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Héctor Abad Faciolince: La cima de Elon y la sima de Musk

 

Para Elon Musk no hay mucha gente en el mundo. Al contrario, para él el peligro es el colapso poblacional, no la explosión demográfica. Quizá esta idea sea el reflejo de sus orígenes geográficos: niño blanco en la Sudáfrica de los años 70, asistió a la disminución proporcional de la población blanca. Hoy ocurre lo mismo en el mundo entero: la proporción de elementos caucásicos en la Tierra es cada vez menor: aumentamos los mestizos, los indios, los asiáticos, los negros… Musk dice que, para combatir el problema del colapso poblacional, él actúa con el ejemplo: tiene siete hijos.

Al penúltimo de estos, hace dos años, quiso bautizarlo como “X Æ A-12”. Como la ley de California le impedía usar la letra æ y el número 12, el nombre definitivo de su penúltimo niño es: “X” como primer nombre, “AE A-XII” de segundo nombre y Musk de apellido. Un tipo que ha tenido grandes ideas bancarias (X.com, PayPal), grandes ideas de diseño ecológico (Tesla, SolarCity), buenas ideas de túneles de transporte veloz (The Boring Company) tiene muy poca comprensión de lo que significa el nombre de una persona: este es una simplificación nemotécnica, un sonido agradable y una aspiración poética: nombres como Luna, Salvador, Sol, Mercedes, Remedios, Cristóbal resultan evocadores y fáciles de recordar. El nombre “Equis A E A guion doce Musk” es un desastre musical y un ejemplo de pésima economía verbal. Uno apostaría a que nadie en el colegio le va a decir así. Dicen que Elon Musk, de adolescente, leyó demasiadas novelas de ciencia ficción. Le pasó lo mismo que a Alonso Quijano con las novelas de caballería.

Ser la persona más rica del mundo es una especie de lotería a la que juegan unos mil tipos. Hay una gran revaluación del peso mexicano y el más rico del mundo se llama Carlos Slim; Bill Gates dedica la mitad de su fortuna a desarrollar vacunas contra la polio, la malaria o el COVID-19, y sale del top ten. Hay una pandemia, la gente compra más por Amazon que en los centros comerciales y Jeff Bezos sube cinco puestos; Warren Buffett decide donar el 99 % de su fortuna y desaparece de la lista de Forbes; Mark Zuckerberg mete la pata en unas elecciones y deja de ser el number one; Elon Musk escribe un tuit profético en forma de oráculo diciendo que en 20 años tendrá una colonia de un millón de humanos viviendo en Marte y se convierte en la persona más rica del mundo. ¿Su fortuna? 250 millardos de dólares. ¿Cuánto es eso? Tiene tantos ceros en pesos que difícilmente cabrían en un renglón de este artículo.

Ahora resulta que de esos 250.000 millones de dólares Elon Musk ha resuelto invertir 44.000 millones para comprar Twitter, la red social que le ha permitido, con sus profecías, aumentar su fortuna con solo escribir un pronóstico, se cumpla este o no. Lo importante es que haya suficientes personas que le crean. Si le creen, el oráculo es verdad. Para algunos esta jugada de Musk es una genialidad, lo que marca su llegada a la cima del poder mundial. Para otros, y me incluyo, es el comienzo de su decadencia, la sima de su nombre. Ya que él se permite profecías, también otro humano sin capacidades predictivas como yo las puede hacer: en 20 años Twitter valdrá muchísima menos plata de lo que Musk acaba de pagar. Twitter es una burbuja dañina, casi siempre tóxica, que tarde o temprano va a explotar. O va a ser reemplazada por algo peor.

De la física, la astronomía, la mecánica, las finanzas, Elon Musk ha ido cayendo en delirios anticientíficos y supersticiosos, en calumnias escupidas en Twitter contra algunos que lo contradicen y en el convencimiento de que la libertad de expresión consiste en que él, sobre todo él, pueda decir lo que le dé la gana. En lugar de empresario con buenas ideas, se ha declarado technoking, el rey de la tecnología. Lo peor es que se ha creído lo de ser un monarca y piensa que al manejar los hilos de Twitter someterá a millones de marionetas. No podrá.

 

 

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