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Isabel Coixet: A veces, las películas

Hay películas que se deslizan por tus dedos como arena fina, otras son pegajosas y desagradables: a veces te asaltan sus imágenes como los restos confusos de una pesadilla. Hay películas que crecen en el recuerdo, otras desaparecen. Cuando has visto 23 películas en nueve días, todos sus fotogramas se pelean entre sí, buscando un sitio en tu cabeza donde quedarse. Creo que soy una buena espectadora.

Llevo yendo al cine desde niña y probablemente he pasado más tiempo sentada en una sala de cine que sentada en una mesa de trabajo. Cuando estoy delante de la pantalla, puedo olvidarme de mi oficio, de las luces y las cámaras y los trucos y los efectos; si la película me cautiva, me meto dentro y ya no soy yo: soy el chaval israelí de 18 años que no quiere empuñar un arma, soy la niña que se siente niño, soy el marinero filipino que se aferra a su Biblia, soy una mujer que ya no reconoce a su hijo, soy el perro que agoniza. O un hombre a punto de abandonar a su familia y desaparecer en la tundra para siempre. Por un rato, puedo ser todos ellos si los artífices de una película han sabido construir la narrativa para que yo me convierta en todos esos personajes tan lejanos a mí.

 

Persecuciones de coches rodadas con cuatro cámaras, explosiones, peleas interminables, frases solemnes, uso y abuso del dron hasta para rodar a una niña cogiendo una flor. Todo eso puebla el cine de hoy

 

Cuando me preguntan cuál es la clave para hacer buenas películas, digo siempre que no lo sé; lo que sí sé es que la clave para cautivar al espectador es crear personajes que te importen, personajes por los que sufras, por los que rías, por los que suspires de alivio cuando se libren de situaciones peligrosas. Por los que sientas algo. La construcción férrea y delicada de los  personajes, con toques y detalles, a veces aparentemente banales, es fundamental para que te hagan amar una película, aunque sea imperfecta y repetitiva y se vean las costuras del armazón.

Los directores a veces nos empeñamos en mostrar lo que sabemos hacer como los cocineros en sus menús degustación: queremos enseñar todo nuestro plumaje, la pirotecnia, el ‘ahora sin manos’, como los niños ante los invitados de sus padres. Persecuciones de coches rodadas con cuatro cámaras, explosiones, peleas interminables, autobuses que se caen por precipicios, frases solemnes, interminables funerales, uso y abuso del dron hasta para rodar a una niña cogiendo una flor. Todas esas cosas que pueblan el cine de nuestros días. Nos olvidamos de que hay espectadores que se van a enamorar de la cara de un perro tuerto, de un silencio repentino tras un largo monólogo, de un plano de un cisne negro mirando a un pato de plástico de tamaño natural, de un encuadre insólito de medio rostro iluminado por un visillo apenas abierto. Estar en un jurado de un gran festival como el de Venecia, con todo lo que tiene de aparatoso y artificioso y engañoso, me ha permitido rememorar qué es lo realmente importante de las películas, de los que las ven y de los que las hacemos. Espero que no se me olvide.

 

 

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