Jill Lepore: Cuando las constituciones se apoderaron del mundo
A partir del siglo XVIII, se les prometieron a los ciudadanos sus derechos por escrito. Esta nueva era, ¿fue estimulada por los ideales de la Ilustración o por los imperativos de la guerra global?
Un día de 1947, Kurt Gödel, Albert Einstein y Oskar Morgenstern iban de Princeton a Trenton en el coche de Morgenstern. Los tres hombres, que habían huido de la Europa nazi y se habían hecho muy amigos en el Instituto de Estudios Avanzados de dicha universidad, se dirigían a un juzgado en el que Gödel, exiliado austriaco, debía presentar el examen de ciudadanía estadounidense, algo que sus dos amigos ya habían hecho. Morgenstern era creador de la teoría de juegos, Einstein de la teoría de la relatividad y Gödel, el mayor lógico desde Aristóteles, había revolucionado las matemáticas y la filosofía con sus teoremas sobre la incompletitud. Morgenstern conducía. Gödel iba sentado atrás. Einstein, que iba delante con Morgenstern, se giró y dijo, burlón, «Entonces, Gödel, ¿estás realmente bien preparado para este examen?«. Gödel puso cara de afligido.
Para preparar su examen de ciudadanía, sabiendo que le harían preguntas sobre la Constitución estadounidense, Gödel se había dedicado a estudiar la historia de Estados Unidos y el derecho constitucional. Una y otra vez, había telefoneado a Morgenstern con creciente pánico por el examen. (Gödel, un paranoico recluso que más tarde murió de inanición, utilizaba el teléfono para hablar con la gente incluso cuando estaban en la misma habitación). Morgenstern le tranquilizó diciendo que «a lo sumo podrían preguntar qué tipo de gobierno tenemos». Pero Gödel sólo se enfadó más. Finalmente, como Morgenstern recordaría más tarde, «me dijo con bastante emoción que al examinar la Constitución, para su consternación, había encontrado algunas contradicciones internas y que podía demostrar cómo de una manera perfectamente legal sería posible que alguien se convirtiera en un dictador y estableciera un régimen fascista, nunca previsto por quienes redactaron la Constitución». Había encontrado un fallo lógico.
Morgenstern le habló a Einstein de la teoría de Gödel; ambos le dijeron a su amigo que no sacara el tema durante el examen. Cuando llegaron a la sala, los tres hombres se sentaron ante un juez, que preguntó a Gödel sobre el gobierno austriaco.
«Era una república, pero la constitución era tal que finalmente se convirtió en una dictadura», dijo.
«Eso está muy mal«, respondió el juez. «Ello no podría ocurrir en este país».
Morgenstern y Einstein seguramente intercambiaron miradas ansiosas. Gödel no pudo contenerse.
«Oh, sí», dijo. «Puedo demostrarlo».
«Oh, Dios, no entremos en ese tema», dijo el juez, y dio por terminado el examen.
Ni Gödel ni sus amigos explicaron nunca en qué consistía la teoría, que desde entonces se conoce como la «Laguna de Gödel«. Para algunas personas, conjeturar sobre la Laguna de Gödel es tan atractivo como conjeturar sobre el último teorema de Fermat.
En 1949, no mucho tiempo después de que Kurt Gödel se convirtiera en ciudadano estadounidense, Linda Colley nació en el Reino Unido, un país sin constitución escrita. Colley, una de las historiadoras más aclamadas del mundo, es ciudadana británica, y ha sido honrada con el grado de Commander of the Order of the British Empire (C.B.E.). (Si hubiera un Premio Nobel de Historia, Colley sería mi candidato.) Actualmente reside en Estados Unidos. Desde hace unos veinte años da clases en Princeton, recorre los mismos terrenos y revisa los mismos estantes de la biblioteca que Gödel, perpleja y fascinada como él por la naturaleza de las constituciones. «Llegué a este tema como una persona que lo desconocía», escribe en un nuevo libro, incandescente y que revoluciona paradigmas, titulado «The Gun, the Ship, and the Pen: Warfare, Constitutions, and the Making of the Modern World» – «El arma, el barco y la pluma: La guerra, las constituciones y la creación del mundo moderno» (Liveright). «Trasladarme a finales del siglo XX a vivir y trabajar en Estados Unidos, un país que hace un culto de su propia constitución escrita, fue por tanto para mí una experiencia deslumbrante». Colley ha revolucionado gran parte de lo que los historiadores creen sobre los orígenes de las constituciones escritas. La Laguna de Gödel está en Internet; se puede encontrar en muchas partes, desde Reddit hasta GitHub. Cuanto más grave es la crisis constitucional estadounidense, mayor es el interés por la idea de que existe un error en su código constitucional. Pero, para una iluminación genuina sobre la promesa y los límites del constitucionalismo, considere, en cambio, la Regla de Colley: Siga el rastro de la violencia.
«Con el fin de preservar la paz y el buen orden, y para la seguridad de las vidas y propiedades de los habitantes de esta colonia, nos vemos en la necesidad de establecer una forma de gobierno», declaró el congreso de New Hampshire en enero de 1776, meses antes de que las colonias declararan su independencia de Gran Bretaña, en una de las primeras constituciones escritas de la historia del mundo moderno. Después de New Hampshire, todas las demás colonias idearon su propia constitución, y cada nueva, junto con los Artículos de la Confederación, ofrecía otra lección sobre lo que funcionaba y lo que no. Once años más tarde, James Madison, que se había dedicado al estudio de la historia desde sus años de estudiante en Princeton, se preparó para una convención constitucional nacional escribiendo un ensayo titulado «Vicios del sistema político de los Estados Unidos», y luego redactando una constitución. La constitución de Madison, muy retocada durante la convención, fue firmada en septiembre de 1787 y ratificada en junio de 1788.
Muchos de los fundadores tuvieron luego graves dudas sobre el gobierno que habían erigido, como sostiene Dennis Rasmussen en «Fears of a Setting Sun: The Disillusionment of America’s Founders» (Princeton). Washington lamentaba el partidismo, Hamilton creía que el gobierno federal era demasiado débil, Adams condenaba los vicios del pueblo y Jefferson pensaba que la división en torno a la esclavitud condenaría a la Unión, escribiendo, pocos años antes de su muerte: «Lamento que vaya a morir en la creencia de que el sacrificio inútil de la generación del 76, para adquirir el autogobierno y la felicidad en su país, va a ser tirado por la borda por las pasiones insensatas e indignas de sus hijos, y que mi único consuelo será no vivir para tener que llorar por ello. » Sin embargo, como suele decirse, el constitucionalismo estadounidense sirvió de modelo para lo que puede llamarse la era de la elaboración de constituciones, una época que también se caracterizó por la difusión de la democracia; en 1914, gobiernos en todos los continentes habían adoptado constituciones escritas, impulsados por la fuerza de la idea de que la naturaleza de la norma, la estructura del gobierno y la garantía de los derechos son el tipo de cosas que hay que escribir, imprimir y hacer públicas.
Colley no lo ve así. En primer lugar, considera que los orígenes de la redacción de constituciones se encuentran en otros lugares, en realidad, y a menudo muy lejos de Filadelfia. En segundo lugar, cree que es importante separar la difusión del constitucionalismo del auge de la democracia, sobre todo porque muchas naciones que adoptaron constituciones escritas rechazaron la democracia, y todavía lo hacen. En tercer lugar, no está convencida de que la redacción de las constituciones fuera simplemente impulsada por la fuerza de una idea; en cambio, cree que la redacción de las constituciones fue impulsada, en gran parte, por las exigencias de la guerra. Los Estados hacen la guerra y las guerras hacen los Estados, argumentó en su día el sociólogo Charles Tilly. Colley ofrece este corolario: Las guerras hacen que los Estados hagan las constituciones.
