Jimmy Morales, el comisionado Velásquez y la crisis política en Guatemala
CIUDAD DE GUATEMALA — El 2 de junio de 2016, Iván Velásquez, jefe de una comisión contra la impunidad apoyada por la Organización de Naciones Unidas en Guatemala, aseguró que al Estado guatemalteco lo habían cooptado “redes político-económicas ilícitas”.
Se refería a delincuentes disfrazados de políticos que se habían adueñado de las instituciones estratégicas del Estado para su propio beneficio con el apoyo y la complicidad de notables empresarios, grandes medios de comunicación y sofisticados grupos criminales.
Para Velásquez —quien es jefe de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, CICIG—, el Partido Patriota (PP), fundado por el expresidente Otto Pérez Molina, era una agrupación de naturaleza mafiosa diseñada para alcanzar el poder a través de las elecciones y, más que gobernar, hacer negocios ilegales.
El financiamiento electoral ilícito, un delito contemplado en la legislación guatemalteca desde hace apenas siete años, fue clave, según Velásquez, para que esta organización alcanzara sus objetivos.
Este caso, conocido como Cooptación del Estado, conmocionó al país entero porque reunía por primera vez ante un juez todas las piezas por las que políticos, académicos y activistas denunciaban las elecciones como imperfectas o incluso fraudulentas e ilegítimas. También puso a temblar al grupo en el poder guatemalteco que por primera vez sentía con firmeza la amenaza de la justicia.
Pronto se comenzaron a dictar órdenes de captura contra prestigiosos banqueros, constructores y empresarios. Cada día se oían más dudas sobre el origen y crecimiento de sus fortunas, y poco a poco se fueron emitiendo señales de autocrítica desde el corazón del mundo empresarial.
El mecanismo de corrupción había alcanzado una expansión tan totalizadora que Velásquez llegó a definir a la corrupción como el lubricante del sistema político y económico de Guatemala, cuya pobreza asciende a más del 59 por ciento de sus habitantes y a un 83 por ciento en el área rural e indígena, según datos oficiales.
Los casos destapados por la CICIG y la fiscalía provocaron la dimisión de la vicepresidenta Roxana Baldetti y el presidente Pérez Molina, y el posterior encarcelamiento y procesamiento judicial de ambos. La crisis política estuvo aderezada con masivas protestas de ciudadanos que se manifestaron durante cinco meses en las calles, hartos de la corrupción, y con demandas a cambios en el sistema político.
Ahora, los procesados más poderosos y miembros de la clase política temerosos de verse en problemas con la justicia por casos de corrupción —como el de la constructora Odebrecht—, conspiraron contra la CICIG y el Ministerio Público para expulsar del país a Velásquez con la esperanza de detener las investigaciones abanderadas por el juez colombiano, e inhibir reformas legales.
Para ello, encontraron un aliado fundamental en el presidente Jimmy Morales. El viernes 25 de agosto, Velásquez y la fiscala general, Thelma Aldana, anunciaron en una conferencia de prensa que solicitarían que el Congreso le retirara a Morales la inmunidad que les impide investigarlo.
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Tenían sobrados indicios con base en informes de “movimientos sospechosos” de la Intendencia de la Superintedencia de Bancos de que las cuentas de FCN-Nación, el partido oficial, habían recibido al menos un millón de dólares del que no se informó a la autoridad electoral, entre septiembre y noviembre de 2015, justo entre la primera y la segunda vuelta electoral.
Morales, entonces candidato presidencial y secretario general del partido, era responsable.
El anuncio sucedió al mismo tiempo que el mandatario se entrevistaba con António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, y presentaba una queja contra Velásquez, sin solicitar su destitución, como había conjeturado la prensa local desde días antes.
Al regresar de Nueva York, Morales declaró persona non grata a Velásquez en un video casero e intempestivo en el que acusaba al comisionado de haber excedido su mandato al promover una reforma constitucional que el mismo mandatario apoyó y firmó en octubre del año pasado, y por acusar ante los medios de comunicación a ciudadanos de Guatemala.
Pidió confianza a la población, dijo hacerlo “por lealtad a la patria” y negó que fuera por “razones personales”, como lo interpretan la prensa, los analistas y el cuerpo diplomático. Así, ordenó su expulsión inmediata el 27 de agosto y terminó de preparar el escenario para librar una batalla de poder que se expresa tanto en los medios de comunicación como en las cortes de justicia.
La orden desencadenó la destitución del ministro de Exteriores, sustituido por una ministra que en su primer día aprovechó el cargo para pedir inmunidad en un proceso en el que se le acusa de adopción ilegal. Y supuso la renuncia de algunos cargos centrales del Ejecutivo, como la ministra de Salud, Lucrecia Hernández, que acusó al Morales de ponerse del lado de la corrupción.
Pero también desembocó en manifestaciones ciudadanas en varias ciudades del país, en especial a favor de Velásquez.
Cuatro días después de la orden de expulsión, el máximo tribunal del país atendió cuatro recursos de abogados, activistas sociales y del procurador de los Derechos Humanos, Jordán Rodas, y declaró la decisión nula por motivos de forma y por no seguir el mecanismo pactado con la ONU.
David Martínez-Amador, politólogo especialista en crimen organizado, defendía en un artículo de opinión que una gran limitación de la CICIG está en su diseño: la comisión asume la buena fe del Estado que la solicita, pero en su opinión, hay contextos en que esa voluntad no se puede dar por sentada porque no se puede suponer la buena voluntad de los Estados mafiosos, que buscarán protegerse en el momento en que sean investigados.
De ahí, colige Martínez-Amador, el intento de expulsión.
