Jorge Castañeda habla de por qué la civilización norteamericana prevalecerá
Estados Unidos sigue siendo la potencia indispensable del mundo. Eso está bien, dice el ex ministro de Asuntos Exteriores de México
LA ALARMA sobre el «declive» estadounidense se produce en ciclos: en los años ochenta, Japón era la amenaza; en los noventa, el capitalismo renano y la Unión Europea; hoy, China. Muchos tratan de calibrar el destino de Estados Unidos en términos de poder: duro o blando, militar o económico, financiero o tecnológico, cultural o geopolítico. En mi reciente libro, «America through Foreign Eyes» (Norteamérica vista por ojos extranjeros»), he intentado analizar la cuestión a través del prisma de la civilización americana, que abarca estos aspectos pero va mucho más allá. Creo que existe tal cosa, ya que hubo una civilización romana, una europea y, en un sentido ligeramente diferente, una civilización árabe y china. Como ocurre con cualquier civilización de este tipo, las convulsiones de Estados Unidos se sienten más allá de sus fronteras, por ejemplo en América Latina.
Estados Unidos sigue siendo el único Estado capaz de proyectar realmente su poder militar en todo el mundo, y no sólo en sus alrededores. Retirarse de Afganistán con el rabo entre las piernas no es una demostración de fuerza, pero ningún otro país tiene los medios para desplegar y mantener tantas tropas, en tantos lugares del mundo, durante tanto tiempo.
La economía estadounidense, junto con la de China e India, se ha recuperado con más fuerza que cualquier otra gran economía del golpe infligido por el covid-19. El esfuerzo de vacunación estadounidense no tenía parangón en cuanto a alcance y velocidad hasta que se topó con el muro de piedra del antivacunismo. La destreza científica y tecnológica demostrada por las empresas americanas, trabajando con financiación gubernamental, permitió a Estados Unidos desarrollar y producir vacunas muy eficaces, rápidamente y en grandes cantidades, en cooperación con otros países, como Alemania.
La civilización americana tiene un lenguaje propio, una cultura diferente a la de los demás, un mensaje político y económico de liberalismo que no creó realmente pero que rápidamente se asoció al credo americano. Tiene sus zonas fronterizas, o lo que los romanos llamaban limites, donde ejerce su influencia aunque estén más allá de sus fronteras formales. Tiene formas idiosincrásicas de atraer a otros países o civilizaciones a su órbita: por la fuerza, por la persuasión, por ósmosis, por negociación. Y lo que es más importante, tiene su «poder blando». Roma tenía sus carreteras y su sistema jurídico, sus acueductos y sus impuestos; Estados Unidos lo tiene todo, desde Hollywood hasta los viajes espaciales, la CNN y los iPhones.
Hoy en día, China puede acercarse a Estados Unidos en cuanto a logros tecnológicos. Las autocracias en general pueden estar resurgiendo. Pero es difícil discernir hacia dónde retrocede la civilización estadounidense. El Mar de China Meridional no es el Pacífico ni el Atlántico; y unas cuantas presas y puentes construidos en África y América Latina, a diferencia de los proyectos del Cinturón y la Ruta (Belt and Road), no son el equivalente de Apple, Google, Microsoft y Facebook.
Una cuestión más desafiante es si uno de los pilares centrales de la civilización americana, es decir, su particular forma de gobierno, está en declive. La mayor amenaza para la civilización americana, como la de Roma hace siglos, es el enemigo interior, en este caso el debilitamiento de la democracia americana. Esto no proviene de Viktor Orban o Jair Bolsonaro, o de Vladimir Putin o Xi Jinping. Surge de Donald Trump, y de la derecha republicana y los grupos extremistas que ya no están al margen de la política estadounidense.
No se trata simplemente de la Gran Mentira y del supuesto robo de las elecciones presidenciales de noviembre de 2020, ni de la insurrección en el Capitolio el 6 de enero. Estos son los síntomas, no la causa. Tampoco el Sr. Trump es un factor fundamental: él también es una manifestación de un malestar más profundo. Los votantes anglosajones blancos, mayores de 50 años, con bajos ingresos y sin estudios universitarios, rurales y de pueblos pequeños, están cada vez más aterrorizados de perder su anterior lugar en la sociedad, uno por el que creen que vale la pena luchar. Las personas que se identifican como blancas ya no son mayoría de la población en un número creciente de estados, entre ellos el más grande, California.
