El arte barroco de la Semana Santa es teológico. Su inspiración parte de los fundamentos doctrinales de la Contrarreforma y sus obras maestras fueron encargadas y concebidas para representar, a través de una belleza didáctica, las certezas católicas. Por eso el Cachorro, como ha señalado Alberto García Reyes en una crónica primorosa, no vio el Coliseo ni ningún otro monumento –salvo quizá la cúpula de San Pedro– en su recorrido por Roma. Como tampoco ve nunca Sevilla. La mirada del Cristo trianero se dirige hacia arriba, hacia el Dios por el que ha ofrecido su existencia que expira. «Cachorro, fíjate en mí, mira lo que estoy sufriendo», escribió el poeta Ortiz de Lanzagorta en boca del cantaor gitano Chocolate: el grito de un hombre desesperado que pide consuelo a la imagen. Pero esa talla de madera expresa la esperanza trascendente de que la redención se encuentre en otra parte, al final de un proceso expiatorio para el que su propio sacrificio resulta inexcusable.
Las dos grandes escuelas de la imaginería barroca española, la andaluza y la castellana, dominaron el sábado la procesión del Jubileo de las Cofradías en los majestuosos escenarios romanos. La religiosidad popular, la espiritualidad sentimental de la calle, en el corazón de una cristiandad que busca su papel en la complejidad del mundo contemporáneo. En la víspera de la inauguración oficial de un nuevo Papado, el de un fraile de esa Orden de San Agustín que lleva cinco siglos tratando de borrar el estigma de haber albergado en sus filas el cisma luterano. A Lutero, el reformista harto de la corrupción eclesiástica, lo excomulgó otro León, el décimo, en un intento vano de retener la confianza dilapidada por una institución demasiado atenta al mantenimiento de su autoridad mundana. Poco después, Ignacio de Loyola armaría su formidable estructura evangelizadora: una compañía misionera capaz de extender por todo el mundo el dogma de la ortodoxia.
La Iglesia tuvo que hacer pedagogía. Guerrear con los herejes o perseguirlos no bastaba para frenar a un protestantismo en plena fase expansiva. De ahí sale el esfuerzo creativo que explica la doctrina a través de un sobrecogedor despliegue de grandeza artística, cuya impronta aún determina en amplias capas sociales un sentido de la fe, una manera de enfrentarse a la muerte y de entender la vida. Durante mucho tiempo, la pujanza cofrade despertó recelos en la jerarquía, inquieta ante una forma de organización alternativa. Pero en esta época secularizada, la cúpula eclesial parece haber comprendido que ese fervor intuitivo, esa piedad espontánea articulada sobre el magnetismo del rito, está al servicio de sus mismos principios aunque no siempre le pida permiso. Y quizá no resulte casual que de los dos últimos Papas uno fuera jesuita y el otro sea agustino. La Historia tiene muchos giros, pero al final suele cerrar sus círculos.