Las leyes gobiernan a las personas; las constituciones rigen a los gobiernos. Las constituciones escritas (o talladas), como el Código de Hammurabi, datan de la antigüedad, pero casi nadie las leía (casi nadie sabía leer) y, por lo general, se guardaban bajo llave y acababan perdiéndose. Incluso la Carta Magna prácticamente desapareció después de que el rey Juan pusiera su sello en ella, en 1215. Para que una constitución escrita frene a un gobierno, las personas que viven bajo ese gobierno deben poder obtener una copia de la constitución, de forma fácil y barata, y deben poder leerla. Eso no era posible antes de la invención de la imprenta y del aumento de las tasas de alfabetización. La Constitución de Estados Unidos se imprimió en Filadelfia dos días después de su firma, en el Pennsylvania Packet and Daily Advertiser, un periódico que costaba cuatro peniques.
Kurt Gödel estudió detenidamente las cuatro mil palabras de la Constitución de Estados Unidos y descubrió un fallo lógico; Linda Colley ha realizado un estudio meticuloso de las constituciones escritas en todo el mundo y ha descubierto patrones en las circunstancias en las que cada una fue escrita, distribuida y leída. Según ella, la aparición del constitucionalismo se debió a la creciente letalidad, frecuencia y escala de la guerra. Ello comenzó a mediados del siglo XVIII, cuando los gobernantes, desde China hasta Persia y España, se vieron comprometidos en guerras de larga distancia que involucraban a vastos ejércitos y armadas que costaban sumas asombrosas. Al principio, España pagó estas guerras con el oro y la plata que había saqueado de las Américas, en tierras robadas a los pueblos indígenas. El propio comercio de esclavos era una característica de la creciente violencia y el alcance cada vez mayor de la guerra a principios de la era moderna. El imperio Oyo, del pueblo Yoruba (Nota del traductor: en lo que hoy es parte de Nigeria y Benin) reclutó a más de cincuenta mil soldados. Durante un periodo en el que el Reino de Dahomey fue invadido siete veces, los soldados de Dahomey capturaron, en un solo año, 1724, más de ocho mil cautivos. Los holandeses, los portugueses y los ingleses compensaron el coste de las armas y de los hombres comprando y vendiendo y explotando el trabajo -robando las vidas- de hombres, mujeres y niños africanos. La mayor parte del resto del mundo pagó sus extensas y devastadoras guerras aumentando los impuestos.
Esos impuestos cambiaron el curso de la historia. La magnitud del sacrificio que los gobernantes exigían a la gente común -el saqueo de sus escasos ahorros; las vidas, las extremidades y el sustento de hijos, padres y esposos- hizo que la gente tuviera una nueva y angustiosa valoración de los inmensos poderes de esos gobernantes, y también de su crueldad. Cada vez más, los gobernantes convencieron a sus pueblos de que aceptaran los terribles costes de las guerras mundiales que duraban años, prometiéndoles derechos (a veces incluso el derecho a elegir a sus gobernantes) y aceptando límites a sus propios poderes. El constitucionalismo no salió de la cabeza de James Madison, como Atenea de Zeus, simplemente por todos los libros que había leído. Claro que el constitucionalismo salió volando de las páginas de esos libros, pero también salió disparado del cañón de un arma de fuego.
Este argumento también explica la falta de una constitución escrita en el Reino Unido. Mucho después de que perdiera trece de sus colonias americanas, en 1781, y mucho después de que aboliera la esclavitud, en 1833, Gran Bretaña continuó apoyando sus guerras en el extranjero y su formidable ejército mediante el cobro de impuestos a sus colonias restantes y el reclutamiento de soldados de esas colonias. Los británicos del siglo XIX celebraban su constitución no escrita. «Nuestra constitución es el aire que respiramos, la sangre inquieta que circula por nuestras venas, el alimento que comemos, el suelo que nos nutre«, decía un periodista británico en 1832. «Las constituciones no están hechas de papel, ni deben ser destruidas por el papel». Ese era un lujo del que sólo podía disfrutar el Imperio Británico.
El precepto de que las guerras hacen que los Estados hagan constituciones se mantiene en otros lugares. Colley comienza su relato en 1755, durante los inicios de un conflicto transcontinental que llegaría a llamarse la Guerra de los Siete Años, cuando Pasquale Paoli, el «capo generale politico e economico» de Córcega, de treinta años, escribió una «costituzione» de diez páginas. Encabezando una rebelión contra el dominio de la isla por parte de la República de Génova, Paoli proponía erigir un Estado. «La Dieta General del Pueblo de Córcega, legítimo dueño de sí mismo», escribió, «habiendo reconquistado su libertad», deseaba «dar una forma duradera y permanente a su gobierno transformándolo en una constitución adecuada para asegurar el bienestar de la nación». Aunque la constitución de Córcega no perduró, sin embargo, se ajusta de forma bastante explícita a la regla de Colley. «Todo corso debe tener algunos derechos políticos», escribió Paoli, porque «si la franquicia de la que es tan celoso no es, al final, más que una ficción risible, ¿qué interés tendría en defender el país?»
La Guerra de los Siete Años, llamada guerra paraguas, supuestamente entre Gran Bretaña y Francia, se extendió desde Prusia hasta Florida, desde Terranova hasta la India. Se enredó con una serie de campañas militares emprendidas por el gobernante persa Nadir Shah Afshar y, tras su muerte, por sus generales, en Turquía, Afganistán, Punjab, Cachemira y Lahore, incluso cuando, en Asia, el emperador Qianlong, quinto miembro de la dinastía Qing, envió ciento cincuenta mil soldados para aplastar el Imperio Dzungar-Mongol. Las guerras generan miseria. «Nos despojamos de hombres y dinero», escribió Voltaire en 1751, «para destruirnos unos a otros en las partes más lejanas de Asia y América». Y las guerras generan todo tipo de papeleo, sobre todo mapas, para hacer nuevas reclamaciones territoriales, y libros de leyes, para explicar la naturaleza del gobierno sobre los territorios recién adquiridos. En los años setenta, el emperador Qianlong encargó a más de un centenar de eruditos la preparación de un compendio titulado «Tratados exhaustivos de nuestra augusta dinastía«, en el que se explicaba cómo gobernaría la Dinastía Qing en su nuevo dominio Dzungar.
Durante las brutales guerras mundiales del siglo XVIII, millones de hombres portaron millones de armas, navegaron cientos de miles de barcos y marcharon con miles de ejércitos. Si la mayoría de esos hombres exigieron derechos políticos, e igualdad política, a cambio de sus sacrificios, no siempre los obtuvieron. Algunas constituciones escritas en la gran época de la redacción de constituciones fueron, como muchas constituciones escritas más recientemente, instrumentos de la tiranía. Pero, cuando las constituciones concedían derechos, era porque el pueblo, en tiempos de guerra, tenía a sus gobiernos cogidos por el cuello.
