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Héctor Abad Faciolince: Cine, ciencia, literatura y color

La calidad de una novela o de una interpretación actoral, la corrección de un teorema matemático, no dependen de si el novelista, la actriz o el matemático son hombre o mujer, ni de si su piel es blanca, negra o canela. Pero una cosa es la calidad de una obra y otra su recepción: en la recepción del trabajo (bien sea literario, científico o cinematográfico) sí pueden influir los prejuicios humanos, y predisponer en contra o a favor, según si el científico, el actor o la novelista son hombre o mujer, blanco o marrón.

En la literatura, para evadir un prejuicio machista en contra de los libros escritos por mujeres, hay muchos casos de escritoras que firmaron con nombres masculinos. Una de las más grandes novelas de la historia, Jane Eyre, fue firmada al principio por un tal Currer Bell, y solo cuando esta fue aclamada por los lectores se empezó a reeditar con la verdadera identidad de su autora: Charlotte Brontë. Mary Ann Evans ingresó en mundo de las letras con un ensayo irónico (“Silly Novels by Lady Novelists”, “Novelas bobas de damas novelistas”) firmado por George Eliot y bajo ese mismo seudónimo siguió publicando sus libros. Pero el fenómeno no es solo decimonónico. Karen Blixen, la gran escritora danesa, prefirió firmar sus novelas con el nombre de Isak Dinesen, y la mismísima autora de Harry Potter aceptó el consejo de sus editores de no publicar su saga juvenil bajo el nombre de Joanne Rowling, sino con el ambiguo J. K. Rowling, en el que la K no corresponde a nada.

Con los movimientos en zigzag que puede tener la historia, hoy no sería extraño que algunos escritores de sexo masculino se pusieran un seudónimo femenino para tener más audiencia y renombre. Y así como en la canción de salsa se oye: “Si Dios fuera negro / todo cambiaría”, una vez le oí decir a un futbolista blanco: “Si yo fuera negro ya estaría en la selección Colombia”. A veces los prejuicios se invierten.

En estos días ha habido dos escándalos mediáticos, el uno por cuenta de que la Academia de Hollywood, para defenderse de acusaciones de racismo en la postulación de los premios para actores (donde solo hay una actriz negra), calificó como actor “de color” a Antonio Banderas. Ahí redoblaron las acusaciones de racismo, pues al parecer para los gringos más exquisitos los europeos del sur no son blancos sino “coloured”. En Estados Unidos, por motivos políticos, se ha propiciado una taxonomía racial obsesiva que, con buenas o malas intenciones, no produce en últimas nada bueno. El otro escándalo, más local, tiene que ver con la primera ministra de Ciencias que ha tenido el país. Tras una seria investigación y una buena entrevista del periodista científico de este diario Pablo Correa, el hombre resultó acusado de racismo y sexismo por cuestionar la validez de las afirmaciones de la ministra, que sostiene haber descubierto una bebida natural que cura ciertas formas de cáncer.

Quienes critican a Correa hablan de una “ciencia ancestral” de las comunidades negras o indígenas que no debe ser sometida a los parámetros científicos de la “ciencia occidental”. Esto equivale a decir que puede haber matemáticas blancas, negras o castañas. Y esto puede ser cierto en la recepción (para aceptar la genialidad matemática de Ramanujan y para que lo tomaran en serio fue necesario que lo validara un padrino blanco, Hardy), pero no en la obra. Si la ministra tiene ungüentos que curan la psoriasis y brebajes que eliminan el cáncer de cérvix, sus hallazgos deben ser estudiados y validados. En las ciencias sociales, afirmaciones tajantes de este tipo podrían discutirse eternamente, y atribuir las conclusiones a sesgos racistas o de género. En farmacología, en cambio, la efectividad de una medicina se puede establecer con métodos en los que el sexo o el color de la científica no incidan en los resultados. Si se confirman las afirmaciones de Mabel Torres, merece el Premio Nobel de Medicina; y si son falsas, merece ser destituida.

 

 

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