Isabel Coixet: La mujer que desayuna con agua
No ha probado el café nunca, ni la coca-cola ni el alcohol. Desayuna con agua y zumo de manzana. No tiene televisor. Sólo ve películas antiguas, cuando las ve. ¿Series? No, no ve ni entiende por qué todo el mundo las ve. No sabe muy bien qué ocurre a unos pocos kilómetros de donde vive. Le cuesta seguir una conversación porque no entiende la mitad de lo que decimos. Ha tenido muchos hijos de tres parejas y no, no ha supuesto ningún problema, unos cuidaban de los otros. Vive en la granja que le dejaron sus abuelos. No cree en la medicina convencional. Se levanta cada mañana a las seis y a las diez ya está dando cabezadas. Vive en su propia cápsula de tiempo. Nunca ha estado en un hotel, siempre viaja con tienda de campaña. Tampoco ha cogido un avión. No come carne. Su ropa siempre es de segunda mano. No tiene teléfono móvil.
Una parte de mí se inclina a admirarla profundamente y la otra sólo querría cogerla por los hombros y zarandearla. Se lo digo, pero no me entiende. Lo más alarmante de ella es la falta total de sentido del humor. Querría decirle que hay un mundo más allá de la granja, que igual no es tan malo como ella cree. Querría decirle que no hace falta que insista tanto en sus madrugones y en su rechazo frontal a tantas cosas que nunca ha probado, que los demás (en este caso, una amiga y yo) también madrugamos y no comulgamos con todo lo que vemos. Parece creer que el resto del mundo somos un puñado de descerebrados que nos pasamos el día mirando el móvil, emborrachándonos y despilfarrando lo que ganamos.
Se vanagloria de su ignorancia y eso me pone en guardia. Siempre tengo que sospechar de la gente que no bebe y que está contenta de ser como es
Me gustaría saber si siempre es así de tranquila, me gustaría saber muchas cosas, pero no lo pone fácil. Tiene esa mirada de «lo que ves es lo que hay». Miro a la amiga que está conmigo y ella también parece estar devanándose los sesos para mantener la conversación a flote: siempre es trabajoso cuando la otra persona carece de sentido del humor.
Hay algo de vanidoso y fatuo en su actitud disfrazado de falsa humildad. Ese tono santurrón con el que afirma que no sabe de qué hablamos cuando hablamos la boda de Jennifer Lopez o del atentado a Salman Rushdie o lo que sea porque ni lee ni escucha ni ve las noticias. Se vanagloria de su ignorancia y eso me pone en guardia. Siempre tengo que sospechar de la gente que no bebe y que está contenta de ser como es. Creo que la razón por la que una mujer como ella me saca de mis casillas es porque justamente tiene algo que a mí me falta: está absolutamente satisfecha de la vida que lleva y piensa que todo el mundo se equivoca llevando otras vidas. A mí me sucede lo contrario, pueden ocurrírseme siempre mil vidas mejores; qué digo: un millón. Y es verdad que envidio que haya renunciado a la carne, que es algo que siempre pienso que debo hacer y nunca hago. Y que no tenga teléfono, eso también se lo envidio. Igual la envidio más de lo que quiero admitir.
Mientras nosotras nos interesamos por su vida, ella no siente la menor curiosidad por lo que hacemos. No nos pregunta nada y así la conversación va languideciendo hasta que ella bosteza y yo saco el champagne y le ofrezco y me mira como si le hubiera ofrecido veneno. Le digo que lo siento, que se me olvida que no bebe; sonríe beatíficamente. Son las diez y ya tiene que irse porque, claro, madrugar, ordeñar las cabras, los siete niños… Cuando se va, le digo a mi amiga que qué le ha parecido y ella dice: «Creo que ‘Yo desayuno con agua’ es la frase más triste del mundo». Le digo que tiene razón. Abrimos la botella de champagne y nos la bebemos, brindando a la salud de la mujer que desayuna con agua.