Muchos años después, en el Archivo de la Corona de Aragón, John Elliott miraba asombrado el viejo carnet con el que había podido acceder a los polvorientos legajos allí guardados. Era el 30 de octubre de 2018 y el primer hispanista moderno no había podido resistir la tentación de contribuir con un libro brillante, Catalanes y escoceses al debate territorial que desgajaba a España. En un impecable catalán, rindió homenaje a sus maestros historiadores catalanes, encabezados por Jaume Vicens Vives, que le permitieron conocer al tiempo la Cataluña del siglo XVI y la del siglo XX. Aunque tras la publicación en 1973 de su obra fundamental La rebelión de los catalanes pensó que no volvería a trabajar sobre este material, volvía ahora a su primer hogar académico, y dentro de su impenetrabilidad británica parecía muy contento.
Su relación con nuestro país empezó por casualidad en el verano de 1950, cuando con apenas 20 años contestó a un anuncio en la Universidad de Cambridge y se enroló en un viaje de estudiantes a España. Se habían hecho con un viejo camión militar y sobre él cruzaron Francia hasta la frontera y luego recorrieron todas las capitales españolas, aún devastadas por la guerra, hasta terminar en Barcelona. Dos imágenes no le abandonaron nunca: la pobreza de los niños andaluces y el Museo del Prado, del que acabó siendo patrono. Allí le cautivó el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares, cuya biografía fue uno de sus grandes temas, y se llevó de recuerdo las horrorosas carreteras, la escasísima comida y la dignidad de la gente.
A su vuelta a Cambridge, donde se doctoró, convirtió el Siglo de Oro español en su campo de estudio; en pleno declive del imperio británico quizá el estudio de otra decadencia le sirvió de vía de escape. Fue catedrático en el King’s College de Londres, en Princeton y en Oxford. En España fue doctor honoris causa por las Universidades Complutense, Carlos III de Madrid, la de Sevilla y la de Alcalá de Henares. En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Pero sobre todo revolucionó el estudio de la historia de España y abrió la puerta para que historiadores como Henry Kamen, Joseph Pérez, Geoffrey Parker, Stanley Payne, Paul Preston, Hugh Thomas, Ian Gibson o Raymond Carr refutaran la idea del excepcionalismo español y el dañino adagio de Gil de Biedma: “De todas las historias de la historia/la más triste es la de España/porque termina mal”.
Con libros comparativos como Richelieu y Olivares, Imperios del mundo Atlántico o el ya citado Catalanes y escoceses, u obras fundamentales como La rebelión de los catalanes, Un palacio para el rey (con Jonathan Brown) o su autobiografía intelectual Haciendo historia, logró modernizar la historiografía española y dejó discípulos a ambos lados del canal de la Mancha.
De educación exquisita, no en vano era Sir y había pasado por Eton, Cambridge y Oxford, solo perdía la calma cuando discutía con su esposa por el mejor postre de la carta. Decía Orwell que quien controla el pasado, controla el futuro, y quien controla el presente, controla el pasado. Como si quisiera refrendarlo, el presidente ruso Vladimir Putin publicó un ensayo histórico pocos meses antes de la invasión a Ucrania para justificar el ataque. Por eso son necesarios historiadores como Elliott, insobornables jueces de nuestro pasado que se sumergen en los documentos y nos devuelven la imagen contradictoria, borrosa y compleja de lo que fuimos, lejos de las certezas, las glorias y las heroicidades imaginadas que fundamentan tantos dañinos y amenazadores mitos del presente.