Ibsen Martínez: Juan Nuño y los países ‘foutus’ de Federico Engels
Después de mucho tiempo, vine a topar con Juan Nuño en Bogotá, hace ya meses. Desde entonces lo frecuento.
Juan nació en Madrid, en 1927, y murió en Caracas en 1995. El tiempo transcurrido, sumado al exilio y a mis años, han hecho que, leyéndolo, me haya parecido que, sin él, sin su escritura—que resuena en mi cabeza con el inimitable dejo de su habla, entremezcla exacta de acentos de las dos orillas—no habría terminado de hacerme una idea de la mala fortuna que han tenido mi país y sus gentes. Algo de esa frecuentación de Nuño es el asunto de esta columna.
Escribo ahora mismo en la sala de lectura Gómez Campuzano, en el caserón de la calle 80 que visito un par de veces a la semana desde que llegué a la Nueva Granada. Si no tienes plata, te mueves mayormente a pie dentro de las ciudades que te tocan. La manera más decorosa de hacerlo es como paseante despreocupado y sin prisa. Me he trazado así, con el tiempo, varias rutas placenteras y sosegantes, desde la biblioteca hacia el norte, donde vivo.
En un cierto punto, llego a la alameda que bordea la calle 88 hasta el Parque del Virrey. Hay allí un café con terraza que es la última escala en mi vuelta a casa. Allí leí en enero pasado el siguiente fragmento que la poeta Ana Nuño, hija de Juan, juntó amorosamente con muchos otros para componer, hace diez años, un breviario del pensamiento de su padre. En el fragmento de que hablo, Nuño vindica a un amigo filósofo frente a la patriotera mezquindad:
“Conocí a Alejandro Rossi hace muchos años. ¿Más, menos de veinte? Por ahí se andan. Tenemos mucho en común. Los amigos, la nacionalidad, la distancia amorosamente sostenida del lugar de nacimiento […], un fondo general de desencanto y la filosofía, esa malquerida a la que seguimos aferrándonos, como suele suceder en estos casos, sin saber muy bien por qué. Alejandro Rossi Guerrero. Sería bueno que los encapillados antólogos locales levantaran por una vez la cabeza y vieran más allá de sus cortas fronteras. Se trata, vergüenza siento al echar mano de tan deleznable argumento, de un escritor venezolano al fin y al cabo”.
Algo, o quizá todo en esos párrafos, algo potente y estremecedor me clavó en la silla del Café del Virrey como un lanzazo llanero: “La distancia amorosamente sostenida del lugar de nacimiento, un fondo general de desencanto…” Después, vacié en pocas semanas los anaqueles que la Biblioteca Luis Ángel Arango destina a la obra de Nuño.
Justamente es a Rossi, autor del inagotable Manual del distraído, a quien dedicó Nuño su La filosofía en Borges, libro que examina, con una erudición que nunca agobia, los platonismos que halló en toda la obra de Borges. “Profesor trasterrado e indócil” lo llama Fernando Savater en el prólogo a la edición española propiciada por Ana Nuño en 2005. Savater habla con nostalgia de un semestre pasado en Caracas.
Si no fue platónico él mismo, cabría suponerlo, porque Nuño, hijo de su tiempo, fue cinéfilo de los de sala a oscuras: no imagino qué habría sido de él en esta era de streaming que nos ha deparado la pandemia. Como Cabrera Infante, Nuño ejerció el más cabal oficio literario del siglo XX: crítico de cine. 200 horas en la oscuridad (Bid & Co. Editor )es una antología de numinosas y regocijantes reseñas de cine publicadas en el curso de su vida. Cuesta creer que el autor de estos goces haya también escrito, con igual maestría y amabilidad, una visión fascinante del pensamiento de Maimónides.
Hacia el final de su vida, el Fondo de Cultura de México publicó una selección de sus ensayos a cargo de Adolfo Castañón. Allí, en un texto titulado Los codos de la Historia, encontré la alusión a Engels y su hipótesis sobre los países foutus, “que aún pudiera traducirse del francés de forma más sonora y sonante”: los países rematadamente jodidos, los países malditos.
Argumentando contra la ilusión racionalista que muestra un plan en la historia del hombre, Nuño escribe: “En el corazón de esas leyendas subsiste un grano de sensatez, de ahí que Engels, uno de los grandes profetas de la teología optimista de la historia, manejara de pronto, refiriéndose a Polonia, y ciertamente no limitándose a esa nación, que hay países malditos que no tienen salvación.
“No todo es línea tendida hacia adelante. En la historia de la humanidad hay más de un codo, de un callejón sin salida, un impasse, un punto ciego contra cuyas paredes han chocado individuos y pueblos. […] Y lo terrible de caer en esos codos cegados y terminales es que, a fuerza de ignorarlos, de no querer admitirlos, se los habita más”.
De ti, Venezuela, habla la fábula.