Ignacio Camacho: Fin de fiesta
No caben diversiones multitudinarias en una emergencia donde cada día se rifan estancias en UCI de varias semanas
Por aclarar las cosas: no existe un derecho a la diversión. Ni a fumar en público. Decimos que tenemos derecho a fumar o a divertirnos como enunciados coloquiales de una libertad individual que sí está juridificada, aunque sólo rige hasta donde colisiona con la de los demás. Existen derechos reconocidos y reglados a la propiedad, a la educación, al honor, a la cultura, al voto, al trabajo, a la participación política, a la vivienda, a la salud, a la libre expresión y circulación, y aun así pueden ser suspendidos o limitados por razones excepcionales de fuerza mayor y con refrendo de una mayoría parlamentaria, como sucedió durante el estado de alarma. Pero las copas, el botellón, el baile o el pitillo en la terraza no forman parte de ese catálogo, y menos cuando pueden suponer un perjuicio a terceros como ocurre de hecho en numerosos locales y fiestas propias del habitual ocio veraniego.
El problema sobre el que quizá no se ha insistido lo suficiente es que no estamos en una situación habitual sino en una emergencia sanitaria. Y que cada día se rifan estancias gratuitas en la UCI de dos o tres semanas. Las medidas restrictivas decretadas por el Gobierno -en realidad acordadas, porque son las autonomías las que las han reclamado y las que han de aplicarlas- sólo pecan de llegar acaso demasiado tarde para surtir eficacia. Pero por una vez, y a rastras de las circunstancias, se ha producido una coordinación institucional imperiosamente necesaria. Por supuesto que se trata de decisiones antipáticas que conllevan un perjuicio para ciertos sectores de negocio condenados a bajar la persiana; el mismo trastorno que han sufrido antes otras muchas actividades comerciales e industriales de mayor necesidad e impacto en la vida cotidiana. Lo que ha faltado es pedagogía del deber para explicar a la población, sobre todo a la más joven, que la llamada nueva normalidad era una metáfora porque no volveremos a una existencia normal hasta que la epidemia esté controlada. Y no lo está por mucho que tras el severo confinamiento se abriese una ventana de ficticia esperanza.
Habrá más medidas, con mayor o menor acierto, y afectarán a materias y asuntos más serios. A la enseñanza por ejemplo -que sí es un derecho-, donde la disfunción autonómica, la confrontación partidista y el absentismo del Ministerio van a convertir en un desbarajuste la vuelta al colegio. Está muy dicho que nos han tocado los peores dirigentes en el peor momento: sectarios, adanistas, ineptos. Pero el fracaso colectivo está garantizado sin remedio si la irresponsabilidad social se suma a la incompetencia del Gobierno.
Nos jugamos algo mucho más importante que las discotecas o el tabaco. Durante el largo encierro, entre la tragedia y el caos, aprendimos -el que no lo supiera- que no había liderazgo. El desastre definitivo se producirá si demostramos que tampoco hay ciudadanos.