Las constituciones y los convenios similares, sostiene Colley, son un tipo de papeleo que generan las guerras. En 1765, diez años después de que Paoli redactara la costituzione de Córcega, y finalizando la Guerra de los Siete Años, Catalina la Grande, la emperatriz de Rusia, comenzó a redactar el Nakaz, o Gran Instrucción. Después de haber tomado el trono mediante un golpe de estado en 1762, y por lo tanto insegura en su gobierno, trató de proporcionar un marco para su régimen incluso mientras trabajaba para expandir su reino a través de repetidas campañas militares. Se basó, en particular, en el «Espíritu de las Leyes» de Montesquieu de 1748 ((Catalina lo llamó «el libro de oraciones de todos los monarcas con algo de sentido común«)., que también influyó mucho en James Madison. Montesquieu había denunciado la militarización de la vida moderna, analizando reinos e imperios desde España y Francia hasta China, Japón e India. «Cada monarca mantiene tantos ejércitos en pie como si su pueblo estuviera en peligro de ser exterminado», escribió Montesquieu. «La consecuencia de tal situación es un aumento perpetuo de los impuestos». Él y sus parientes intelectuales tenían una solución, que Colley describe como un atractivo irresistible para los soberanos: «que en una época de violencia militar desenfrenada, costosa y perturbadora en tierra y mar, los legisladores innovadores e informados pudieran intervenir para curar las heridas de la sociedad, restablecer el orden, remodelar sus respectivos Estados y, de paso, pulir su propia reputación».
Ese era el plan de Catalina, como deja claro Colley. Enfrentada a los incesantes desafíos a su autoridad -como extranjera que se había hecho con el trono y como mujer- pretendía, no obstante, llevar a cabo una guerra a gran escala contra el Imperio Otomano y sus aliados en un esfuerzo por ampliar las fronteras de Rusia. Para ello, insistió en su soberanía y garantizó a sus súbditos libertad e igualdad. «La igualdad de los ciudadanos consiste en que todos están sujetos a las mismas leyes», escribió en el Nakaz. Llamó a los impuestos «el tributo que cada ciudadano paga para preservar su propio bienestar».
Catalina dispuso que un órgano legislativo multiétnico, compuesto por quinientos sesenta y cuatro representantes elegidos, se reuniera en Moscú, en 1767, para examinar el Nakaz. Las mujeres pudieron votar a los representantes. Los campesinos podían participar; los siervos, no. A los musulmanes se les asignaron cincuenta y cuatro puestos. Aunque su trabajo consistió principalmente en honrar -más que en debatir o ratificar- el Nakaz, fue una reunión extraordinaria.
El Nakaz circuló mucho más allá de los confines del reino de Catalina. En 1770 ya se había traducido al alemán, al latín, al francés y al inglés; pronto le siguieron ediciones en griego, italiano, letón, rumano, suizo y holandés. El traductor de la edición inglesa lo llamó «constitución«. Colley insinúa su influencia. En 1772, Gustavo III, rey de Suecia y primo de Catalina, había redactado e impreso una nueva constitución de «ley fundamental fija y sagrada». Si los estudiosos estadounidenses interesados en la historia del constitucionalismo han prestado muy poca atención al Nakaz, no es tanto porque el documento no haya servido para apuntalar el régimen de Catalina como porque los estadounidenses son provincianos -en lugar de mirar a Moscú, todos los ojos se dirigen, con adoración, a Filadelfia- y porque fue creado por una mujer.
Las guerras asolaban América, arruinando vidas, arrasando asentamientos y paralizando el comercio. En la Declaración de Independencia, Thomas Jefferson culpó a Jorge III de haber «saqueado nuestros mares, asolado nuestras costas, quemado nuestras ciudades y destruido la vida de nuestro pueblo». Los movimientos independentistas en América -comenzando por la revolución en trece de las colonias norteamericanas de Gran Bretaña y esa primera constitución escrita, la de New Hampshire en 1776, y continuando por la primera constitución de Venezuela, en 1811- implicaron el rechazo a las demandas de los gobernantes de impuestos que apoyaran la guerra y la erección de nuevos gobiernos con controles de esos poderes, con un éxito desigual. La constitución de Haití de 1805, redactada por Jean-Jacques Dessalines, un antiguo esclavo, declaró la igualdad política de los africanos y sus descendientes, que, según el preámbulo de la constitución, habían sido «tan injustamente y durante tanto tiempo considerados como niños marginados».
El rey de Francia convocó los Estados Generales en 1789 -casi dos siglos después de su convocatoria previa- con el propósito de recaudar nuevos impuestos, porque todas esas guerras habían dejado a Francia en bancarrota. La constitución que la Asamblea Nacional revolucionaria adoptó dos años más tarde garantizaba, entre otras cosas, la imposición de impuestos a todos los ciudadanos, el derecho de voto para todos los hombres que pagaran una suma mínima de impuestos, «la instrucción pública para todos los ciudadanos» y «la libertad de todos los hombres para hablar, escribir, imprimir y publicar sus opiniones».
Ubicada en este contexto global, la constitución redactada en Filadelfia en 1787 parece a la vez menos y más original. Colley señala que nueve de los diez primeros Documentos Federalistas («Federalist Papers«) se refieren a los peligros de la guerra y dos más a la insurrección. Treinta de los cincuenta y cinco delegados habían luchado en la guerra por la independencia. Un delegado de Connecticut, Roger Sherman, dijo que había cuatro razones para adoptar una nueva constitución: la defensa contra las potencias extranjeras, la defensa contra las insurrecciones internas, los tratados con las naciones extranjeras y la regulación del comercio exterior. Un factor que se pasó por alto y que distinguió la constitución debatida en Filadelfia de la de Nakaz, sugiere Colley, es la rapidez, facilidad y éxito con que se difundió el documento estadounidense. En Rusia no había periódicos ni prensa provinciales. Por el contrario, cualquiera que quisiera un ejemplar de la Constitución de Estados Unidos pudo tenerlo en cuestión de días después de que la convención se hubo clausurado.
Las guerras hacen que los Estados hagan constituciones; los Estados imprimen constituciones; las constituciones garantizan la libertad de prensa. En las casi seiscientas constituciones redactadas entre 1776 y aproximadamente 1850, el derecho más frecuentemente afirmado -más a menudo que las libertades de religión, de expresión o de reunión- fue la libertad de prensa. Colley sostiene que «la imprenta se consideraba indispensable para que esta nueva tecnología funcionara eficazmente y realizara su trabajo, tanto en el país como en el extranjero».
A medida que más Estados adoptaban constituciones, aumentaba el número de constituciones publicadas y de colecciones de constituciones. Edmund Burke escribió, en 1796, que uno de los principales arquitectos de la constitución francesa de 1791 tenía «nidos de palomares enteros llenos de constituciones ya preparadas, identificadas, clasificadas y numeradas; adaptadas a cada estación y a cada capricho». Un periódico de Estrasburgo incluso imprimió una plantilla para quien quisiera escribir una nueva constitución; todo lo que había que hacer era rellenar los espacios en blanco. La constitución noruega de 1814, redactada apresuradamente en Oslo ante la amenaza de una invasión sueca, copió pasajes, textualmente, de las constituciones impresas de Estados Unidos (1787), Francia (1791, 1793 y 1795), Polonia (1791), Países Bajos (1798), Suecia (1809) y España (1812). La nueva constitución se imprimió y se puso a disposición de los ciudadanos en las oficinas de correos y, como informa Colley, el gobierno animó a la gente a pegar copias en las paredes de sus casas. En los años veinte, deseosos de despertar el interés en la India por la elaboración de constituciones, Ram Mohan Roy y James Silk Buckingham, editores del Calcutta Journal, publicaron traducciones de las constituciones propuestas para Perú, México y Gran Colombia -cada una de las cuales permitía la igualdad de ciudadanía de personas de diferentes razas-, mientras ignoraban la Constitución de Estados Unidos y todas las nuevas constituciones que estaban redactando los estados americanos que entraban en la Unión. En Estados Unidos, en esos años, los estadounidenses leyeron la autobiografía de William Grimes, un esclavo fugitivo, que había escrito: «Si no fuera por las marcas en mi espalda que me hicieron mientras era esclavo, en mi testamento dejaría mi piel como legado al gobierno, deseando que la convirtieran en pergamino para luego encuadernar la Constitución de la gloriosa América feliz y libre».
