Hasta ahí Podemos llegar
De todos los consejos perversos que dio Wilde, ninguno más sabio que ese que prescribe cuidado con lo que deseamos, porque podría cumplirse. De tanto desear el ‘sorpasso’, a Pablo Iglesias quizá se le conceda en junio entre fúnebres tañidos. Pero el castigo podría ser más cruel todavía: podría tener que gobernar. Duro golpe para el futuro de su formación, porque el populismo no está pensado para tomar decisiones y pactar medidas en mundo complejo, es decir, para ejercitar la razón adulta, sino para flotar en la inocente espuma de los botellines y colocar a los colegas en el primer cielo presupuestario que consigas asaltar.
El populismo, como el independentismo, es un movimiento que crece a condición de que no llegue a ningún sitio, sino que marche siempre en las filas prietas de la ilusión. Lo malo es que al final de la escapada aguarda un cierrabares de la troika, un señor de gris sobre fondo rojo que se presenta a cobrar la factura del festival. A Tsipras se le presentó en verano y desde entonces no ha parado de derechizarse, que para ese viaje, claman ahora los griegos en las encuestas, nos quedábamos con Samaras y nos ahorrábamos un año de espeleología por los subsuelos de la ruina. Dentro de España a nadie se le da ese papel como a Montoro, razón de que el independentismo catalán esté reculando como la celebrada figurita de los belenes locales. A dos llamadas de Standard & Poor’s está Junqueras de bajarse al Rocío en la carreta de Bertín.
Por eso entendemos muy bien la mazurca interpretada por el bueno de Kichi, que se ha emocionado encima y seguramente también a Spielberg, empapando la silla consistorial de cursilería. Desahoga el roussoniano alcalde su frustración contra los que «no miran a los ojos y solo saben cifrar» y podemos entenderle, porque uno no se mete en política para cuadrar cuentas sino para construir pueblos, como mínimo. Pero ocurre que andan por ahí sueltos unos cabrones empeñados en no dejarnos soñar con el dinero de todos.
Atisbamos aquí el doloroso fin de la épica del derrotado que tanta rentabilidad moral ha dado a la vieja izquierda. Hasta ahora un comunista podía echárselas de víctima del Sistema, de perdedor insobornable, de estilita ético erguido en mitad de una escombrera de ideales barridos por la historia. Pero ¿qué pasa si se gana? Ah, amigo. Cuando la virginidad ideológica pase la prueba del pañuelo del poder, que como todo el mundo sabe es un putiferio, a ver cómo seguimos defendiendo la pureza. «Se vive muy cómodo siendo fiel a tus principios sabiendo que vas a ser minoritario«, protestaba Iglesias por la época en que tildaba a IU de pitufo gruñón. Ahora él aplica las consejas de papá pitufo, es decir, de Julio Anguita. A mi juicio está coqueteando demasiado con la victoria. Mira que si al final de la broma hay que acabar gobernando y marcándose un Tsipras. Qué desastre. Su sigla será al final más aborrecida por los pobres, que son los que pagan los experimentos sin gaseosa, que por los ricos, quienes disfrutarán del incendio como nerones.
Cabe una esperanza para Podemos. Su líder acredita solvencia en la venta de humo: primero nombró ministros de un gobierno ficticio, después renunció generosamente a un cargo que no tenía y por último otorga a IU escaños que aún no ha ganado. Quizá todo esto no sea más que otro gigantesco ‘macguffin’, una práctica universitaria que se ha ido de madre para que le convalidaran esa plaza fija de profesor de Políticas que tanto se resistía.