Cultura y Artes

Izaguirre: Villanueva y su amorosa mirada colonial

En un libro suyo titulado Caracas en tres tiempos, le preguntan al autor Carlos Raúl Villanueva si le gustaba lo colonial, y este respondía: “A mí sí me gusta, lo que pasa es que no soy un copista. Si usted me regala La Vega o me regala la Quinta Anauco, o me regala la casa del Club Caraballeda, estaría encantado. Pero yo sería incapaz de hacer un falso colonial”.

Sin embargo, las columnas barrigonas de El Silencio rinden claro homenaje a la arquitectura colonial y me tocó siendo estudiante del Liceo Fermín Toro caminar desde la esquina de Pescador, en la parroquia San Juan, y atravesar El Silencio de Villanueva y su amor colonial para llegar al liceo que junto al Andrés Bello se consideraba espléndido ejemplo de alto nivel educativo. Pero entonces yo ignoraba o desconocía en mí semejante resonancia colonial: ya era un tesoro estudiar en un liceo como el Fermín Toro de tanta majestad pedagógica donde conocí a Adriano González León, a Elisa Lerner y a Luis García Morales, a quienes acompañé en el Grupo Sardio, renovador de la literatura venezolana, antes de convertirse en El Techo de la Ballena, un brillante  movimiento cultural de inspiración cubana y tardío dadaísmo.

Pero hoy a mi avanzada edad, me percato del prodigio que significaba para mí cruzar y sentir diariamente un lejano y perdido aire colonial para encontrarme de frente con la arquitectura porque el edificio creado y levantado en la esquina de Solís era algo más que un hermoso liceo, en cuyos pisos encontraban sus alumnos portentosas esculturas de Francisco Narváez y verdaderos maestros. El edificio es algo mucho más prodigioso que un liceo, es la presencia de Cipriano Domínguez, uno de nuestros más importantes arquitectos y con él lo que se le venía encima a la ciudad que me vio nacer: la espectacular resonancia de la arquitectura marcando nuevos pasos hacia la modernidad urbana.

Y ese fue el camino que trazaron mis propias circunstancias y me revelaron en hora temprana que también se abría ante mí un país que al igual que el adolescente que yo era se buscaba a sí mismo.  Aquellas circunstancias también me enseñaron a defender mis actos y pensamientos cada vez que atmósferas hostiles y militares ávidos e intransigentes agredían la sensibilIdad, el talento y el honor de civiles como yo, “enemigos de la patria”; militares que mantienen una insolente indiferencia con relación a los inteligentes proyectos arquitectónicos y urbanísticos que desde entonces enaltecen a mi ciudad.

El camino que le ha tocado seguir al país siempre ha sido tortuoso y difícil, lleno de escombros, de obstáculos y torpes e imprevistas situaciones políticas y desorientaciones económicas y la persistente búsqueda de una democracia que aparece impetuosa y decidida, pero que desaparece cada vez que algún militar sale del cuartel y actúa en política sin quitarse el uniforme y dejando intacto no sólo su mal carácter al impartir órdenes nefastas, sino dejando su arma de reglamento firmemente ajustada en la cadera.

Pero el que me ha tocado tropieza a cada instante con momentos absurdos en los que nos atontamos y creemos en uniones cívico-militares que al poco tiempo dejan atrás cualquier obligación cívica y la militar se adueña de nosotros sólo para azotarnos y empobrecernos.

Decirlo puede sonar estrepitosamente delirante, pero un escritor como Franz Kafka, judío y checo, que escribía en alemán para comunicase con el mundo, me ayudó a entender a mi país porque en lugar de sostener ocasionales y transitorias tesis positivistas, se refería al absurdo y a la soledad; y el absurdo, para bien o para mal, es una permanente y dolorosa presencia venezolana capaz de convertir a la política en tozudo alarde de fechorías narcoterroristas, a un bello liceo en fascinación arquitectónica y a unas barrigonas columnas en una amorosa mirada colonial.

 

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