Las constituciones conceden derechos; también pueden quitarlos. En 1794, Mary Wollstonecraft celebraba la promesa del constitucionalismo: «Una constitución es un estandarte en torno al cual se reúne el pueblo. Es el pilar de un gobierno, el vínculo de toda unidad y orden social. La investigación de sus principios la convierte en una fuente de luz, de la que salen los rayos de la razón, que hacen progresar gradualmente las facultades mentales de toda la comunidad». Pero las constituciones, dice Colley, casi siempre han empeorado la situación de las mujeres. Antes de que se escribieran las constituciones, las mujeres tenían derechos informales en todo tipo de lugares; las constituciones las excluyeron explícitamente, entre otras cosas porque una constitución, según la formulación de Colley, es un acuerdo alcanzado entre un Estado y sus hombres, que hacen sacrificios al Estado como contribuyentes y soldados, que son diferentes de los sacrificios que hacen las mujeres en tiempos de guerra. Además, toda esa impresión constitucional y su imitación difundieron por todo el mundo las nociones occidentales sobre la limitadísima esfera de la mujer. En 1846, un tercio de los miembros de la Cámara de los Nobles de Hawái eran mujeres jefes; la constitución de Hawái de 1850 restringió el sufragio solo a los hombres. Antes de que la constitución Meiji de 1889 -la primera que se aplicó en Asia Oriental, muy influida por la constitución alemana de 1871- prohibiera el voto a las mujeres japonesas, éstas habían participado, hasta cierto punto, en la política. Como señala Colley, «una vez convertidas en ley y puestas en letra de molde, las desventajas femeninas se hicieron más difíciles de cambiar».
La Constitución de Estados Unidos negaba los derechos políticos a los indígenas y a los esclavos. Y las constituciones estadales adoptadas en el siglo XIX declaraban la soberanía sobre las tierras nativas y prohibían el voto a las mujeres, los negros y los inmigrantes chinos, lo que hacía prácticamente imposible que cualquiera de estas personas utilizara los mecanismos habituales de la política electoral para cambiar su situación. Colley afirma que estas constituciones inspiraron las de lugares como Australia, donde los invasores se habían apoderado de las tierras de pueblos como los maoríes. En 1849, California adoptó una constitución que garantizaba el derecho al voto a «todo ciudadano blanco varón» y afirmaba la soberanía sobre unas fronteras que se extendían hasta incluir «todas las islas, puertos y bahías, a lo largo de la costa del Pacífico«. Al año siguiente, un colono escocés en Sidney dijo: «Miren, por ejemplo, lo que ha sucedido recientemente en California», afirmando asimismo que sus habitantes habían «redactado una constitución para sí mismos que podría servir de modelo para cualquier nación sobre la faz de la tierra».
Sin embargo, esto también se dio en sentido contrario. La constitución de California de 1849, que prohibía la esclavitud, participó en un movimiento mundial para acabar con la esclavitud humana que también incluyó las constituciones, en los años cuarenta y cincuenta, de Túnez, Ecuador, Argentina, Perú, Venezuela y Hawái. A veces, los líderes indígenas -especialmente los monarcas, como el jefe Pomare de Tahití y el rey Kamehameha II de Hawái- podían evitar la colonización adoptando constituciones. Y las constituciones podían desafiar la supremacía blanca. En la convención constitucional de Liberia de 1847, un delegado declaró: «El pueblo de Liberia no necesita la ayuda de los ‘blancos’ para poder elaborar una Constitución para su gobierno». Las guerras hacen que los estados hagan constituciones: la regla se aplica igualmente a la Guerra Civil estadounidense. Con las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta, los estadounidenses reescribieron su constitución, adoptando revisiones de la misma que alteraron sus principios fundamentales.
La constitución Meiji de 1889 llevó la redacción de constituciones a Asia, a la que siguió una aceleración de la redacción de constituciones en toda América Latina. En 1906, China comenzó a estudiar las constituciones de Occidente y de Japón para preparar la suya propia. La redacción de constituciones dio un cambio tras la Gran Guerra, que se cobró unos cuarenta millones de vidas. Fue un giro hacia el ordenamiento no sólo del gobierno sino de la sociedad. Las constituciones de la posguerra, muchas de las cuales no duraron mucho tiempo, tienen algunas características en común: la ausencia de cualquier referencia a Dios, y una preocupación por lo social, especialmente en las constituciones socialistas. Sus autores solían consultar colecciones, como «Select Constitutions of the World», publicada por el Estado Libre de Irlanda (junto a su propia nueva constitución) en 1922. Después de la Segunda Guerra Mundial, las nuevas naciones independientes de Asia y África, y las guerras civiles en todo el mundo, se sumaron a la producción de un creciente cúmulo de constituciones, a menudo efímeras. Muchas constituciones prometen mucho y cumplen poco. Colley se pregunta: «¿Por qué, a la luz de la escasa longevidad de tantas constituciones a lo largo de los siglos, y de la limitada eficacia en muchos casos de estos textos como garantes de un gobierno responsable y de derechos duraderos, múltiples sociedades y pueblos han seguido invirtiendo tiempo, imaginación, pensamiento y esperanza con tanta insistencia en este tipo de dispositivo político y jurídico de papel y pergamino?». Porque, argumenta, «en un mundo profundamente incierto, cambiante, desigual y violento», las constituciones imperfectas «pueden ser lo mejor que podemos esperar».
O tal vez podamos esperar más. «Ninguna parte de una constitución es más importante que los procedimientos que utilizamos para cambiarla», escribe Richard Albert en «Constitutional Amendments: Making, Breaking, and Changing Constitutions» (Oxford). Redactar una constitución es una forma de expresión propia. También lo es enmendar una constitución, una forma de escritura (e impresión) constitucional que Colley no tiene en cuenta, aunque noventa y seis de cada cien constituciones codificadas del mundo contienen una disposición de enmienda. Las constituciones establecen las reglas; las disposiciones de enmienda establecen las reglas para cambiar las reglas.
Estados Unidos fue la primera nación cuya constitución preveía su propia revisión. El Artículo V, la cláusula de enmiendas, dice: «El Congreso, siempre que dos tercios de ambas cámaras lo consideren necesario, propondrá enmiendas a esta Constitución o, a solicitud de las legislaturas de dos tercios de los diversos estados, convocará a una convención para proponer enmiendas, las cuales, en cualquiera de los dos casos, serán válidas a todos los efectos, como parte de esta Constitución, cuando sean ratificadas por las legislaturas de tres cuartos de los diversos estados, o por convenciones en tres cuartos de los mismos, según uno u otro modo de ratificación sea propuesto por el Congreso». Sin el Artículo V, es muy probable que la Constitución no hubiera sido ratificada. Todo el mundo sabía que la Constitución era imperfecta; el Artículo V dejaba entreabierta una puerta constitucional para revisarla, y hacer la Unión, «más perfecta». Los federalistas citaron la disposición de la enmienda cuando argumentaron a favor de la ratificación. Como sostenía James Wilson, un delegado de Pensilvania, el hecho de que el pueblo «pueda cambiar su constitución y su gobierno cuando quiera, no es un principio de discordia, rencor o guerra: es un principio de mejora, satisfacción y paz». Sin una disposición de enmienda, la única manera de cambiar las reglas es derrocar al gobierno, por medio de la insurrección.