Además, aunque la comisión está llamada a promover reformas clave y en sus primeros años logró transformaciones legales e institucionales como la ley contra el crimen organizado o la extinción de dominio, sin las que el trabajo anticorrupción realizado desde 2013 no sería posible, en los últimos tiempos ha sufrido hirientes derrotas en este ámbito, en especial con la propuesta de reforma constitucional de la justicia, ya moribunda.
El gobierno de Morales, que llegó a la presidencia impulsado por el lema “Ni corrupto ni ladrón” pero sin un programa de gobierno, se ha caracterizado por la improvisación y la falta de planes para atender las demandas ciudadanas.
Los niveles de violencia, en declive desde 2009, se han incrementado en los últimos meses y la red de carreteras del país está a punto de colapsar por falta de mantenimiento. El Ministerio de Desarrollo Social está paralizado y la sensación de deriva es generalizada.
La bancada oficial, díscola durante todo el mandato al punto de desoír a Morales cuando recomendó la expulsión de alguno de sus miembros por casos discriminación y violencia contra la mujer, lo apoyó en su intención de expulsar al comisionado Velásquez, con un discurso de soberanía nacional y defensa de las instituciones.
Una encuesta telefónica elaborada del 28 al 30 de agosto por la firma Politik revela que el 58,2 por ciento de la población defiende que Velásquez debe permanecer en el país, contra un 27,1 por ciento que cree que debe irse.
Según la misma encuesta, el 66,5 por ciento aboga por que Morales permanezca en el cargo. La principal causa del apoyo a Velásquez es que lo ven como el adalid del trabajo anticorrupción.
Phillip Chicola, analista y uno de los dueños de la encuestadora, dice que “el respaldo al comisionado no significa que no quieran al presidente, lo cual desvirtúa el argumento oficialista de que esto es un golpe de Estado”.
Morales se ha rodeado de algunas figuras importantes de las élites conservadoras de Guatemala y cuenta con el apoyo de los canales de televisión en abierto y otros medios, casi todos en manos de empresarios con orden de captura por casos de corrupción.
El lunes la Corte Suprema de Justicia admitió el tramite de antejuicio contra el mandatario, por la acusación de financiamiento electoral ilícito de que le acusa el Ministerio Público y la CICIG. Si 105 de los 158 diputados en el Congreso votan a favor, el presidente Morales podrá ser investigado y procesado. Pero ese resultado es improbable.
“Es muy difícil que logremos el apoyo de los 105 diputados; ni siquiera estamos seguros de tener los votos de nuestros 32 diputados”, aseguró uno de los líderes del opositor partido Unidad Nacional de la Esperanza (UNE). Según el legislador, hay “mucho temor” por las investigaciones que realiza la Fiscalía por el caso Odebrecht, en las cuales podrían salir implicados varios diputados.
El 30 de agosto inició un juicio por fraude y lavado de dinero en contra de Sammy Morales, hermano del presidente, y su hijo, José Manuel Morales, por un caso de corrupción ocurrido durante el gobierno de Pérez Molina en el Registro General de la Propiedad. La Fiscalía y la CICIG los acusa de haber fingido una negociación y haber cobrado unos 11.000 dólares por servicios que nunca otorgaron.
Morales insiste en que apoya el trabajo de la CICIG y que está comprometido en la lucha contra la corrupción. Ha intentado transmitirlo en mensajes televisivos y ante la comunidad internacional, que financia a la Comisión. Pero su apoyo, ha dicho, es “a las instituciones, no a las personas”.
El mandato de la comisión vence en septiembre de 2019. Un cambio en la jefatura de la comisión representaría un estancamiento en su trabajo de al menos seis meses, según analistas locales, en lo que el nuevo comisionado conoce la institución e integra su equipo de trabajo.
Por su parte, la fiscala Thelma Aldana, principal aliada estratégica de Velásquez, concluye en mayo de 2018, y su sustituto deberá ser nombrado por el presidente Morales de una terna que le debe presentar una comisión que, por la manera en que es integrada, se ha convertido en un ente fácil de manipular y politizar.
Entre los apoyos que ha sumado Morales a su causa destacan los del narcotraficante encarcelado Marvin Montiel, el expresidente Pérez Molina, el expresidente de la República y alcalde de Ciudad de Guatemala desde 2004, Álvaro Arzú, y 133 alcaldes más, la mayoría con reparos administrativos por irregularidades.
El martes, durante un encuentro entre los jefes ediles y Morales, Arzú, que goza de altos niveles de popularidad entre las clases medias y altas de la capital, ofreció “hacer la guerra” para apoyar la decisión del presidente, mientras la crisis política se profundizaba.
De fondo, planeaban tanto el apoyo estadounidense a la comisión como la idea de que las investigaciones del Ministerio Público y la CICIG están politizadas y responden a una conspiración por llevar al poder a la izquierda.
Árzú, que firmó como presidente los acuerdos de paz con las guerrillas marxistas en diciembre de 1996 tras 36 años de guerra, dijo que al igual que Morales apoya la lucha contra la corrupción, pero no la lucha que es “abanderada por los más corruptos”.
Según la encuesta de Politik, las motivos de crítica más apoyados por los guatemaltecos son que los casos de la CICIG están politizados (16 por ciento lo cree), y siguen una agenda de izquierda (12 por ciento).
El jueves, Velásquez aseguró que se mantendría al frente de la CICIG y que continuará con sus actividades según lo establecido en el mandato de la comisión. Aunque el fallo de la corte y la posición de Velásquez acota la crisis política, no significan su fin: un ejército de políticos y abogados discuten si aún es posible vadear el fallo de la corte y expulsar definitivamente al comisionado.