Con el tiempo, sus quejas serán menos centrales en la política estadounidense. El trumpismo es un síntoma del resentimiento de los blancos por esta menguante importancia. Sus tradiciones, creencias y demandas están siendo desplazadas por las de cohortes demográficas, electorales e ideológicas ascendentes con las que apenas tienen contacto. Se sienten perdidos, porque están perdiendo. Entre otras cosas, el partido republicano que abrazan ha perdido los votos populares en siete de las últimas ocho elecciones presidenciales.
La «democracia disfuncional» de Estados Unidos parece claramente incapaz de procesar estos resentimientos y rebeliones, ni legislativamente, ni electoralmente, ni judicialmente. Afortunadamente, el cambio parece estar en camino, y aquí reside la increíble capacidad de Estados Unidos para reinventarse. La respuesta a la supresión de votantes y a la Gran Mentira ha sido amplia y vigorosa: en la segunda vuelta de las elecciones al Senado de enero en Georgia, la participación superó las previsiones y dio a los demócratas victorias que no esperaban, sobre todo al asegurar el control del Senado. El surgimiento de un amplio y animado debate sobre la «teoría crítica de la raza», la historia e incluso el socialismo en Estados Unidos puede considerarse una consecuencia y una réplica de esa clase media baja blanca déclassé. Sus agravios y los de los negros, latinos, asiáticos-americanos, nativos-americanos y mujeres dejados de lado a lo largo de los años no pueden ser abordados sólo por el trumpismo o por hablar del racismo sistémico. Eso solo puede ocurrir a través de nuevas formas de representación y política. Pero es un buen comienzo.
La novedad de la última década, más o menos, es cómo los estadounidenses de hoy empiezan a luchar por su historia: no sólo por la esclavitud y su legado, sino también en relación con el Álamo en Texas, los misioneros españoles en California y los militares genocidas en las Grandes Llanuras y el Sendero de las Lágrimas. Hay pocas señales tan edificantes en lo que respecta a la reinvención de Estados Unidos.
Una esperanza adicional reside en las promesas y posibles logros de la administración Biden, especialmente si los demócratas siguen en el cargo hasta 2028. Su intento de (re)construir el estado de bienestar estadounidense promete dar al país un vigor renovado.
El éxito y la reinvención de Estados Unidos también importan en América Latina. Los vientos políticos suelen soplar de norte a sur. A principios de los años 30, tras la elección de Franklin Delano Roosevelt y el lanzamiento del New Deal, América Latina empezó a tomar nota de los acontecimientos en Estados Unidos. Todos sufrían la misma depresión económica: desempleo galopante, desplome de los precios de las materias primas y colapso institucional. En 1930 los golpes de Estado habían derrocado a los gobiernos de Brasil y Argentina; más tarde, en la misma década, cayeron los regímenes autoritarios de Chile y Cuba. La región buscaba algo nuevo. Encontró inspiración y un oído comprensivo en Washington. Lázaro Cárdenas en México, Getúlio Vargas en Brasil y Ramón Grau San Martín en Cuba, entre otros, aplicaron políticas similares a las del New Deal, algunas más radicales que las de FDR, otras más moderadas.
Un proceso similar tuvo lugar en la década de 1980, a la inversa. En un país latinoamericano tras otro, la crisis de la deuda externa y la elección de Ronald Reagan (junto con la de Margaret Thatcher en Gran Bretaña un año antes) dieron lugar a la «Reagonomía en el trópico», o el Consenso de Washington. Carlos Salinas en México, Carlos Menem en Argentina y Augusto Pinochet en Chile (desde un poco antes) siguieron el ejemplo de Estados Unidos, la mayoría de las veces de forma más radical.
Hoy en día, muchos países latinoamericanos intentarán sin duda inspirarse en el ejemplo de la administración Biden en cuanto la pandemia disminuya. Una vez más, Chile ha parecido anticiparse a la nueva tendencia al canalizar las protestas callejeras masivas hacia la política social a través de su nueva Asamblea Constituyente. México, Brasil, Argentina y Colombia han descubierto (o reconocido) que sus andrajosas redes de seguridad social eran casi inútiles para hacer frente a las crisis de salud, educación, empleo e incluso vivienda provocadas por el covid-19. El gasto deficitario, la reforma fiscal y la sanidad universal están sobre la mesa.
