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Héctor Abad Faciolince: Un Somoza del siglo XXI

Como cualquier dictador de pacotilla de mediados del siglo XX, Daniel Ortega, el señor presidente de Nicaragua; su esposa, Rosario Murillo, la señora vicepresidenta, y algunos de sus hijos, nueras y yernos demoran, degluten y despachan (es decir, ordenan disparar) desde una casona de 900 metros cuadrados situada en el corazón del barrio El Carmen de Managua. La mansión, confiscada por Ortega a un oligarca somocista, ahora está rodeada de retenes, militares armados hasta los dientes y un laberinto de barricadas de rocas. Cuenta Carlos Salinas que Ortega y su mujer le han impuesto al barrio un toque de queda cotidiano, y nadie puede entrar o salir de él salvo cuando el mequetrefe y su ruidosa esposa lo deciden. No hay nada peor que ser vecino de la pareja dictatorial que lleva ya 23 años en el poder.

A veces la esposa, que monta y manda tanto como el marido, sale del búnker desde donde gobiernan y va a dar un discurso. Llama “diabólicos” a todos aquellos que ponen en duda el poder de la familia presidencial, y sufre ataques de nervios cada vez que los manifestantes derriban uno de sus árboles-amuletos de lata, que ella ha diseminado por las calles de Nicaragua como si fueran escudos que la protegen, en su locura supersticiosa, de todo mal. Los jefes supremos tienen ocho delfines: Rafael, Laureano, Camila, Carlos Enrique, Daniel Edmundo, Juan Carlos, Maurice y Luciana Ortega Murillo. Todos bien colocados en altos cargos.

El más mimado, que tiene ínfulas de cantante, pero desafina, es Laureano. Como no le da el talento para ser tenor, maneja las inversiones extranjeras en el país a través de ProNicaragua. Es él quien negocia con el chino Wang Ying el fantástico canal interoceánico, que existe solo en las cursilerías poéticas de su madre. El mayor, Rafael, maneja el petróleo. En los buenos tiempos de Chávez administraba un patrimonio ingente, porque Venezuela les regalaba 30.000 barriles diarios a los Ortega; Maduro ya no tiene nada qué regalar. Los demás hijos e hijas manejan canales privados y públicos de televisión, con un control tan absoluto de la información que ni Berlusconi en sus mejores tiempos se lo podía soñar. Y como no les basta tener el control de la pantalla chica, a veces sacan de circulación las páginas virtuales de sus oponentes. Esta semana fue el turno de Confidencial, el periódico online de Carlos Fernando Chamorro, censurado por la familia plenipotenciaria. La semana pasada sacaron del aire a un canal por cable de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, el 51. Las dictaduras no soportan el espejo de la verdad.

Nicaragua vive, desde hace 100 días, en un estado de rebelión. Citando a Ortega y Gasset, un editorial de La Prensa define así lo que está ocurriendo en el país centroamericano: “La revolución es la insurgencia de los hombres contra los usos mientras que la rebelión es su alzamiento contra los abusos”. En estos 100 días el saldo de muertos es de 448, y un número mucho más grande de heridos, maltratados, torturados y detenidos. Como los dictadores del siglo pasado, chorrea sangre de las manos del matrimonio gobernante.

Venezuela desaprovechó, en 2016, una rebelión análoga que habría sacado del poder a la cleptodictadura bolivariana. Menos pusilánimes y más unidos, los opositores nicaragüenses no deben amilanarse. No han de matar a nadie, por supuesto, pero sí deben hacerse matar antes que dejar que siga gobernando esta familia infame e indecente, con todos los vicios grotescos de los peores dictadores de la historia. El pueblo harto, los estudiantes valientes, los curas con corazón, los poetas sin miedo, los periodistas sin pelos en la lengua deben seguir unidos hasta derrocar al ladrón con su ladrona. Presionar su salida, con marchas multitudinarias hacia la mansión presidencial, hasta que las fuerzas todavía leales al dictador se convenzan de que no pueden seguir matando inocentes sin convertirse en los monstruos que el mundo entero sabrá ver y repudiar.

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