El problema, en Estados Unidos, es que es extremadamente difícil enmendar la Constitución. A menudo se piensa que es estructuralmente imposible hoy en día, pero muchos estudiosos sugieren que es sencillamente, en cambio, culturalmente imposible, debido a los mismos reflejos de veneración de la Constitución que inspiraron a Linda Colley a emprender el proyecto que se convirtió en «The Gun, the Ship, and the Pen». El sistema de gobierno establecido por la Constitución está quebrantado de diversas maneras, sujeto a formas de corrupción, decadencia política y medidas antidemocráticas que incluyen el gerrymandering, el filibuster, los gastos de campaña y el límite impuesto al tamaño de la Cámara de Representantes. El profesor de Derecho Sanford Levinson ha escrito: «En la medida en que sigamos venerando irreflexivamente, y por tanto no sometiendo a un examen verdaderamente crítico, nuestra Constitución, nos encontramos en la posición de la esposa maltratada que sigue profesando la «bondad esencial» de su marido maltratador». O, como señaló Burke, «Un Estado que no posea medios para efectuar cambios carece de medios para su conservación».
La Constitución de EE.UU. ha sido revisada tres veces: en 1791, con la ratificación de la Carta de Derechos, las diez primeras enmiendas; después de la Guerra Civil, con la ratificación de las llamadas Enmiendas de Reconstrucción; y durante la Era Progresista, con la ratificación de las Enmiendas Decimosexta, Decimoséptima, Decimoctava y Decimonovena. Ha llegado el momento de otra reinvención.
Otros países modifican regularmente sus constituciones. Los estadounidenses no veneran todas las constituciones; de hecho, son muy aficionados a enmendar las constituciones estadales. Albert informa: «Históricamente, las constituciones estadales estadounidenses han sido enmendadas más de 7.500 veces, lo que supone una media de 150 enmiendas por estado. Esto supone un contraste inequívoco con la Constitución de los Estados Unidos, cuyo índice medio de enmiendas anuales es de un bajísimo 0,07, mientras que la media de todas las constituciones estadales estadounidenses es de 0,35, superior a la media de 0,21 de las constituciones nacionales de todo el mundo».
En lugar de ser enmendada, la Constitución ha sido traicionada, burlada, violada y abandonada, por la fuerza de la práctica. ¿Puede un presidente estadounidense obligar a un líder extranjero a interferir en unas elecciones estadounidenses? Aparentemente. ¿Puede un presidente estadounidense negarse a aceptar los resultados de unas elecciones libres y justas e incitar a una turba a atacar el Congreso para impedir la certificación de los votos? Aparentemente. La Constitución de Estados Unidos, al igual que la Constitución no escrita del Reino Unido, es más que la suma de sus palabras; es la acumulación de prácticas y precedentes.
Kurt Gödel se habría alegrado de oírlo. La Laguna de Gödel no se parece en nada al último teorema de Fermat, porque los expertos constitucionalistas están bastante seguros de lo que Gödel tenía en mente. Es una versión constitucional de la idea de que, si un genio sale de una lámpara de aceite y te ofrece tres deseos, debes empezar por pedir más deseos. En lo que supone un auténtico descuido, el artículo V, la disposición sobre enmiendas, no prohíbe modificar el artículo V. Es muy difícil ratificar una enmienda constitucional, pero si un presidente pudiera amasar suficiente poder y acumular suficientes seguidores ciegamente leales, podría conseguir que se ratificara una enmienda que revisara el propio mecanismo de enmienda. Si un artículo V revisado permitiera a un presidente enmendar la Constitución por decreto (por ejemplo, «El presidente, siempre que lo considere necesario, hará enmiendas a esta Constitución, que serán válidas a todos los efectos, como parte de esta Constitución«), podría convertir una democracia en una dictadura sin haber hecho nunca nada inconstitucional. Lo que Gödel no se dio cuenta es que en realidad es mucho más fácil que eso. ♦
Traducción: Marcos Villasmil
Jill Lepore es una historiadora estadounidense. Ejerce la Cátedra David Woods Kemper 41‘ de Historia Americana en la Universidad de Harvard, y es asimismo escritora en The New Yorker, donde colabora desde 2005. Es la presidente de la Sociedad de Historiadores estadounidenses y comisionada emérita de la Galería Nacional de Retratos del Smithsonian. Escribe sobre historia, derecho, literatura y política estadounidenses, y es autora de catorce libros, entre ellos «Estas verdades: Una historia de los Estados Unidos».
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NOTA ORIGINAL:
THE NEW YORKER
When Constitutions Took Over the World
Jill Lepore
In 1947, Kurt Gödel, Albert Einstein, and Oskar Morgenstern drove from Princeton to Trenton in Morgenstern’s car. The three men, who’d fled Nazi Europe and become close friends at the Institute for Advanced Study, were on their way to a courthouse where Gödel, an Austrian exile, was scheduled to take the U.S.-citizenship exam, something his two friends had done already. Morgenstern had founded game theory, Einstein had founded the theory of relativity, and Gödel, the greatest logician since Aristotle, had revolutionized mathematics and philosophy with his incompleteness theorems. Morgenstern drove. Gödel sat in the back. Einstein, up front with Morgenstern, turned around and said, teasing, “Now, Gödel, are you really well prepared for this examination?” Gödel looked stricken.
To prepare for his citizenship test, knowing that he’d be asked questions about the U.S. Constitution, Gödel had dedicated himself to the study of American history and constitutional law. Time and again, he’d phoned Morgenstern with rising panic about the exam. (Gödel, a paranoid recluse who later died of starvation, used the telephone to speak with people even when they were in the same room.) Morgenstern reassured him that “at most they might ask what sort of government we have.” But Gödel only grew more upset. Eventually, as Morgenstern later recalled, “he rather excitedly told me that in looking at the Constitution, to his distress, he had found some inner contradictions and that he could show how in a perfectly legal manner it would be possible for somebody to become a dictator and set up a Fascist regime, never intended by those who drew up the Constitution.” He’d found a logical flaw.
Morgenstern told Einstein about Gödel’s theory; both of them told Gödel not to bring it up during the exam. When they got to the courtroom, the three men sat before a judge, who asked Gödel about the Austrian government.
“It was a republic, but the constitution was such that it finally was changed into a dictatorship,” Gödel said.
“That is very bad,” the judge replied. “This could not happen in this country.”
Morgenstern and Einstein must have exchanged anxious glances. Gödel could not be stopped.
“Oh, yes,” he said. “I can prove it.”
“Oh, God, let’s not go into this,” the judge said, and ended the examination.
Neither Gödel nor his friends ever explained what the theory, which has since come to be called Gödel’s Loophole, was. For some people, conjecturing about Gödel’s Loophole is as alluring as conjecturing about Fermat’s Last Theorem.
In 1949, the year after Kurt Gödel became a U.S. citizen, Linda Colley was born in the United Kingdom, a country without a written constitution. Colley, one of the world’s most acclaimed historians, is a British citizen and a C.B.E., a Commander of the Order of the British Empire. (If there were a Nobel Prize in History, Colley would be my nominee.) She lives in the United States. For the past twenty years or so, she’s been teaching at Princeton, walking the same grounds and haunting the same library stacks that Gödel once did, by turns puzzled and fascinated, as he was, by the nature of constitutions. “I came to this subject very much as an outsider,” she writes in an incandescent, paradigm-shifting new book, “The Gun, the Ship, and the Pen: Warfare, Constitutions, and the Making of the Modern World” (Liveright). “Moving in the late twentieth century to live and work in the United States, a country which makes a cult out of its own written constitution, was therefore for me an arresting experience.” Colley has upended much of what historians believe about the origins of written constitutions. Gödel’s Loophole is all over the Internet; you can find it on everything from Reddit to GitHub. The graver the American constitutional crisis, the greater the interest in the idea that there’s a bug in the constitutional code. But, for genuine illumination about the promise and the limits of constitutionalism, consider, instead, Colley’s Rule: Follow the violence.
