Héctor Abad Faciolince: En defensa de Europa
Europa sigue representando un ideal democrático: el del Estado de derecho y la libertad, el de un dinamismo económico que convive con la solidaridad entre clases y generaciones, el de la sustitución de la rivalidad y el chovinismo por la colaboración y la fraternidad.
En diciembre de 1987 –después de confusas amenazas y extraños seguimientos– tuve la clara sensación de que me iban a matar. Por eso de un día para otro, y sin pasar siquiera por mi casa, salí de Colombia y me escapé a España. ¿Por qué a España, a Europa? Porque en Europa nadie me iba a perseguir, nadie me iba a matar por lo que dijera; porque Europa ha sido muchas veces el único asilo de los perseguidos. Además, por un motivo práctico fundamental: a diferencia de Estados Unidos, no era obligatorio tener visa para viajar a Europa, en esos años, al menos no para los colombianos. Creo que eso me salvó la vida: pude entrar a Europa sin ninguna traba, tras esconderme pocos días en casa de unos primos en Cartagena, y después de comprar, con ayuda de la familia, un billete de avión.
Recuerdo un vuelo tristísimo, en un avión completamente vacío, que atraviesa el Atlántico el día de Navidad. Lo tomé en Panamá y aterricé en Madrid en la madrugada del 25 de diciembre. Pocas semanas después, en enero de 1988, estaba en Turín, la ciudad donde había hecho la universidad. De alguna manera sentía que Europa era la casa de todos: la casa de mi idioma, de buena parte de mi cultura, la casa de una religión en la que yo ya no creía, pero que había sido la de mis mayores. Era tan profundo mi resentimiento con Colombia y tan hondo mi agradecimiento con Europa que en esos años yo quería volverme italiano.
Dos ilustres profesores judíos, Lore Terracini y Norberto Bobbio, me ayudaron a buscar trabajo en Turín. Dos ilustres escritores judíos de Turín, sobrevivientes de la guerra, a quienes nunca conocí, Primo Levi y Natalia Ginzburg, me dieron a través de sus libros las mejores lecciones literarias: dar un testimonio de lo vivido y escribir en una lengua sencilla. Jamás fui ni seré capaz de escribir tan bien como ellos, pero ellos han sido siempre un polo hacia donde apunta la aguja de mis aspiraciones, o mejor, como se dice en italiano, un punto di riferimento para mi escritura. Siempre me extrañó que estos judíos fueran mis salvadores –reales y ficticios– teniendo en cuenta que mi apellido, Abad, suena más árabe o cristiano que judío, pero es tal vez esto lo que explica muchas cosas de estos últimos años: la fuerza de los contrarios, el diálogo de los opuestos, la vieja dialéctica que se resuelve en una síntesis de incertidumbre.
Mi padre había sido asesinado en Medellín a finales de agosto de aquel año, 1987, y en un panfleto que circuló por aquellos días se decía que lo mataban por ser “idiota útil de los comunistas”. Mi padre, en realidad, era un liberal de izquierda, aunque con claras simpatías por el socialismo. Yo, como buen hijo de esta época amorfa, nunca he sido militante de ningún partido ni tuve jamás una ideología muy definida. Sin embargo, en Colombia estas cosas parece que se heredan por la sangre y supongo que si querían matarme como a mi padre –mi única culpa era ser hijo suyo y llevar su mismo nombre– era también por una oscura acusación de ser “comunista”. Todavía hoy, en Twitter, una y otra vez se me acusa de ser comunista, si bien los verdaderos comunistas me acusan, al mismo tiempo, de ser un fascista camuflado. Los fanáticos son siempre iguales: si no estás con ellos es porque eres lo opuesto a lo que ellos son.
