La OTAN ha demostrado así su eficacia como estrategia de disuasión y no de ataque. Lo que Estados Unidos está reconstituyendo en este momento es una OTAN asiática, cuyo objetivo es China.
Y China, por su parte, ¿está planteándose la guerra? Hay muchas razones para dudarlo. Los líderes de Pekín, herederos de los emperadores más que de Marx y Lenin, tienen el sentido de una larga historia. Saben que su país no tiene tradición militar y que todos los conflictos contemporáneos en los que se ha aventurado China –contra Japón en 1895, contra Vietnam en 1979, contra Corea del Sur en 1950– terminaron en desastre. Se me objetará que ya no es el mismo Ejército chino; pero sigue siendo la misma China, con la misma tradición. Así lo resumió el respetado fundador de la estrategia china, Sun Tzu (‘El arte de la guerra’, publicado en el siglo V a. C.): «Las verdaderas victorias son aquellas por las que no luchamos».
La doctrina de Sun Tzu todavía es válida para Taiwán. Los dirigentes megalómanos de Pekín están obsesionados con Taiwán y amenazan constantemente con conquistarlo, pero dudo que luchen por ello. Saben que estarían rodeados por la ‘OTAN oriental’, y que una conquista militar sería tan improbable como la de Ucrania por parte de los rusos. ¿Y qué sentido tiene conquistar un territorio minúsculo en comparación con China, cuya población huiría a Singapur, Australia y Estados Unidos antes que caer bajo la tutela del Partido Comunista? Los taiwaneses se irían al exilio con su experiencia industrial, la primera del mundo en el sector informático. Y el ataque a Taiwán provocaría un desastre económico en el continente chino, porque los principales inversores en China son los taiwaneses. Trasladarían sus fábricas a países vecinos y competidores, como Vietnam e Indonesia; es más, ya han empezado a hacerlo, por precaución.
Los líderes de Pekín lo saben. ¿Pero son racionales? ¿Sacrificarán sus intereses para obtener algún prestigio militar al azar? Una vez más, la historia de China me lleva a creer en su racionalidad; la prioridad de Xi Jinping, como la de sus predecesores desde Deng Xiaoping en 1979, sigue siendo el desarrollo económico. Este se basa enteramente en la globalización del capital, el comercio y el conocimiento. Por lo tanto, cualquier intento de conquistar Taiwán quebraría instantáneamente los resortes del crecimiento chino. Sin embargo, por habitante, China sigue siendo un país pobre, algo que el Partido Comunista Chino sabe y tiene muy en cuenta.
Este panorama, a grandes rasgos, es más conocido en Asia que en Europa. Los más conscientes de ello son los propios taiwaneses, que no se muestran especialmente preocupados. Saben que, por encima de todo, los dirigentes de Pekín desean enriquecerse y ser respetados de igual manera que antaño, cuando los embajadores europeos debían inclinarse ante el Emperador.
Mi análisis, se me dirá, es demasiado racional y no tiene en cuenta un error de maniobra siempre posible durante un ejercicio militar. Es cierto, pero me parece que el riesgo viene del lado occidental y no del lado chino. Cada declaración intrascendente de un líder occidental sobre Taiwán (Macron, por ejemplo, declarando repentinamente que Europa no debe seguir en Asia los pasos de Estados Unidos) refuerza la postura china. La solidaridad en torno a Taiwán es la mejor garantía de paz, igual que en Ucrania es la garante de la victoria frente a Putin. Debemos desconfiar también de los aspavientos de lo que el presidente Eisenhower llamó, en 1960, «el complejo militar-industrial estadounidense», cuyo negocio es la guerra. El régimen político de Pekín es una ignominia, pero contener al dragón exige no provocarlo innecesariamente con fanfarronadas irreflexivas.