Héctor Abad Faciolince: Las llamas del fin del mundo
Hay unos versos célebres de Robert Frost en los que el poeta norteamericano se pregunta, tanto metafórica como realmente, de qué manera llegará el apocalipsis: “Some say the world will end in fire / some say in ice” (Unos dicen que el mundo terminará en fuego / otros dicen que en hielo). Viendo lo que ha pasado en mayo de este año es difícil no creer que el fuego será el causante, si no del fin del mundo, al menos de la próxima gran extinción de especies del planeta. El jueves pasado, por ejemplo, se registró la temperatura más alta de la historia de la India desde cuando hay registros confiables: 51ºC en el estado de Rajastán. El promedio de la temperatura de la Tierra este año también ha sido el más alto registrado desde que hay termómetros.
Otro síntoma es el incendio incontrolable que consume bosques, pueblos, ciudades, campos petroleros y arenas bituminosas en la provincia de Alberta, en Canadá. Tal vez la noticia no ha recibido más atención porque no ha habido muertos (gracias a un sofisticado sistema de alertas de evacuación) y porque el desastre ocurre en el segundo país más extenso del mundo, con lo cual sus dimensiones parecen menos dramáticas. En todo caso, si se observan las imágenes y se ven las consecuencias de este incendio, uno tiene la impresión de estar viendo, como en el título de la novela de Yuri Herrera, señales que precederán al fin del mundo. El clima creado por el mismo incendio, los rayos sin lluvia en las nubes producidas por el fuego, la devastación de inmensos territorios, parecen anticipar el apocalipsis o al menos el final del homo sapiens como especie y el derrumbe de todos los sueños de la cultura humana.
La Bestia, como le dicen al incendio canadiense, ha avanzado a un ritmo de 40 metros por minuto, cambiando caóticamente de dirección por los vientos desatados por el mismo incendio, y produciendo tormentas de fuego tan potentes que han sido capaces de saltar un río cuyo cauce tiene un kilómetro de ancho. Este incendio, que sigue ardiendo, ha consumido un territorio que es casi el doble del departamento del Atlántico (5.000 Km2). Una ciudad del tamaño de Chía, de Rionegro o de Jamundí (80 mil personas) tuvo que ser completamente evacuada: Fort Mcmurray.
En vez de leer estas palabras, vean los videos de la gente huyendo entre el humo y las llamaradas. La capital de Alberta, Edmonton, está a 435 km del corazón del incendio. Pese a esta distancia, la capital está envuelta en una nube que parece niebla y es humo. La calidad del aire está apenas en los límites de lo tolerable. Es como si hubiera un incendio en Turbo y sus efectos se sintieran en Cartagena y en Medellín. Como si un incendio en Cali hiciera irrespirable el aire de Bogotá.
Un invierno más seco de lo habitual, una primavera insólitamente cálida (32ºC en Fort Mcmurray el 3 de mayo), los riesgos inherentes a la explotación petrolera y unos bosques proclives a ser leña de incendios crearon las circunstancias ideales para el desastre natural más costoso de la historia de Canadá. Las solas compañías aseguradoras tendrán que desembolsar entre 3 y 9 millardos de dólares para indemnizar a los damnificados que todo lo perdieron.
Habrá quien diga que los incendios son algo frecuente en Canadá y que en otras partes del mundo también son comunes desde siempre. Hace siete años Australia tuvo, por ejemplo, su Sábado Negro, otro descomunal incendio precedido por temperaturas insólitamente altas (45ºC), el más catastrófico de la historia de ese país, con pérdidas inmensas de vida animal. También se podría ir más lejos, hasta la antigüedad, y mencionar el incendio que destruyó a Roma en el año 64. Nerón acusó del fuego a los cristianos y los cristianos a Nerón (y al parecer los causantes no fueron ni el uno ni los otros). O el fuego que destruyó el 80% de Londres en 1666. Pero siempre la sequía y el calor son el prólogo de estos incendios. Y sequía y calor parecen ser el epílogo del mundo que viene.