Cuando volví a vivir en Turín, hace exactamente veintisiete años, recuerdo que asistí a algunas reuniones de refugiados políticos organizadas por Amnistía Internacional; en ellas conocí a exiliados de las dos orillas del mundo (el mundo de la moribunda órbita soviética y el mundo de las dictaduras de derecha latinoamericanas). Recuerdo, en particular, a un húngaro y a una chilena. He olvidado sus nombres, pero recuerdo la esencia de su discusión: el húngaro le decía a la chilena: “¿Y usted luchaba por instaurar en Chile un régimen comunista estalinista como el que yo padecí?” La chilena le contestaba al húngaro: “¿Y ustedes están luchando por parecerse a los regímenes capitalistas al estilo Pinochet que nosotros padecemos?” Ahí entendí que nunca sería ni lo uno ni lo otro: no me uniría nunca a los comunistas de Colombia, pero tampoco me uniría al coro de los que cantan las bondades maravillosas del capitalismo salvaje. Algo parecido me pasaba, y me pasa, con Israel y Palestina: tal vez mi apellido fuera de origen árabe (esto nunca lo he sabido), pero yo creía y sigo creyendo que tanto Israel como Palestina tenían derecho a existir, ambos, como Estados independientes y abiertos; no como Estados étnicos y religiosos donde se pueda excluir en uno a los árabes y en otro a los judíos.
Este no aceptar ni un lado ni el otro de las cosas no ha hecho de mí un conciliador, un tibio, sino un perplejo, un escéptico, alguien que mira y busca, si no lo mejor, al menos lo menos malo. Una vez Richard Dawkins sostuvo, muy agudamente, que un ateo y un creyente no se pueden poner de acuerdo en un semidiós. Comunistas y capitalistas tampoco creo que se puedan poner de acuerdo en una China cuyos gatos cazan ratones sin importar el color de la piel. Sin embargo, China es, para muchos plutócratas autoritarios de Estados Unidos, la sociedad perfecta: una pequeña élite tiene todo el poder en puño, controla las comunicaciones y el ejército, prohíbe y reprime toda disidencia, impone salarios de hambre y horarios esclavistas a la mayoría de los trabajadores, mientras que algunos se llenan los bolsillos hasta reventar y sueñan con apoderarse de las materias primas del mundo. China se convirtió en el semidiós que concilia a los ateos comunistas con los creyentes del capitalismo: un semidiós monstruoso, una especie de centauro político con cabeza capitalista y cuerpo comunista.
En estos años cayeron las dictaduras más salvajes de la derecha capitalista latinoamericana; se desmoronaron también los regímenes comunistas, represivos y sanguinarios del este de Europa. A un lado y a otro padecimos los horrores de la Guerra Fría, donde se luchó con menos escrúpulos en la periferia. Y en estos dos extremos del mundo nos miramos a los ojos para decirnos exactamente las mismas palabras: “¿Ustedes tienen como ideal conducirnos hacia lo que teníamos acá? ¡No olviden que esto era el horror!” Y ambos tienen razón: tanto las dictaduras capitalistas de América Latina como las dictaduras comunistas del este de Europa fueron el horror, y no vale la pena comparar cuál de las dos fue más horrible. El crimen de Ósip Mandelstam es tan abominable como el crimen de Víctor Jara, así el primero haya sido mucho mejor poeta que el segundo. Lo bueno de Pinochet y de los regímenes militares latinoamericanos (especie de copia empeorada del ejército y el gobierno franquistas), así como lo bueno de los estalinistas, es que ambos tipos de regímenes fueron como las perfectas caricaturas del horror, y las caricaturas tienen esto de positivo: que al menos aclaran las cosas y dejan ver el rostro verdadero de una ideología llevada hasta las últimas consecuencias. Los sueños de la ideología producen monstruos.
Pero si unos y otros son el horror, ¿qué nos queda? Voy a decir lo más impopular que pueda decirse en este momento de la crisis de Europa: nos queda Europa, esa tierra del medio entre el Oriente de los europeos y el Occidente de los americanos. Nos queda el ideal europeísta y fraterno de Europa, una Europa que hoy incluye a muchos de los países de la antigua órbita comunista. Antes de defender esto, algo que a muchos les parecerá absurdo, debo volver por un momento a mi historia personal, porque, como decía Ortega y Gasset, uno es uno y su circunstancia, y mi pensamiento ha sido moldeado por lo que me ha tocado vivir.