“For the preservation of peace and good order, and for the security of the lives and properties of the inhabitants of this colony, we conceive ourselves reduced to the necessity of establishing a form of government,” New Hampshire’s congress pronounced in January, 1776, months before the colonies declared their independence from Britain, in one of the first written constitutions in the history of the modern world. After New Hampshire, every other former colony devised its own constitution, and each new constitution, along with the Articles of Confederation, offered another lesson in what worked and what didn’t. Eleven years later, James Madison, having dedicated himself to the study of history ever since his years as an undergraduate at Princeton, prepared for a national constitutional convention by writing an essay titled “Vices of the Political System of the United States,” and then drafting a constitution. Madison’s constitution, much tinkered with during the convention, was signed in September, 1787, and ratified in June, 1788.
Many of the founders later had grave doubts about the government they’d erected, as Dennis Rasmussen argues in “Fears of a Setting Sun: The Disillusionment of America’s Founders” (Princeton). Washington regretted partisanship, Hamilton thought the federal government too weak, Adams damned the vices of the people, and Jefferson expected the divide over slavery to doom the Union, writing, a few years before his death, “I regret that I am now to die in the belief that the useless sacrifice of themselves, by the generation of ’76, to acquire self government and happiness by their country, is to be thrown away by the unwise and unworthy passions of their sons, and that my only consolation is to be that I live not to weep over it.” Still, as the usual story has it, American constitutionalism served as a model for what can be called the age of constitution-making, an era also characterized by the spread of democracy; by 1914, governments on every continent had adopted written constitutions, driven by the force of the idea that the nature of rule, the structure of government, and the guarantee of rights are the sorts of things that have got to be written down, printed, and made public.
Colley doesn’t see it this way. First, she finds the origins of constitution-writing elsewhere—all over the place, really, and often very far from Philadelphia. Second, she thinks it’s important to separate the spread of constitutionalism from the rise of democracy, not least because many nations that adopted written constitutions rejected democracy, and still do. Third, she isn’t convinced that the writing of constitutions was simply driven by the force of an idea; instead, she thinks that the writing of constitutions was driven, in large part, by the exigencies of war. States make war and wars make states, the sociologist Charles Tilly once argued. Colley offers this corollary: Wars make states make constitutions.
Laws govern people; constitutions govern governments. Written (or carved) constitutions, like Hammurabi’s Code, date to antiquity, but hardly anyone read them (hardly anyone could read), and, generally, they were locked away and eventually lost. Even the Magna Carta all but disappeared after King John affixed his seal to it, in 1215. For a written constitution to restrain a government, people living under that government must be able to get a copy of the constitution, easily and cheaply, and they must be able to read it. That wasn’t possible before the invention of the printing press and rising rates of literacy. The U.S. Constitution was printed in Philadelphia two days after it was signed, in the Pennsylvania Packet and Daily Advertiser, a newspaper that cost four pence.
Kurt Gödel pored over the four thousand-odd words of the U.S. Constitution and spotted a logical flaw; Linda Colley has made a meticulous study of constitutions written the world over and discovered patterns in the circumstances in which each was written, distributed, and read. Crucial to the emergence of constitutionalism, she maintains, was the growing lethality, frequency, and scale of war. This began in the mid-eighteenth century, when rulers from China to Persia to Spain found themselves committed to long-distance wars that involved vast armies and navies and cost staggering sums. Early on, Spain paid for these wars with the gold and silver it had plundered from the Americas, on lands stolen from indigenous peoples. The slave trade itself was a feature of the increasing violence and widening scope of early-modern warfare. The Yoruba Oyo Empire conscripted more than fifty thousand soldiers. During a period when the Kingdom of Dahomey was invaded seven times, soldiers from Dahomey seized, in a single year, 1724, more than eight thousand captives. The Dutch, the Portuguese, and the English offset the cost of arms and men by buying and selling and exploiting the labor of—stealing the lives of—African men, women, and children. Most of the rest of the world paid for its sprawling, devastating wars by raising taxes.
Those taxes changed the course of history. The magnitude of the sacrifice that rulers demanded of ordinary people—the raiding of their scant savings; the lives, limbs, and livelihoods of sons, fathers, and husbands—gave the people a newly keen and anguished appreciation for the immense powers of those rulers, and for their ruthlessness, too. Increasingly, rulers convinced their people to consent to the terrible costs of years-long, worldwide wars by promising them rights (sometimes even the right to elect their rulers) and agreeing to limits on their own powers. Constitutionalism didn’t burst from the head of James Madison, like Athena from Zeus, simply on account of all the books he’d read. Sure, constitutionalism flew from the pages of those books, but it was also shot out of the barrel of a gun.
This argument also explains the U.K.’s lack of a written constitution. Long after it lost thirteen of its American colonies, in 1781, and long after it abolished slavery, in 1833, Britain continued to support its foreign wars and its formidable military by taxing its remaining colonies, and by recruiting soldiers from those colonies. Nineteenth-century Britons celebrated their unwritten constitution. “Our constitution is the air we breathe, the restless blood that circulates in our veins, the food that we eat, the soil that nourishes us,” one British journalist gushed in 1832. “Constitutions are not made of paper, nor are they to be destroyed by paper.” That was a luxury only the British Empire could enjoy.
The precept that wars make states make constitutions held elsewhere. Colley starts her account in 1755, during the very beginnings of a transcontinental conflict that would come to be called the Seven Years’ War, when Pasquale Paoli, the thirty-year-old capo generale politico e economico of Corsica, wrote a ten-page costituzione. Leading a rebellion against the island’s rule by the Republic of Genoa, Paoli proposed to erect a state. “The General Diet of the People of Corsica, legitimate masters of themselves,” he wrote, “having reconquered its liberty,” wished “to give a durable and permanent form to its government by transforming it into a constitution suited to assure the well-being of the nation.” Though Corsica’s constitution didn’t last, it nevertheless quite explicitly bears out Colley’s Rule. “Every Corsican must have some political rights,” Paoli wrote, because “if the franchise of which he is so jealous is, in the end, but a laughable fiction, what interest would he take in defending the country?”
The Seven Years’ War, a so-called umbrella war, putatively between Britain and France, stretched from Prussia to Florida, from Newfoundland to India. It became entangled with a series of military campaigns waged by the Persian ruler Nadir Shah Afshar, and, after his death, by his generals, in Turkey, Afghanistan, Punjab, Kashmir, and Lahore, even as, in Asia, the Qianlong Emperor, the fifth member of the Qing dynasty, sent a hundred and fifty thousand troops to crush the Dzungar-Mongolian Empire. Wars generate misery. “We drain ourselves of men and money,” Voltaire wrote in 1751, “to destroy one another in the farther parts of Asia and America.” And wars generate all sorts of paperwork, not least maps, for making new territorial claims, and law books, for explaining the nature of rule over newly acquired territories. In the seventeen-fifties, the Qianlong Emperor tasked more than a hundred scholars with preparing a compendium called “Comprehensive Treatises of Our August Dynasty,” laying out how the Qing would rule over its new Dzungar dominion.
During the brutal world wars of the eighteenth century, millions of men carried millions of weapons, sailed hundreds of thousands of ships, and marched with thousands of armies. If most of those men demanded political rights, and political equality, in exchange for their sacrifices, they didn’t always get them. Some constitutions written in the great age of constitution-writing were, like many constitutions written more recently, instruments of tyranny. But, when constitutions did grant rights, it was because people, in wartime, had their governments by the throat.
