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Jean Maninat: Asombro en el hemiciclo

617808_635876215849061861wLos venezolanos presenciamos el 5 de enero la autopsia de la vieja forma de hacer política que por 17 años impuso en el país un clima de iracundia, de violencia verbal -y física- hacia toda disidencia; de frases altisonantes para tratar de domesticar la realidad, de gritos y más gritos, del puño agresivo que chocaba la palma de una mano en señal de violencia identitaria. El maestro de ceremonias del socialismo del siglo XXI dejó como legado el desprecio por la convivencia republicana, el odio de clases como trámite de las diferencias sociales, la peregrina idea de que habían llegado para quedarse. Nadie volverá, solo nosotros nos enrocaremos hasta el final de los siglos.

Pero llegó el 6D y luego el 5E. El baño frío de democracia no le sentó nada bien a la alta jerarquía roja. Eso no estaba en el guión, así no fue como él les dijo que iban a suceder las cosas; se suponía que solo rendirían cuentas ante la historia -la escrita por sus memorialistas-, que el país había sido expropiado a su favor y ya nadie podría recobrarlo. El Acorazado Potemkin navegaría por siempre tranquilo en el ancho mar de la felicidad insular con ellos a bordo. Y ahora esto, este chapuzón malagradecido, esta marejada de desafecto popular, estos millones de traidores que los condujeron a esta infame procesión, a marchar escuálidos frente al mundo, apretujados, lijando el piso con los zapatos, hacia el hemiciclo parlamentario que habían silenciado meticulosamente y que ahora bulle con un ruido alegre como de agua limpia en acequia.

No, así no se suponía que iban a pasar las cosas. ¿Qué hacen esas cámaras de televisión aquí adentro? ¿Quién dejó entrar esos micrófonos, esas grabadoras, esos periodistas? Tanta luz, tanto flash, tantas preguntas volando… tanta algarabía produce mareos. Quizás unos gritos, unos improperios, unas descalificaciones y regrese la debida obediencia. Pero no, lo viejo ya no surte efecto. Ni siquiera reconvocar los espectros de los años sesenta para que hablen desde el más allá ideológico espanta el entusiasmo, ahuyenta la alegría de lo que está renaciendo ante sus ojos atónitos. ¿Quiénes son todos esos muchachos? ¿Quién los convidó a este entierro? ¿De qué se ríen, por qué se abrazan?  Los diputados son tristes, no hablan, saben callar. Solo dicen sí, solo obedecen. O son fieras dispuestas a arremeter con violencia en contra de quien contradiga la línea oficial.

Pero, no, así no se suponía que sucederían las cosas. No habían nacido para ser minoría, para tener que levantar la mano y pedir la palabra, para que los refutaran en público, para rendir cuentas, para sufrir ese tráfago fastidioso que llaman «democracia burguesa» con sus contrapesos institucionales. Ahora tendrán que razonar, esgrimir argumentos, entregar pruebas, debatir, parlamentar. Están obligados a reinventarse si quieren sobrevivir como actores políticos. Es tan fácil salir airados del recinto a cada revés parlamentario, a cada contrariedad contenida en el reglamento de debates. No pueden huir para siempre -menos frente a la presencia ahora algo más golosa de los medios de comunicación- y salir ilesos ante la opinión de quienes los pusieron a trabajar en la AN gracias a sus votos. Ahora tienen que rendir cuentas de sus actos. Su asombro es grande en el hemiciclo.

@jeanmaninat

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