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Ibsen Martínez: Bandido

Las izquierdas de América, como en cualquier otra parte del mundo, se inclinan al neorrealismo italiano a la hora de juzgar a los malandros

Hace medio siglo actuaba en Caracas, siempre en solitario, un atracador de bancos. Lo llamaré Alejandro.

Había refinado las técnicas de su oficio en la guerrilla urbana del Partido Comunista. Siendo un hampón muy joven todavía había sido reclutado en una barriada por su arrojo y capacidad para la violencia e integrado a una célula de las pomposamente llamadas “unidades tácticas de combate”.

En algún momento de su carrera, Alejandro fue detenido, juzgado por un tribunal militar y condenado a una larga estancia tras las rejas.

Entonces el Partido cambió de estrategia, sus líderes encarcelados fueron sobreseídos y casi todos abrazaron la “lucha de masas”, la ruta electoral, la vida parlamentaria. Alejandro, sin embargo, no fue beneficiado por aquella pacificación y debió cumplir hasta el último minuto de condena. No era un dirigente, claro; era un atracador.

Mozalbete, yo solía ir de visita dominical a esa prisión militar donde el padre de mi novia, también él guerrillero, purgaba pena junto con Alejandro quien, en el proceso, había descubierto el boom latinoamericano.

Allí, en un rincón del pabellón de presos que él había convertido en acogedor rincón de lectura, disfrutábamos todos de su facundia y de sus ocurrencias y, en especial, de sus invectivas contra la dirigencia “pacificada”. Aprovechó el encierro para “sacar el bachillerato”.

Mucho antes de caer preso, el Partido había abandonado la lucha armada para tonante indignación de Fidel Castro. Las células de la guerrilla urbana fueron desactivadas. Igual que en las Grandes Ligas del béisbol, al extinguirse la franquicia fidelista, Alejandro se declaró agente libre y siguió atracando bancos como “cuentapropista” durante un trecho de su vida.

Llamativamente, y lo atribuyo a su carácter retraído, Alejandro no buscó formar una banda en esta etapa de su carrera: siguió actuando solo y, sorprendentemente, a pie, porque nunca aprendió a conducir un automóvil. Esto último impuso restricciones, digamos, estilísticas a su modus operandi.

Rehuía, pues, los malls que a fines de los años sesenta apenas comenzaban a sembrarse en el paisaje urbano. Prefería el riesgo de las sucursales céntricas, cerca del Capitolio Federal, los comercios de la esquina de Chorro, las agencias bancarias de El Paraíso o las cuestas de San Bernardino, nuestro barrio judío, hoy disperso por el mundo. Las parroquias foráneas, como Antímano, y las del litoral caribe, como Macuto, Camurí y Catia La Mar, supieron de su vertiginosa audacia.

Solo una vez, al verse acorralado por dos uniformados, secuestró al pasar a un mensajero motorizado para moverse una cuantas cuadras. Logró burlar a la policía hasta fines de 1968. Por entonces, le había dado por “firmar” sus fechorías.

A punta de revólver, obligaba a los clientes empavorecidos del banco o la tienda a garrapatear, con pintura aerosol, grafitis militantes, a la manera de las ya para entonces desbandadas unidades de la guerrilla urbana de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN).

Las pintadas reivindicaban en cada asalto el nombre de algún combatiente muerto en acción. Alejandro, aficionado a la hípica, hacía lo mismo, solo que sus combatientes caídos llevaban invariablemente los nombres de dos célebres jockeys puertorriqueños: Junior Cordero y Eddie Belmonte.

Estos ojos vieron en una agencia del Banco Unión, en San Agustín del Norte, uno de sus grafitis, ya desvaído en 1976 pero todavía conmemorativo de los 29 años de la Juventud Comunista, fundada en 1947. “Eddie Belmonte, camarada, tu muerte será vengada. FALN, brigada Junior Cordero”.

Toda historia de hampón solitario tiene su policía obsesivo y tenaz y Alejandro tuvo el suyo. Desconozco los detalles pero sé que lo detuvieron, poéticamente digo yo, saliendo un domingo de un local donde se bebía mirando las carreras y pagaban las quinielas del hipódromo.

Las izquierdas de nuestra América, como en cualquier otra parte del mundo, se inclinan al neorrealismo italiano a la hora de juzgar a los malandros: los tienen secretamente por lo que Eric Hobsbawm llamó “bandidos sociales” y ven en todo delincuente un Salvatore Giuliano filantrópico. Ese espíritu ha soplado sobre más de un novelista, dramaturgo o cineasta.

Alejandro, a cambio, tenía muy pobre opinión de los cineastas, alguno de ellos exguerrillero, que lo buscaron en los años 80 para que contara su historia en algún film subsidiado por el Fondo de Cine de Carlos Andrés Pérez. Tercamente, les hurtó siempre el cuerpo. Cuando dejó la prisión, en 1982, tenía casi cuarenta años.

Los vasos comunicantes de la izquierda que Teodoro Petkoff llamó “borbónica” le agenciaron empleo como bedel en la Universidad Central donde estudió varios semestres de Administración Comercial.

La última vez que nos vimos—hace casi treinta años – llevaba las cuentas de una docena de negocios de Catia, nuestro populoso barrio oeste: sus clientes eran comerciantes portugueses, libaneses, colombianos. Se había casado, criaba familia y ambicionaba una pequeña cadena de colchonerías. Perdió la única que llegó a tener, saqueada durante los motines del Caracazo en 1989. Se hizo chavista justo a tiempo de ver alguna vez ganar a su caballo pardo.

Murió en Catia, hace justo un mes, víctima de la covid-19.

 

 

 

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