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Héctor Abad Faciolince: El invierno de nuestra desventura

Este rey teñido, desteñido y jorobado, Donald Trump, se parece cada vez más al malévolo Ricardo III de Shakespeare cuando al fin se ve enfrentado a todos sus fantasmas: amigos traicionados, mujeres maltratadas, trampas descubiertas, mentiras repetidas que ya no se pueden sostener. Este enemigo de la democracia, anticientífico, depredador ambiental, se revuelca ahora como una fiera herida en la batalla política del Ukrainegate, del impeachment, la amenaza de destitución por un uso indigno del poder.

El origen ideológico del racismo de Trump se remonta a los tiempos en que Estados Unidos estuvo a punto de convertirse ya no en la democracia que con dificultades sigue siendo, sino en un país de inclinaciones perfectamente compatibles con el nazismo. Un profesor de la universidad de Harvard, Charles Davenport, expresó hace un siglo su desprecio por todas las razas que no fueran la suya, y sus teorías seudocientíficas sobre la degeneración racial que producía el cruce entre blancos y negros.

La obsesión de Trump por Barack Obama (su odio personal y su obstinación en señalarlo como no americano) proviene del prejuicio feroz contra el cruce (durante mucho tiempo prohibido explícitamente por la ley) entre estas dos razas. Y su empecinamiento en un muro infranqueable que separe a Estados Unidos de los mestizos de México parece también basado en el racismo de Davenport, que lo expresó así: “Si no construimos un muro suficientemente alto alrededor de este país para mantener lejos a estas razas degeneradas, (…) más vale que nuestros descendientes abandonen este país y se lo dejen a los negros, los pardos y los amarillos, y busquen asilo en Nueva Zelanda”.

Inspirados en las ideas de Davenport, en Estados Unidos se emprendieron campañas de esterilización masiva de personas que se suponía no debían reproducirse para no dañar la raza americana. Para 1940, más de 35.000 ciudadanos habían sido castrados o esterilizados en ese país. Y con cambios en las leyes de inmigración, desde 1924 se introdujeron normas que favorecían la inmigración de los países nórdicos e impedían la entrada de judíos, italianos, rusos, polacos, asiáticos, para “mantener pura la sangre de los americanos”.

Cuando Trump declara que no quiere que nadie de los “shithole countries” (países del ojo del culo) entre en Estados Unidos, está haciendo una declaración eugenésica del mismo estilo de Davenport, aunque todavía más grosera. Y cuando López Obrador obedece tristemente a los caprichos del jorobado del norte, está convirtiendo a México por primera vez en su historia en un país arrodillado que actúa contra sí mismo.

Donald III quiere ganar a toda costa la reelección en Estados Unidos y eso lo ha llevado a cometer un error que, aunque a nuestros ojos es mucho menos grave que sus declaraciones racistas, antidemocráticas y contrarias a la libertad de expresión, ante la ley de su país es más fácilmente impugnable: involucrar a un país extranjero en las elecciones internas, como ya lo hizo con Rusia en la derrota de Hillary Clinton. Chantajear a Ucrania (y ahora también a China) con el arma de retener ayudas millonarias hasta que no le presten a él el servicio personal de incriminar (con acusaciones falsas, según el mismo enviado especial de Trump a Ucrania, Kurt Volker) a su mayor rival político, Joe Biden, es permitir que países extranjeros influyan en las elecciones internas mediante mentiras.

En el futuro se verá que el pecado más grave de Trump no es siquiera su racismo, ni su manera mentirosa de ejercer la política, ni su chantaje sistemático a los países del mundo, sino su irresponsable y salvaje política ambiental y su negación del calentamiento global generado por la actividad humana. Este hombre brutal, bruto e ignorante es una desgracia para su país y para el mundo entero. No solo por su racismo horrendo y sistemático, sino sobre todo por sus culpas directas en la catástrofe climática de la tierra entera.

 

 

 

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