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Guy Sorman: ¡Vuelva, señor Kissinger!

A Kissinger solo le importa la realidad, no el idealismo. La paz, ha dicho y escrito muchas veces, y lo repite estos días en Nueva York, solo puede basarse en el reconocimiento de los Estados, por muy odioso que nos resulte su régimen

 

CARBAJO&ROJO

 

En Nueva York no dejo de visitar a un monumento ineludible, Henry Kissinger, que acaba de celebrar su centenario. Al tener el honor de conocerlo desde hace 35 años, temo encontrarlo disminuido por la edad. No lo está en absoluto. No se le escapa ninguna novedad, desde Ucrania hasta la inteligencia artificial. Sigue siendo el diplomático dominante del siglo, historiador, estratega y estadista a la vez. Kissinger es único en nuestro tiempo, nos guste o no. Confieso que su indiferencia por los derechos humanos, particularmente en China, nunca ha dejado de ofenderme. A pesar de mi insistencia, se negó a interceder ante los líderes de Pekín, a los que está próximo (demasiado próximo), para que liberaran a Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz. Pero me acostumbré a la distinción de papeles: él es un estadista responsable y yo un intelectual que solo influye con sus manuscritos.

La política pasada de Kissinger ya no es unánimemente aceptada, bien se trate de la decisión de bombardear Camboya en 1972 (decidió Richard Nixon, aconsejó Kissinger) o apoyar -o al menos permitir que ocurriera- el golpe de Estado del general Pinochet contra Salvador Allende. ¿Era realmente necesario obligar a Israel a abandonar el Sinaí o Egipto? Es innegable que este chantaje de Kissinger condujo a la paz entre los dos beligerantes. ¿Era necesario, a instancias suyas, abandonar a Taiwán para establecer relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y China? Aún no lo sabemos, pero la inversión estratégica, organizada por Kissinger, no era más que un reconocimiento de la realidad.

A Kissinger solo le importa la realidad, no el idealismo. La paz, ha dicho y escrito muchas veces, y lo repite estos días en Nueva York, solo puede basarse en el reconocimiento de los Estados, por muy odioso que nos resulte su régimen. Y añade que podemos apoyar con nuestros discursos los derechos humanos en China o en el mundo árabe, pero, al final, son los árabes o los chinos quienes deciden.

¿Cómo aplica Kissinger su ‘realpolitik’ a la guerra de Ucrania? Sus observaciones (las compartió con la revista británica ‘The Economist’) resultan inquietantes, sin duda porque ahora es un espíritu libre al que no embriagan ni el poder ni la opinión pública. Por lo tanto, es el único que se preocupa abiertamente de que Ucrania disponga pronto del Ejército más sofisticado del mundo sin tener la menor experiencia histórica de guerra y estrategia. Nadie, excepto Kissinger, ha observado cuánto enriquece esta guerra a la industria militar estadounidense.

¿El ‘complejo militar-industrial’ que el presidente Eisenhower denunció en 1962 podría estar detrás de Joe Biden, partidario del conflicto? Kissinger sonríe tras sus grandes gafas de concha y no contesta. Lo que le importa, sobre todo, es proponer una estrategia para salir de la crisis: ha escrito a menudo que nunca hay que entrar en una guerra sin preguntarse cómo se sale de ella.

Le parece evidente que habrá que negociar con Rusia y que la intransigencia de Ucrania sobre la integridad de su territorio solo puede ser una postura de combate. Los rusos, afirma Kissinger, nunca abandonarán Sebastopol, la principal ciudad de Crimea, completamente rusa, y su principal base naval. Pero, ¿qué se puede dar a Ucrania a cambio? Su adhesión a la OTAN, propone Kissinger, que los ucranianos no piden actualmente.

En verdad, Ucrania le parece un conflicto menor frente a un riesgo de enfrentamiento entre Estados Unidos y China. La coexistencia de estos dos grandes ha ocupado toda la carrera del Querido Henry, como le llamaban los periódicos estadounidenses. Un enfrentamiento sería dramático y Kissinger lo considera infundado: los chinos no quieren sustituir a Estados Unidos, quieren que reconozcamos el lugar que les corresponde y su dignidad. El lenguaje beligerante antichino, que emana más de Estados Unidos que de Europa, viene del hecho de que no nos hablamos. La ausencia de diálogo, la ausencia de interlocutores de calidad, le parecen a Kissinger la verdadera fuente de malentendidos y el principal riesgo de un conflicto evitable.

¿Y Taiwán? En sus memorias, Kissinger relata y confirma (el pasado enero, en presencia de una delegación coreana) una anécdota que le es querida. Al encontrarse Mao Zedong y Richard Nixon, Mao respondió a la pregunta sobre Taiwán: «Taiwán es China, pero no tenemos prisa. ¡En un siglo tal vez!». Si un nuevo Kissinger hiciera esta misma pregunta a Xi Jinping, probablemente obtendría la misma respuesta. «En un siglo». Kissinger cree en la virtud de los grandes estadistas… y de sus asesores. Ellos son los que hacen historia: Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt, Volodimir Zelenski…

Kissinger, por tanto, no cambia, incluido su narcisismo. Le perdonamos de buena gana, pues su vanidad se ve atenuada por un humor incomparable y templada por un acento alemán que nunca ha perdido, después de 85 años en Estados Unidos. Antes de despedirme, sin duda para demostrarme que su memoria está intacta, Kissinger me recordó que en 1995 lo condecoré con una medalla del municipio de Boulogne-Billancourt, del que yo era vicealcalde delegado de Cultura. Sabía que le encantaban las condecoraciones, pero nunca le dije que había creado esa medalla especialmente para él. Habría sido indecente dejarlo marchar sin una condecoración.

 

 

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