Mi padre era un médico agnóstico que luchaba por los pobres; daba clases en una universidad pública, vacunaba en las selvas, defendía los derechos humanos y creía en la propiedad colectiva de muchos de los medios de producción (banca, servicios públicos, transporte, energía, petróleo…). Mi madre era –y sigue siendo– una ferviente católica que había sido pobre de niña y se había prometido no volver a serlo nunca más, porque sabía perfectamente lo horrible que es ser pobre. Para esquivar la pobreza se había convertido en empresaria más o menos exitosa, con una mediana firma inmobiliaria en la que tenía a unas 35 empleadas bajo su mando. De un agnóstico y una creyente creció un ateo manso, lo que soy yo, un ateo no militante, pues nunca he podido despreciar a una creyente como mi madre. Y de un socialista que creía en ciertas formas de propiedad colectiva y una pequeña empresaria que creía en la iniciativa privada –pues era su trabajo abnegado y cotidiano lo que la había sacado de la pobreza– salió alguien que cree que a los ricos y a los empresarios hay que pellizcarles parte de su riqueza, con impuestos, con controles, pero que no se puede espantar a las personas con iniciativa de lucro individual, pues son generalmente ellas las que generan la riqueza de las familias y de las naciones.
Mi padre aportaba los ideales; mi madre, la casa propia y, más tarde, algunos pequeños lujos. El altruismo, pensado en abstracto, es maravilloso; pero a veces no lleva a casa todo lo necesario. La codicia es detestable, pensada en abstracto, pero da seguridad en la casa, y es uno de los motores que mueven el mundo. Además, educar a los hombres en la no codicia es tan exitoso como educarlos en la no lujuria: el celibato obligatorio produce obsesión sexual y la obsesión sexual puede llegar incluso a la aberración de la pedofilia. Muchas veces los movimientos mesiánicos latinoamericanos (odio por los ricos, prohibición de la codicia y del lucro) producen una aberración parecida: corrupción, riqueza y privilegios vergonzosos entre aquellos que, mientras predican austeridad para todos los demás, se apoderan de la riqueza del Estado (petróleo en el caso de algunas repúblicas “bolivarianas”).
Llegamos aquí al experimento actual de la política latinoamericana: el populismo bolivariano de regímenes más o menos alineados como son los de Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, y parcialmente Argentina y Uruguay. Pese a los coqueteos con Cuba, estos regímenes son menos autoritarios que los castristas (algunos no son nada autoritarios, como Uruguay) y, más bien, tienen el buen efecto de empujar a Cuba hacia ciertas formas menos autoritarias del viejo estalinismo: ahora Yoani Sánchez y casi todos los cubanos pueden al menos salir de Cuba y volver. La minería, el petróleo y algunas expropiaciones estatales explican en buena parte los subsidios y ayudas que durante algunos años los bolivarianos han podido repartir a los más pobres. Pero ¿es esto sostenible y es esto conveniente? De mi madre aprendí que no es bueno recibir nada gratis; que lo que uno se gana debe ser una recompensa al mérito y al esfuerzo, no una dádiva del rico ni un regalo del Estado. Está bien que el Estado sostenga a quienes no pueden valerse por sí mismos: niños, ancianos, enfermos, personas con graves discapacidades mentales o físicas. Pero no está bien que el Estado mantenga a quienes pueden sostenerse. Debe darles oportunidades, asistencia sanitaria y educación para que puedan valerse por sí mismos. Alguien que ha trabajado toda la vida para comprarse una casa no ve con buenos ojos que el Estado regale a su vecino una casa igual sin haber hecho nada para merecérsela.
