CulturaÉtica y MoralGente y SociedadHumanismoOtros temas

Instrucciones para ser un buen pesimista

Quien asegura que corren tiempos terribles y aciagos es porque, quizá, no se haya parado a pensar en el desarrollo histórico humano, repleto de infortunios de todo tipo, plagas y epidemias, guerras y catástrofes naturales. Precisamente, todo libro de autoayuda parte de la idea de que el mundo, y uno mismo, puede mejorar. Nos vemos avasallados por toda una literatura que intenta hacer del mundo un lugar más agradable cuando, a la vista de la realidad, todo parece sugerirnos lo contrario: no existe posibilidad de progreso.

Sin embargo, aunque esto parezca una evidencia, se desprecian con demasiada facilidad las bonanzas de un saludable pesimismo, que, lejos de lo que suele mantenerse, no nos aboca a un escenario apocalíptico o a sostener una actitud de rendición o, más aún, un talante depresivo u oscuro. Más bien, un pesimismo correcta y cabalmente entendido ayuda a asentarnos en nuestro ahora, en nuestra circunstancia, y, lejos de esperar que las cosas mejoren, se sitúa críticamente ante el escenario humano para pensarlo y rebelarse contra las crueldades que contiene, por mucho que le parezcan inevitables: su invitación es, pues, la de aspirar a conquistar un mundo más habitable, consciente siempre de sus limitaciones y adversidades.

Un pesimismo correcta y cabalmente entendido ayuda a asentarnos en nuestro ahora, en nuestra circunstancia

Algunas pautas pueden auxiliarnos para entender la conveniencia de defender un sano y enriquecedor pesimismo en nuestros días:

  1. Todo gran pensamiento, así como todo gran avance científico, surge a la luz (o mejor dicho, a la sombra) de grandes desastres. Tanto la incertidumbre como el mal efectivo nos ponen contra las cuerdas y, al asumirlos, crean un aguijón que nos permite desarrollar un pensamiento activo y una acción comprometida, tanto con nosotros y nuestra vocación como con la sociedad.
  2. Al contrario, la dañina doctrina de la felicidad y de los libros de autoayuda tienden a negar el sufrimiento, el dolor y las consecuencias (a veces muy graves) de las grandes catástrofes, lo que tiende a dejar las cosas como están, acogiéndolas como inevitables y, por tanto, como insalvables desde cualquier punto de vista. El más dulzón optimismo no solo edulcora la realidad, sino que la falsea, sentándose a esperar confiado en una bondadosa Providencia.
  3. El pesimista tiene siempre en cuenta la desgracia, propia y ajena, y por eso todo pesimismo es, a la vez, un humanismo, pues se hace cargo de lo que ocurre a su alrededor para intentar, si no paliar, sí al menos impedir su expansión. El pesimista cree en —y crea— empatía, al saberse partícipe de un mal común: como escribía Baltasar Gracián, «gran presagio de miserias es el haber nacido».
  4. No solo en lo físico, sino también en lo psicológico y emocional, el pesimista conoce nuestro desamparo y la necesidad, en correspondencia, de encontrar un sentido a nuestra existencia. Ese sentido, por tanto, es una construcción, y no algo que pueda ser otorgado desde el Estado, la religión u otras instancias.
  5. En el mismo sentido, y lejos de lo que suele decirse, el pesimista sí cree en la felicidad, mas no como un don o un regalo, sino como una plena y consciente conquista que solo se alcanza a través de un denodado esfuerzo. No existen fórmulas, no hay «magia de la felicidad»: solo el ahínco por perfeccionarse y encontrar fugaces momentos de alegría que, normalmente, se escapan de las manos como arena de playa. De ahí que sea tan importante disfrutarla cuando llega, sabiendo, a la vez, que se marchará.
  6. El pesimista se sabe sujeto a la dinámica inmortal del deseo, de la voluntad. Somos animales deseantes que, por mucho que cuenten con la razón, han de verse espoleados por multitud de impulsos y emociones. Al existir con la consciencia de esta esclavitud, el pesimista no cree vanamente en el dominio del intelecto, de nuestras potencias intelectuales; al contrario, nos pone sobre la pista de que siempre se darán potencias irreprimibles que harán de nosotros un animal entre otros. Algo más educado, quizá, que los demás, pero animal al fin y al cabo, un mecanismo biológico más de cuantos componen la naturaleza.
  7. Precisamente porque el pesimista conoce la inanidad y el sinsentido de la vida, no se desespera, sino que intenta situarse (y se sitúa) en esa condición para no alarmarse innecesariamente. Nuestro espíritu debe encontrar la paz a través del conocimiento y de la asunción de la propia vulnerabilidad, que también es ajena. Una nueva razón para pensar en el pesimismo como un humanismo.
  8. El pesimista no llama al suicidio ni condena la vida, sino que denuncia los alaridos con que se la ensalza desde el optimismo como un preciado regalo. El pesimismo, bien entendido, es un realismo del pensamiento y de la acción: no hay pesimista que quiera entregarse a las garras de la muerte, aunque piense en sus posibles efectos benefactores y entienda su inevitabilidad; más bien, se entrega a la vida, sabedor de sus inmundicias.
  9. El pesimista considera que el bien más preciado es la tranquilidad, es decir, saber sortear los sinsabores propios de la existencia, sin nunca caer en una enfermiza evitación que solo conduce a una neurosis obsesiva. Los males llegarán; cuando esto sucede, el pesimista está preparado y los sabrá afrontar, acogiéndolos de buen grado.
  10. No por ello el pesimista es un resignado y servil individuo; al revés, el pesimista es un revolucionario encubierto. Un revolucionario intelectual. No espera de manera inocente a que las cosas cambien, sino que, a la vista de lo inevitable del mal, pone remedio para saber encajarlo sin rencor y, en la medida de lo posible, evitarlo y, si es posible, solucionarlo.
  11. La esperanza es un recurso que debe emplearse con mucha precaución: el pesimista no se entrega a la esperanza, sino que la dosifica y conoce sus peligros. Como escribió Leopardi, «quien espera, desespera», y nada hay peor que una expectativa defraudada. El pesimista vive sanamente desesperanzado y, cuando ve una oportunidad de mejora, la emplea sin creer que por ello su acción se convertirá en regla universal: es decir, no por el hecho de que todos aprovechemos una coyuntura positiva, el mundo mejorará, puesto que no todos estarán dispuestos a cooperar por el bien común.
  12. En definitiva, el pesimista es alguien que ha alcanzado una lucidez tal, que no le importa reconocer la falta de fundamento de este mundo e incluso la absurdidad de la existencia, sin por ello despreciarla, sino que, más bien, no quiere huir de ella y desea explorarla hasta sus últimas consecuencias. En tiempos de barbarie, dolor y desesperanza, el pesimista sensato es el último en tirar las armas y nunca cae en la inacción.

 

 

Botón volver arriba