Hay que decidir si España tiene himno o sintonía
Cantar o no cantar, esa es la cuestión
A principios de los años setenta un argentino, Waldo de los Ríos, hizo unos arreglos nada menos que a la Novena sinfonía de Beethoven. Un joven cantante español al que le tiraba el rock interpretó esa canción en su segundo álbum. Contra todo pronóstico —o seguramente no tanto dada la calidad del compositor, del arreglista y del cantante—, aquella canción de Miguel Ríos se convirtió en un éxito mundial. Fue número uno en Alemania, Austria, Australia y Estados Unidos y estuvo entre los diez primeros puestos en Francia y en Holanda. En 1971, con medio mundo tarareando la pieza, el Consejo de Europa propuso adoptar la melodía como himno europeo. Posteriormente, el mítico director austriaco Herbert von Karajan escribió tres arreglos para solo de piano, viento y orquesta sinfónica. Y en 1985, los jefes de Estado y Gobierno de la Unión Europea acordaron que fuera el himno de Europa. De modo que entre un genio alemán, un músico argentino, un rockero español —granaíno— y un director de orquesta austriaco se creó el himno del proyecto de integración democrática más importante del mundo.
Seguramente ninguno de ellos —menos tal vez Karajan, quien trabajó por encargo del Consejo de la UE— tenía en mente cuando componían, arreglaban o cantaban que estaban participando en un megaproyecto de construcción de identidad. Para ellos era música a la que cada uno en su estilo dedicó —y alguno afortunadamente dedica— su vida. Pero la música, como todo lo importante en la vida, no se puede vivir sin pasión. Si Beethoven hubiera compuesto de cualquier manera, De los Ríos y Karajan arreglado sin cuidado o Miguel Ríos cantado sin interés, Europa seguramente hoy tendría otro himno. O ninguno.
Los himnos son para cantarlos. Y con pasión. Esto lo sabían los antiguos griegos que entonaban el Peán antes de entrar en combate, más tarde los cristianos, que llevan dos mil años cantando himnos en el templo y después los padres de las naciones hijas de la Ilustración que quisieron dotar de vida a sus proyectos. Un himno, del tipo que sea, es antes que nada un canto coral. En todo el mundo se canta al pueblo, a la región y a la nación. Y, por supuesto, al equipo. Los únicos himnos que no se cantan son los de España, San Marino, Bosnia y Kosovo. Hasta la Champions tiene un himno oficial que se canta —“The Champioooons…”— y uno oficioso —We are the Champions—.
Marta Sánchez, madrileña de origen gallego, ha tomado un himno que oficialmente no tiene letra y ha compuesto una canción. Le ha hecho unos arreglos —ha transformado una marcha en una balada—, ha volcado en los versos una experiencia personal y le ha echado pasión. Antes ya lo hicieron un jienense, Joaquín Sabina, un bilbaíno, Jon Juaristi, un ciudadrealeño, Paulino Cubero, un gaditano, José María Pemán y un barcelonés, Eduardo Marquina.
¿Es necesaria una letra? Si queremos que España tenga un himno, sí. Si queremos que tenga una sintonía, no. Cantar o no cantar, esa es la cuestión. Nacional.