Héctor E. Schamis: Niño sirio, niño wayú
Cuando las víctimas son los más débiles, como en Siria y en Venezuela
El genocidio en Siria es retratado por una escena repetida. Es aquella imagen en la que el blanco es un niño. Es blanco, víctima y botín; esas fotos dicen más que mil palabras. Son imágenes que nadie olvida. Aún antes que pueda describirlas aquí, el lector ya habrá efectuado su propia representación mental.
Es el caso del niño ahogado que el mar dejó en la orilla. Y ese otro chiquillo sentado en una ambulancia en Alepo, luego de ser rescatado de entre los escombros. O aquellos cuerpos apilados, empalidecidos y con la boca abierta. Cuerpos de niños masacrados sin sangre, con gas sarín.
Son imágenes que hacen temblar de vergüenza. Regresar a ellas es un ejercicio de reflexión tanto como de masoquismo. Dan náuseas, ¿verdad? Es la repugnancia que produce quien ataca al más débil, al más vulnerable. A ese que no puede defenderse, pues no sabe cómo ni tiene con qué.
Existen circunstancias en las que una especie “decide” no proteger a su descendencia, con o sin comillas. No solo ocurre en la especie humana y no solo entre los sirios. De hecho, la mortalidad infantil es mayor en Venezuela que en Siria. Y no es el único paralelo, pues idénticos síntomas de náusea se experimentan al mirar el video del niño wayú de Maracaibo.
De tan solo 11 años, él mismo declaró haber sido apresado por la Guardia Nacional después de una protesta. Fue hallado por los vecinos con las manos amarradas por detrás, cuyo propósito era sostener una bomba lacrimógena en su espalda colocada dentro de la ropa.
Se aprecian en el video las quemaduras de primer y segundo grado en su espalda y brazos, según confirmó el pediatra que le atendió. En otro video es entrevistada la madre del niño, quien apenas habla español. Los Wayú son una etnia originaria de la península de Guajira en Colombia y Venezuela, estado de Zulia en este último.
Son la etnia originaria más importante, con el 11% de la población total del estado de Zulia y representando el 65% de la población indígena del país. La vasta mayoría de ellos son pobres y no reciben educación formal. Agréguese que han sido históricamente discriminados, y en los últimos tiempos estigmatizados por la acusación de “bachaqueros”, término usado con quienes lucran revendiendo productos de primera necesidad.
El caso fue recogido por organizaciones de derechos humanos, especialmente por CECODAP, ONG que protege los derechos de la niñez y la adolescencia. Curiosamente, existe traducción al idioma wayú de la Constitución de Venezuela, la cual detalla tanto los derechos indígenas como los derechos de la minoridad, pero la letra y la realidad no siempre coinciden.
Y menos coinciden en la Venezuela de Maduro, donde los más débiles son las víctimas cotidianas de su dictadura. Ello a propósito de aquello de una especie que no protege a su descendencia, los niños. Es decir, es la problemática del infanticidio, fenómeno estudiado desde varios ángulos: la biología, la antropología y la psicología, por citar tres.
Claro que aquí se trata de derechos humanos. El Estatuto de Roma asume jurisdicción en caso de ataques a civiles y en caso de tortura, codificándolos como crímenes de lesa humanidad, es decir, de jurisdicción universal e imprescriptibles. Ello cubriría lo ocurrido en Siria y en Venezuela, pero no por la condición específica de las víctimas de ser menores de edad.
El estatuto se ocupa de cuestiones de niñez al prohibir el reclutamiento de menores de 15 años en las fuerzas militares. Tal vez sea la hora de introducir una enmienda y subrayar, explícitamente, la imprescriptibilidad y universalidad de la jurisdicción en casos de crímenes perpetrados contra niños. No sería contradictorio con lo que ya existe. Lo haría más enfático.