Constitutions and constitution-like compacts, Colley argues, are one kind of paperwork that wars generate. In 1765, ten years after Paoli drafted Corsica’s costituzione, and at the close of the Seven Years’ War, Catherine the Great, the Empress of Russia, began drafting the Nakaz, or Grand Instruction. Having seized the throne in a coup d’état in 1762, and therefore insecure in her rule even as she worked to expand her realm through repeated military campaigns, she sought to provide a framework for government. She relied, in particular, on Montesquieu’s 1748 “Spirit of the Laws,” which also greatly influenced James Madison. (Catherine called it “the prayerbook of all monarchs with any common sense.”) Montesquieu had denounced the militarization of modern life, surveying kingdoms and empires from Spain and France to China, Japan, and India. “Each monarch keeps as many armies on foot as if his people were in danger of being exterminated,” Montesquieu wrote. “The consequence of such a situation is a perpetual augmentation of taxes.” He and his intellectual kin had a solution, which Colley describes as an irresistible lure to sovereigns: “that in an age of rampant, expensive and disruptive military violence on land and sea, innovatory and informed legislators might intervene so as to bind up society’s wounds, re-establish order, remodel their respective states, and in the process burnish their own reputations.”
That, as Colley makes clear, was Catherine’s plan. Faced with unceasing challenges to her authority—as a foreigner who had seized the throne and as a woman—she nevertheless intended to pursue wide-scale warfare against the Ottoman Empire and its allies in an effort to extend Russia’s borders. To that end, she insisted on her sovereignty while guaranteeing her subjects liberty and equality. “The equality of citizens consists in their being all subject to the same laws,” she wrote in the Nakaz. She called taxes “the tribute which each citizen pays for the preservation of his own well-being.”
Catherine arranged for a multiethnic legislative body, composed of five hundred and sixty-four elected representatives, to meet in Moscow, in 1767, in order to consider the Nakaz. Women were able to vote for the representatives. Peasants were able to serve; serfs were not. Muslims were allotted fifty-four seats. Although its work consisted in the main of honoring rather than debating or ratifying the Nakaz, it was still an extraordinary gathering.
The Nakaz circulated well beyond Catherine’s realm. By 1770, it had been translated into German, Latin, French, and English; editions in Greek, Italian, Latvian, Romanian, Swiss, and Dutch soon followed. The translator of the English edition called it a “constitution.” Colley hints at its influence. In 1772, Gustaf III, the King of Sweden, and Catherine’s cousin, had drawn up and printed a new constitution of “fixed and sacred fundamental law.” If American scholars interested in the history of constitutionalism have taken very little notice of the Nakaz, it’s not so much because the document failed to shore up Catherine’s regime as because Americans are provincial—instead of looking to Moscow, all eyes turn, worshipfully, to Philadelphia—and because it was created by a woman.
Wars ravaged the Americas, ruining lives, razing settlements, and halting trade. In the Declaration of Independence, Thomas Jefferson blamed George III for having “plundered our seas, ravaged our coasts, burnt our towns, and destroyed the lives of our people.” Independence movements in the Americas—beginning with the revolution in thirteen of Britain’s North American colonies and that first written constitution, from New Hampshire in 1776, and continuing through Venezuela’s first constitution, in 1811—involved rejecting rulers’ demands for war-supporting taxes and erecting new governments with checks on those powers, with mixed success. Haiti’s 1805 constitution, drafted for Jean-Jacques Dessalines, a former slave, declared the political equality of Africans and their descendants, who, according to the constitution’s preamble, had been “so unjustly and for so long a time considered as outcast children.”
The King of France convened the Estates General in 1789—nearly two centuries after it had last been called—for the purpose of levying new taxes, because all those wars had left France bankrupt. The constitution that the revolutionary National Assembly adopted two years later guaranteed, among other things, the equal assessment of all taxes upon all citizens, the right to vote for every man who paid a minimum sum of taxes, “public instruction for all citizens,” and “liberty to every man to speak, write, print, and publish his opinions.”
Placed in this global context, the constitution drafted in Philadelphia in 1787 looks both less and more original. Colley points out that nine of the first ten Federalist Papers concern the dangers of war and two more concern insurrection. Thirty of the fifty-five delegates had fought in the war for independence. The Connecticut delegate Roger Sherman said that there were four reasons to adopt a new constitution: defense against foreign powers, defense against domestic insurrections, treaties with foreign nations, and the regulation of foreign commerce. One overlooked factor that distinguished the constitution debated in Philadelphia from the Nakaz, Colley suggests, is how quickly, easily, and successfully the American document was circulated. There were no newspapers in Russia, and no provincial presses. By contrast, anyone who wanted a copy of the U.S. Constitution could have one, within a matter of days after the convention had adjourned.
Wars make states make constitutions; states print constitutions; constitutions guarantee freedom of the press. In the nearly six hundred constitutions written between 1776 and about 1850, the right most frequently asserted—more often than freedom of religion, freedom of speech, or freedom of assembly—was freedom of the press. Colley argues, “Print was deemed indispensable if this new technology was to function effectively and do its work, both at home and abroad.”
As more states adopted constitutions, the number of published constitutions and collections of constitutions grew. Edmund Burke wrote, in 1796, that a chief architect of the 1791 French constitution had “whole nests of pigeon-holes full of constitutions readymade, ticketed, sorted, and numbered; suited to every season and every fancy.” A newspaper in Strasbourg even printed a template for anyone wishing to write a new constitution; all you had to do was fill in the blanks. Norway’s 1814 constitution, hastily written in Oslo under threat of an invasion by Sweden, borrowed passages, verbatim, from the printed constitutions of the United States (1787), France (1791, 1793, and 1795), Poland (1791), Batavia (1798), Sweden (1809), and Spain (1812). The new constitution was then printed and made available in post offices, and, as Colley reports, the government encouraged people to paste copies on the walls of their houses. In the eighteen-twenties, keen to stir up interest in constitution-making in India, Ram Mohan Roy and James Silk Buckingham, editors of the Calcutta Journal, published translations of proposed constitutions for Peru, Mexico, and Gran Colombia—each of which allowed for equal citizenship of people of different races—while ignoring the U.S. Constitution and all the new constitutions being drafted by American states entering the Union. In the United States, in those years, Americans read the autobiography of William Grimes, a fugitive slave, who’d written, “If it were not for the stripes on my back which were made while I was a slave, I would in my will, leave my skin as a legacy to the government, desiring that it might be taken off and made into parchment and then bind the Constitution of glorious happy and free America.”
Constitutions grant rights; they can also take rights away. In 1794, Mary Wollstonecraft celebrated the promise of constitutionalism: “A constitution is a standard for the people to rally around. It is the pillar of a government, the bond of all social unity and order. The investigation of its principles make it a fountain of light; from which issue the rays of reason, that gradually bring forward the mental powers of the whole community.” But constitutions, Colley says, have nearly always made things worse for women. Before constitutions were written, women had informal rights in all sorts of places; constitutions explicitly excluded them, not least because a constitution, in Colley’s formulation, is a bargain struck between a state and its men, who made sacrifices to the state as taxpayers and soldiers, which were different from the sacrifices women made in wartime. Then, too, all that constitutional printing and copycatting spread Western notions of women’s very limited sphere around the world. In 1846, a third of the members of Hawaii’s House of Nobles were female chiefs; Hawaii’s 1850 constitution restricted suffrage to men. Before the Meiji constitution of 1889—the first constitution implemented in East Asia, greatly influenced by Germany’s 1871 constitution—prohibited Japanese women from voting, they had, to some degree, participated in politics. As Colley points out, “Once written into law and put into print, female disadvantages became harder to change.”