El movimiento bolivariano latinoamericano no les muerde a los ricos una tajada de su codicia insaciable, sino que pretende hacer muy difícil todo lucro (salvo el de algunos funcionarios privilegiados del Estado), con lo cual lo único que consigue es que los empresarios se vayan a vivir a otro país, llevándose fuera de las fronteras, con el deseo de lucro, también sus capitales y, sobre todo, su conocimiento empresarial. Si después no hay nadie que fabrique zapatos o toallas, que cultive café o produzca leche, si después en las tiendas hay pocas cosas y casi todas son importadas, llegará un momento en que la penuria y la ausencia de bienes se volverán generales. Está bien que algunos vivan muy bien en la austeridad absoluta: dos camisas, un par de zapatos, un cuarto alquilado. Pero esa falta de ambición, de codicia por bienes materiales y comodidades, no se le puede recetar obligatoriamente a toda la población. La consumista Venezuela no lo hace y, en un país acostumbrado al whisky y al automóvil, se vuelve aún más oneroso e insostenible el gasto estatal.
Una paradoja similar ha ocurrido con otro experimento político y sociológico que se ha vivido en algunos países de Medio Oriente. Se derribaban los antiguos regímenes dictatoriales que gobernaban con mano férrea (Libia, Egipto, etc.) y se les aconsejaba democracia: pero democráticamente, por mayoría, se eligía a los fanáticos religiosos que por mucho tiempo fueron la única oposición organizada a los antiguos dictadores. Y esa nueva mayoría democrática parecía gobernar con métodos tan antidemocráticos como lo hacían los dictadores. Si uno mira hacia los regímenes bolivarianos y hacia los nuevos regímenes del Medio Oriente de cuño religioso, lo que se ve es una mayoría populista o una mayoría integrista que decide por todos los demás y que no respeta los derechos de las minorías.
¿Cuál es el sitio del mundo donde menos mal se respetan los derechos de las minorías? Es ahí donde tenemos que volver a mirar a Europa. Europa, y particularmente Alemania, aprendió con mucho dolor y muchísima sangre, que el nacionalismo y el desprecio por las minorías podían conducir –y de hecho condujeron– a las peores injusticias y carnicerías de la historia. Europa fue, hasta 1945, una de las regiones más guerreras y más sanguinarias del mundo. Las cruzadas, las guerras de religión, los imperialismos, las colonias, las guerras napoleónicas, las guerras de secesión, la Guerra Civil española, la dos guerras mundiales. Decenas de millones de muertos que ni Latinoamérica y todos los países árabes juntos hemos producido en todo un siglo de guerras y guerritas civiles o internacionales. Después de mucho sufrir y después de exterminar a millones de judíos, a los enfermos mentales y a los gitanos, después de arrasar naciones enteras, después de diezmar las poblaciones de Inglaterra, Alemania, Rusia, España y Francia, Europa ha hecho el más extraordinario experimento de unión y fraternidad entre los distintos: diferentes lenguas, distintas tradiciones, distintas religiones, costumbres diversas; países que se mataron y odiaron a muerte entre ellos durante siglos han hecho el experimento de vivir en armonía y de progresar. O, como lo dijo una vez Borges, “tomaron la extraña resolución de ser razonables”.
La otra república, la de las letras, ha mirado a Europa desde hace mucho tiempo como un referente. Si Petrarca, Levi y Ginzburg, Voltaire, Diderot y Queneau, Heine y Böll, Roth y Walser, Dickens y Yeats, Tolstói y Ajmátova, Pessoa y Szymborska, Cavafis y Pérez Galdós, Ibsen y Lindgren, eran y siguen siendo nuestros más importantes referentes literarios, también los creadores de la Unión Europea fueron nuestros referentes políticos. La vieja idea de los filósofos ilustrados de la unidad y la tolerancia dentro de la diferencia, esta idea posible que pareció florecer incluso económicamente –porque un inglés podía ir a trabajar a España, y un portugués a Alemania, con libertad–, era nuestro punto de referencia. La idea de la libre iniciativa privada regulada por un Estado que mediante impuestos repartía los mínimos requisitos de bienestar (escuelas y universidades públicas, agua limpia, aire limpio, bosques, parques y tierras comunales, buen transporte público, ferrocarriles, hospitales y guarderías, sindicatos legales, reglas laborales no muy injustas) funcionaba (así muchos se hayan empeñado en desmontarla, con efectos nefastos).
