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Irene Vallejo: El ágora de las ciudades errantes

Fui niña en un barrio de una gran ciudad. Alrededor de mi casa, en un misterioso perímetro, en una burbuja acotada por el rugido de las avenidas, la vida tenía las hechuras de un pueblo. Bandadas infantiles persiguiéndose. Tráfico escaso y lento, calles bajo nuestra entera soberanía. Una casa abandonada, con su jardín selvático, donde entrábamos a la caza de fantasmas o ruidos misteriosos por el puro placer de compartir el miedo. Un río del color del barro con riberas descuidadas y exuberantes, donde trepar a los árboles. Recuerdo el tedio, la impaciencia y la camaradería, sentada sobre el respaldo de los bancos en las plazas. Ese modo manirroto de gastar el tiempo durante esos veranos en los que fuimos eternos. El aprendizaje del deseo, los primeros enamoramientos descabellados. Salíamos a la calle, sin dinero, a pasear la sed y la confusión, a hablar y cantar bajo los aligustres mientras atardecía.

Hoy, pese a las proclamas verdes, las ciudades talan árboles, los parques menguan, y proliferan las plazas de hormigón. Desaparecen los bancos donde sentarse a dejar pasar las horas gratis, donde sentir la bienvenida de una convivencia improvisada. Su ausencia nos empuja a pagar la factura de la comodidad en terrazas, restaurantes o tiendas. Triunfa el urbanismo poco confortable, los desiertos de cemento, la intemperie sin doseles vegetales: la áspera hostilidad frente a la hospitalidad. El espacio público se parece cada vez menos a una extensión colectiva del hogar, y cada vez más a los fríos corredores de un centro comercial. Quien no quiere o no puede gastar, exiliado del consumo, solo puede circular, como peatón errante.

Ya tenemos asociada la palabra “banco” al dinero más que al asiento donde reposar y reunirnos con otras personas, sin la urgencia de comprar. En realidad, la primera acepción deriva de la segunda. Al final del medievo, apareció el banquero, un personaje que allí sentado recibía y prestaba dinero. Era una forma de ofrecerse a sus clientes, bien visible, en las plazas más concurridas. Algunos diccionarios y tratados comerciales del siglo XVII remontan ahí el término “bancarrota”: al perder el prestamista la solvencia o engañar a sus conciudadanos, era obligado a destruir públicamente su banco como señal de infamia. Otros tomaban su lugar, desbancándolos.

Aunque parezcan poco trascendentes, las decisiones urbanísticas tienen inmensas consecuencias porque modelan las pautas de nuestros movimientos y definen los vínculos entre las personas. En Muerte y vida de las grandes ciudades, la escritora y activista Jane Jacobs reflexionó sobre las calles como territorios de encuentro entre personas diversas. En una época presidida por corrientes opuestas, Jacobs defendió los barrios donde conviven, se entremezclan, chocan, juegan y se hacen favores mutuos personas de distintos orígenes. Defendía la complejidad organizada de las ciudades, el ballet de gentes que se cruzan y se descubren en sus itinerarios cotidianos.

Los bancos —para sentarse— y la celosía vegetal de los árboles favorecen los encuentros: alivian, templan, vuelven habitables y acogedoras las rutas de los días. Las conversaciones son más probables en lugares atractivos para detenerse. Las personas enfermas o ancianas necesitan asientos donde descansar en sus paseos. La vitalidad urbana pende de un hilo finísimo que nadie debería cortar. En 1923, la anarquista zaragozana Amparo Poch, una de las primeras mujeres licenciadas en Medicina, escribió en el periódico La Voz de la Región, tras una tala en los alrededores de su casa: “Yo he visto desaparecer los árboles que eran el collar y la vida de esta pobre calle. He llorado las muertes de mis compañeros árboles”.

Nuestros antepasados griegos inventaron el ágora como un espacio urbano para estar juntos. En el origen no era el mercado, como muchas veces se traduce, sino un lugar de reunión donde los ciudadanos nacidos en libertad podían congregarse —en un primigenio Congreso— para escuchar los anuncios cívicos y conversar sobre política. Más tarde albergaría también a los tenderetes de los mercaderes. Las primeras representaciones de las tragedias y comedias clásicas sucedieron en la plaza de Atenas o sus alrededores. El sofista Protágoras enseñaba en los edificios públicos; Parménides, Anaxágoras y otros visitaban el ágora, donde compartían sus ideas con el público; allí Sócrates interrogaba sin rodeos a los conciudadanos sobre sus valores. Fuentes, arquitecturas, porches y jardines ofrecían protección frente al sol y la lluvia. De los pórticos atenienses —estoas— deriva el nombre del estoicismo, pues en ellos el filósofo Zenón de Citio impartía sus enseñanzas. El sabio Diógenes encontró a su sombra una buena solución para la vida de un exiliado con economía bajo mínimos. “Mirad el pórtico de Zeus y la avenida de los desfiles— decía el filósofo— parecería que los atenienses los han decorado para que yo tenga aquí mi casa”.

El ágora de Atenas fue un primer experimento de ciudadanía en la incipiente democracia. Allí se escuchaba el zumbido continuo de las conversaciones, las voces rotundas de los oradores, la música de los simposios, la polifonía constante de opiniones, controversias y conflictos. El ágora no era solo una exposición diaria de productos agrícolas y pescado fresco; era un mercado cotidiano de ideas, el lugar donde los ciudadanos creaban cada día un improvisado periódico, efervescente de titulares atrevidos, noticias de última hora, columnas y editoriales en voz alta.

Hoy el discurso se vuelve —a la par que las calles— duro y desapacible. La vida en común necesita expandirse por espacios amables, plazas que nutren el poso y la pausa, con cúpulas de árboles, fuentes refrescantes, bancos para descansar y descubrir al prójimo. Con sombras que resguardan el juego infantil, la lectura al aire libre, una espera anhelante, una cita, una comida veloz, un océano de tiempo. Abiertos a todos, sin necesidad de gastar. Allí, en la convicción de que juntos pensamos mejor, se edifica la conversación pública que nutre la democracia. Si perdemos esa confianza y esos lugares de confluencia; si, como advierte Jorge Dioni en El malestar de las ciudades, nuestros territorios de socialización son privados y basados en el consumo, corremos el riesgo de pensarnos solo en primera persona, sin contexto: autoayuda, autopromoción y autoexplotación. Al optar por la primacía de lo individual, transitaríamos el viaje inverso: del ágora al ego.

La forma de entender calles, plazas y edificios no persigue solo la funcionalidad o la belleza. Ejerce una poderosa influencia en nuestra forma de sentir y pensar; construye nuestra percepción de la seguridad; nos inclina a emprender ciertas actividades en vez de otras. Si los espacios colectivos no son acogedores, propician la incomunicación. La ausencia de árboles y la impotencia de los embotellamientos pueden ser detonantes de un sordo sentimiento de angustia y soledad. Los no lugares, los que transitamos al recorrer un centro comercial, conducir por la autopista o esperar nuestro vuelo en un aeropuerto, se alían con relaciones humanas fugaces. Así desembocamos en un pensamiento más individualista, menos comunitario. Sin parques ni bancos, separados y apresurados, en lugar de sentados y dicharacheros, contemplamos al prójimo como un estorbo para caminar rápido, o incluso como un adversario. La política, ciencia de la polis, es un arte que invita a imaginar plazas —ciudades, continentes, mundos— donde convivir, conversar y consensuar juntos. Un paisaje público árido, arisco y aislado nos conduciría a la bancarrota.

 

 

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