The U.S. Constitution denied political rights to indigenous and enslaved people. And state constitutions adopted in the nineteenth century declared sovereignty over native lands and barred women, Black people, and Chinese immigrants from voting, making it all but impossible for any of these people to use the usual mechanisms of electoral politics to change their status. Colley says that these constitutions inspired constitutions in places like Australia, where invaders had seized the lands of peoples like the Maori. In 1849, California adopted a constitution that guaranteed the right to vote to “every white male citizen” and asserted sovereignty over boundaries that extended to include “all the islands, harbors, and bays, along adjacent to the Pacific Coast.” The following year, a Scottish settler in Sydney said, “Look for example at what has recently been going on in California,” and declared that the people there had “framed a constitution for themselves, that might serve as a model for any nation upon the face of the earth.”
Yet this cut the other way as well. California’s 1849 constitution, which prohibited slavery, participated in a global movement to end human bondage which also included the constitutions, in the eighteen-forties and eighteen-fifties, of Tunisia, Ecuador, Argentina, Peru, Venezuela, and Hawaii. Sometimes indigenous leaders—especially monarchs, like Chief Pomare of Tahiti and Hawaii’s King Kamehameha II—could stave off colonization by adopting constitutions. And constitutions could challenge white supremacy. At Liberia’s constitutional convention in 1847, one delegate declared, “The people of Liberia do not require the assistance of ‘white people’ to enable them to make a Constitution for the government of themselves.” Wars make states make constitutions: the rule applies equally to the American Civil War. With the Fourteenth and Fifteenth Amendments, Americans rewrote their constitution, adopting revisions to the Constitution that altered its fundamental principles.
The Meiji constitution of 1889 brought constitution-writing to Asia, which was followed by an acceleration of constitution-writing throughout Latin America. In 1906, China began to study constitutions of the West and of Japan in preparation for writing its own. Constitution-making took a turn after the Great War, which claimed some forty million lives. That was a turn to the arrangement not only of government but of society. Postwar constitutions, many of which didn’t last long, have some features in common: an absence of any reference to God; a concern with the social, especially in socialist constitutions. Their authors often consulted collections, like “Select Constitutions of the World,” published by the Irish Free State (alongside its own new constitution) in 1922. After the Second World War, newly independent nations in Asia and Africa, and civil wars all over the world, added to the growing heap of often short-lived constitutions. Many constitutions promise much and deliver little. Colley asks, “Why, in the light of the limited longevity of so many constitutions over the centuries, and the limited effectiveness in many cases of these texts as guarantors of responsible rule and durable rights, have multiple societies and peoples kept on investing time, imagination, thought and hope so insistently in this kind of paper and parchment political and legal device?” Because, she argues, “in a deeply uncertain, shifting, unequal and violent world,” imperfect constitutions “may be the best that we can hope for.”
Or maybe we can hope for more. “No part of a constitution is more important than the procedures we use to change it,” Richard Albert writes in “Constitutional Amendments: Making, Breaking, and Changing Constitutions” (Oxford). Writing a constitution is its own kind of expression. So is amending a constitution, a form of constitutional writing (and printing) that Colley does not consider, even though ninety-six out of every hundred of the world’s codified constitutions contain an amendment provision. Constitutions set the rules; amendment provisions set the rules for changing the rules.
The U.S. was the first nation whose constitution provided for its own revision. Article V, the amendment clause, reads, “The Congress, whenever two thirds of both houses shall deem it necessary, shall propose amendments to this Constitution, or, on the application of the legislatures of two thirds of the several states, shall call a convention for proposing amendments, which, in either case, shall be valid to all intents and purposes, as part of this Constitution, when ratified by the legislatures of three fourths of the several states, or by conventions in three fourths thereof, as the one or the other mode of ratification may be proposed by the Congress.” Without Article V, the Constitution would very likely have failed ratification. Everyone knew that the Constitution was imperfect; Article V left ajar a constitutional door for making it, and the Union, “more perfect.” Federalists cited the amendment provision when arguing for ratification. As James Wilson, a delegate from Pennsylvania, contended, the fact that the people “may change their constitution and government whenever they please, is not a principle of discord, rancor, or war: it is a principle of melioration, contentment, and peace.” Without an amendment provision, the only way to change the rules is to overthrow the government, by way of insurrection.
The problem, in the United States, is that it is extremely difficult to amend the Constitution. It’s often thought to be structurally impossible these days, but much scholarship suggests that it is, instead, merely culturally impossible, because of the very reflexes of veneration of the Constitution that inspired Linda Colley to undertake the project that became “The Gun, the Ship, and the Pen.” The system of government put in place by the Constitution is broken in all sorts of ways, subject to forms of corruption, political decay, and anti-democracy measures that include gerrymandering, the filibuster, campaign spending, and the cap on the size of the House of Representatives. The law professor Sanford Levinson has written, “To the extent that we continue thoughtlessly to venerate, and therefore not subject to truly critical examination, our Constitution, we are in the position of the battered wife who continues to profess the ‘essential goodness’ of her abusive husband.” Or, as Burke noted, “A state without the means of some changes is without the means of its conservation.”
The U.S. Constitution has been rewritten three times: in 1791, with the ratification of the Bill of Rights, the first ten amendments; after the Civil War, with the ratification of the Reconstruction Amendments; and during the Progressive Era, with the ratification of the Sixteenth, Seventeenth, Eighteenth, and Nineteenth Amendments. It is time for another reinvention.
Other countries regularly amend their constitutions. Americans don’t venerate all constitutions; in fact, they’re quite keen to amend state constitutions. Albert reports, “Historically, American state constitutions have been amended over 7,500 times, amounting on average to 150 amendments per state. This paints an unmistakable contrast with the U.S. Constitution, whose average annual amendment rate is an exceedingly low 0.07, while the average across all American state constitutions is 0.35, higher than the average of 0.21 for national constitutions around the world.”
Rather than being amended, the Constitution has been betrayed, circumvented, violated, and abandoned, by force of practice. Can a U.S. President compel a foreign leader to interfere in an American election? Apparently. Can a U.S. President refuse to accept the results of a free and fair election and incite a mob to attack Congress in order to prevent the certification of the vote? Apparently. The U.S. Constitution, no less than the U.K.’s unwritten constitution, is more than the sum of its words; it’s the accretion of practices and precedents.
Kurt Gödel might have been happy to hear that. Gödel’s Loophole really isn’t anything like Fermat’s Last Theorem, because constitutional scholars are pretty sure of what Gödel had in mind. It’s a constitutional version of the idea that, if a genie wafts out of an oil lamp and offers you three wishes, you should begin by wishing for more wishes. In what amounts to a genuine oversight, Article V, the amendment provision, does not prohibit amending Article V. It’s very hard to ratify a constitutional amendment, but if a President could amass enough power and accrue enough blindly loyal followers he could get an amendment ratified that revised the mechanism of amendment itself. If a revised Article V made it possible for a President to amend the Constitution by fiat (e.g., “The President, whenever he shall deem it necessary, shall make amendments to this Constitution, which shall be valid to all intents and purposes, as part of this Constitution”), he could turn a democracy into a dictatorship without ever having done anything unconstitutional. What Gödel did not realize is that it’s actually a lot easier than that. ♦
Jill Lepore, a staff writer at The New Yorker, is a professor of history at Harvard and the author of fourteen books, including “If Then: How the Simulmatics Corporation Invented the Future.”