Javier Marías: Buen camino para el asesinato
Frances McDormand
El arte no es lo mismo que la vida real, en la que todos deberían tener la oportunidad de educarse y trabajar. El arte depende de cada individuo.
Los siete magníficos de 1960 no era un western muy bueno, pero sí simpático. Inferior a otros de su director, John Sturges, era una adaptación, trasladada a México, de Los siete samuráis de Kurosawa. Entre los siete, capitaneados por Yul Brynner vestido de negro, estaban algunos actores principales o secundarios que después alcanzaron la fama: Steve McQueen, James Coburn, Charles Bronson y Robert Vaughn (éste sobre todo en la serie El agente de CIPOL), todos más bien blancos. En 2016 se hizo un remake poco apetecible con Denzel Washington, pero una noche perezosa lo pillé en la tele y le eché un vistazo. En seguida me desinteresó, porque los siete de ahora eran totalmente inverosímiles, como un viejo mural de la ONU representando a las razas del globo. Aparte de Washington, negro, había un hispano o dos, un asiático, un indio o “nativo americano” y no recuerdo si alguien con turbante (puede que lo soñara luego). Esto, de manera artificial y forzada, sucede cada vez más en el cine y en las series estadounidenses, y va ocurriendo en las británicas. Si hay un equipo de policías, suelen componerlo un par de negros o negras (por lo general son los jefes), alguna asiática, un hawaiano, un inuit, varios hispanos. Si la banda es de criminales, la diversidad racial se relaja: pueden ser todos blancos, y además fumadores, puesto que son “los malos”.
Desde la penosa ceremonia de los últimos Óscars hemos sabido a qué se debe esa convención cuasi obligada. La sexista actriz Frances McDormand hizo ponerse en pie sólo a las mujeres nominadas (imagínense que un actor hubiera invitado a lo mismo sólo a sus colegas masculinos: se lo habría bombardeado por tierra, mar y aire), lanzó un discurso y concluyó reivindicando la “Inclusion Rider”. Como nadie sabía qué era eso, se multiplicaron las consultas en Internet y a continuación ha habido un aluvión de elogios tanto a la sexista McDormand como a esa cláusula opresiva que los artistas con poder pueden imponer en sus contratos para dictarles a los creadores (guionistas, adaptadores, directores) lo que tienen que crear. Porque esa cláusula exige que, tanto en el reparto como en el equipo de rodaje, haya al menos un 50% de mujeres, un 40% de diversidad étnica, un 20% de personas con discapacidad y un 5% de individuos LGTBI. Con ello se quiere “comprometer” a la industria a que muestre en sus producciones “una representación real de la sociedad”, y a que éstas “reflejen el mundo en que vivimos”. Uno se pregunta desde cuándo el arte está obligado a tal cosa. La exigencia recuerda a la de los retrógrados que reprochaban a Picasso no plasmar la realidad “tal como era”. O a los que criticaban a Tolkien por evadirse en ficciones fantásticas. Huelga decir que, con esos porcentajes, nunca se podría haber filmado El Padrino ni La ventana indiscreta ni Ciudadano Kane ni casi nada.