Después de presenciar este ideal que tiene pocos decenios de experimentación (y que ha dejado pocos, muy pocos muertos, si se compara con las cifras de cualquiera de los siglos anteriores de toda su historia), ahora muchos europeos quieren abandonarlo, envueltos en rencillas sin fin, en egoísmos e incomprensiones recíprocas, y en imposibles soluciones mesiánicas, o en inútiles aspiraciones de “opulencia para todos”. ¿Están locos? No nos dejen sin el único referente reciente de la historia del mundo que parecía funcionar. Defiéndanlo, refuércenlo, mejórenlo, regresen a los ideales de hace algunos decenios, pero no caigan en la tentación de echarlo todo abajo. Personas como yo, que hemos podido volver a nuestros países ya sin mucho miedo a que nos maten, hemos traído de Italia, de Alemania, de Gran Bretaña, de Francia y de España, unos ideales de civilización, tolerancia y fraternidad. Ahora muchos europeos dicen que eso que han construido es un gran error, o peor, perdonen la expresión, una mierda. Alguien que no cree en Dios les dice, ¡por Dios, no lo es, Europa no es un error ni una mierda! Muchas cosas están mal y hay que cambiarlas; hay payasos y hay corruptos a quienes es necesario derrocar y cambiar; hay yuppies incultos e imberbes del mundo financiero que no ven más allá de sus narices y que no merecen ser el poder a la sombra de tradiciones mucho más hondas y complejas que ellos. Pero la Europa que me salvó la vida al darme asilo durante varios años debe seguir siendo un punto de encuentro, un lugar de refugio para los perseguidos del mundo, una isla de menor injusticia en un mundo abismalmente injusto, y sobre todo un camino que nos muestra que es posible salir de la locura, del fanatismo, de la absoluta injusticia o de la abominación. El mundo no será nunca el Paraíso, pero lo que los europeos lograron construir en los últimos sesenta años –en esa Europa unida y solidaria– es el experimento menos parecido al Infierno que se ha hecho hasta ahora sobre la Tierra.
Termino, sin embargo, con un llamado de atención. Cuando vivía en Italia tuve dos hijos que son europeos en pleno derecho (yo en últimas, aunque por un momento lo deseé, desistí de convertirme en italiano). Una estudia en España y el otro en Italia. Pero ambos quieren vivir y trabajar (¡crear algo nuevo!) en Colombia, en esta Colombia dura, desigual y todavía muy violenta. ¿Por qué? Porque en España y en Italia no ven futuro: ven solo caras largas, tristes, y puertas cerradas. Depresión, no tanto económica, sino anímica. No ven entusiasmo, nadie quiere apostar por ellos, nadie quiere correr riesgos, nadie les dice que podrán llegar a hacer buenas películas, buenos libros o casas donde uno sienta el placer de no vivir a la intemperie. Ven miedo, ira, resentimiento, depresión, aburrimiento, discordia. Pereza en la abundancia y postración en la escasez. A la mayoría de los europeos parece que se les olvidó la alegría de la dolce vita, el entusiasmo de la movida española. Si Europa no recupera la alegría y la pasión juveniles –esa que todavía veo respirar en los viejos barrios de Berlín oriental, hoy renacidos, llenos de jóvenes y niños– entonces será más fácil que unos locos, o unos fanáticos, o unos populistas, devuelvan a Europa a esas pesadillas nacionalistas anteriores a 1945. Hay que tener memoria, para no volver allá. Y hay que tener ilusiones, para seguir mejorando el futuro. ~
Publicado originalmente en alemán en la edición conmemorativa de los veinticinco años de Lettre International.