Isabel Coixet: Alexandra Kollontaï
Leo con perplejidad cómo, en múltiples columnas, pódcasts y tribunas, numerosísimos autores parecen atribuirse sin reparos conceptos que podemos encontrar ya en textos de hace muchos decenios escritos por autoras con un coraje y una claridad de ideas apabullantes.
El amor que ella pide es una forma de camaradería erótica habladora, libre de deseos corrosivos y posesivos. Por ello, aboga por la abolición del matrimonio monógamo
«No hay país, ningún pueblo donde la cuestión de las relaciones entre los sexos no haya adquirido un carácter cada vez más candente y doloroso», escribió Alexandra Kollontaï, diagnosticando una «crisis sexual aguda», marcada por «el papel que el sexo ocupa en la vida de las personas cuando se lo considera un instrumento de poder». Esta frase, que podría haber sido pronunciada hoy en cualquier país del mundo, tras los recientes escándalos que sacuden a hombres con poder en diferentes estratos de la sociedad, fue formulada en el corazón de la Rusia soviética por esta visionaria nacida en 1872 en San Petersburgo. Ella construyó un proyecto social de premonitaria modernidad: la «reinvención de las formas del amor y de la sexualidad».
Ser mujer, querer reinventar el amor: esto bastaba para despertar sospechas, empezando por las del propio Lenin. ¿Cómo puedes ser comunista y preocuparte por la sexualidad? ¿Cómo se relaciona esto con la lucha por la libertad? Para el líder bolchevique, estas concepciones sólo podían ser fruto de una burguesía ociosa y de moral disoluta. Entre las ideas más ofensivas: la teoría del ‘vaso de agua’ atribuida a Kollontaï, según la cual tener relaciones sexuales «debería ser tan simple y sin mayor importancia que beber un vaso de agua». En otras palabras: no debemos sentirnos culpables por tener relaciones sexuales y románticas con varias personas. Este «amor multiforme» es, de hecho, el directo precursor de lo que ahora llamamos ‘poliamor’.
En respuesta a las numerosísimas críticas que terminaron con su carrera política, la escritora, que fue la primera mujer en ocupar un puesto en el Gobierno soviético, sostuvo siempre que repensar el amor, y más ampliamente la forma ‘familia’, no es una moda burguesa, sino que esa desmitificación y liberalización del sexo estaba destinada a liberar a las mujeres de lo que ella llama la «triple carga» de trabajadora, madre y esposa o, en palabras acuñadas hoy mismo, «la carga mental». Kollontaï también mantuvo una relación crítica con el ‘amor libre’, practicado en un mundo capitalista. En una sociedad competitiva marcada por períodos reducidos de tiempo libre, el individuo sufre de «impotencia amorosa», que le impide cultivar relaciones profundas. Lejos del libertinaje burgués castigado por Lenin, el amor que ella pide es una forma de camaradería erótica habladora, libre de deseos corrosivos y posesivos. Por ello, aboga por la abolición del matrimonio monógamo, transmitiendo el sentimiento «tan profundamente arraigado, del derecho sobre el cuerpo, pero también sobre el alma del cónyuge».
El barniz romántico de este ideal burgués, que aboga por la fusión entre dos almas, fue una fuente de gran sufrimiento para ella en su vida personal. «Tuve que irme, tuve que romper con el hombre que había elegido, de lo contrario […] iba a exponerme al peligro de perder mi identidad», escribe Kollontaï en sus memorias, Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada, reeditada recientemente. Kollontaï fue vilipendiada y calumniada por sus compañeros de partido, que no podían soportar su libertad de pensamiento, aunque supo no enemistarse con Stalin, manteniéndose a prudente distancia de él, como parte de la diplomacia rusa en el extranjero.
Cuando le preguntaron si creía que las mujeres debían renunciar a las faldas y adoptar los pantalones, respondió: «No hay que tomar prestado nada de los hombres, llevan demasiado mal los problemas de este mundo».