Sin embargo, también hay temores. Uno de ellos es que el trumpismo y la crisis de la democracia estadounidense sean duraderos. Otra es que el renovado internacionalismo de Joe Biden choque con las anacrónicas pero poderosas tradiciones de la región, que han sacralizado el principio de no intervención. A medida que el mundo empieza a reconocer que muchos de los retos del planeta sólo pueden abordarse a escala global, esa contradicción se agudiza. Países como Argentina, Brasil y México tendrán que aceptar que la lucha contra los males del mundo -desde el cambio climático hasta la corrupción, pasando por las violaciones de los derechos humanos y las futuras pandemias- requerirá algún tipo de jurisdicción universal, con una fuerte presencia estadounidense.
Una tercera preocupación es la creciente presencia de China en América Latina y su creciente confrontación con Estados Unidos. Esto ha llevado a algunos a jugar con la noción de «no alineación proactiva», según la cual la región intenta mantenerse al margen de la rivalidad sino-estadounidense y, al mismo tiempo, comprometerse con ambas potencias en, por ejemplo, el desarme. Se trata de una idea interesante. Sin embargo, al final, la civilización estadounidense prevalecerá durante muchas décadas. Estados Unidos sigue siendo la «potencia indispensable» del mundo; sin ella, es inconcebible un orden jurídico internacional más fuerte.
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Jorge Castañeda es profesor de la Universidad de Nueva York y fue ministro de Asuntos Exteriores de México en 2000-03. Es autor de una docena de libros, el más reciente «America through Foreign Eyes» (Oxford University Press, 2020).
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The Economist
Jorge Castañeda on why America’s civilisation will prevail
The United States remains the world’s indispensable power. Good, says the former foreign minister of Mexico
THE ALARM about American “declinism” comes in cycles: in the eighties Japan was the threat; in the nineties it was Rhineland capitalism and the European Union; today it is China. Many seek to gauge the fate of the United States in terms of power: hard or soft, military or economic, financial or technological, cultural or geo-political. In my recent book, “America through Foreign Eyes”, I attempted to look at the question through the prism of American civilisation, which encompasses these aspects but goes well beyond them. I believe that there is such a thing, as there was once a Roman civilisation, a European one and, in a slightly different sense, an Arab and Chinese civilisation. As with any such civilisation, the upheavals in the United States are felt beyond its borders, not least in Latin America.
The United States continues to be the only state capable of truly projecting military power throughout the globe, and not just in its surroundings. Pulling out of Afghanistan with its tail between its legs is no show of strength, but no other country has the wherewithal to deploy and sustain so many troops, in so many places around the world, for so long.
The American economy has, together with China’s and India´s, rebounded more strongly than any other large economy from the blow inflicted by covid-19. The American vaccination effort was unmatched in scope and speed until it ran into the stone wall of anti-vaxxerism. The scientific and technological prowess shown by American companies, working with government financing, allowed the United States to develop and produce highly effective vaccines, rapidly and in large quantities, in cooperation with other countries, such as Germany.
American civilisation has a language of its own, a culture different from that of others, a political and economic message of liberalism that it did not really create but which rapidly became associated with the American creed. It has its borderlands, or what the Romans called limites, where it exerts influence even though they lie beyond its formal frontiers. It has idiosyncratic forms of bringing other countries or civilisations into its orbit—by force, by persuasion, by osmosis, by negotiation. Most important, it has its “soft power”. Rome had its highways and legal system, its aqueducts and taxes; America has everything from Hollywood to space travel, CNN and iPhones.
China today may be approaching the United States in technological achievements. Autocracies more broadly may be resurgent. But it is hard to discern where American civilisation is retreating. The South China Sea is not the Pacific or the Atlantic; and a few dams and bridges actually built in Africa and Latin America, as opposed to Belt and Road Projects, are not the equivalent of Apple, Google, Microsoft and Facebook.
A more challenging question is whether one of the central pillars of American civilisation, ie, its particular form of government, is on the wane. The greatest menace for America’s civilisation, like Rome’s centuries ago, is the enemy within—in this case the weakening of America’s democracy. This stems not from Viktor Orban or Jair Bolsonaro, or from Vladimir Putin or Xi Jinping. It springs from Donald Trump, and the Republican right-wing and extremist groups that are no longer on the fringes of American politics.
It is not simply about the Big Lie and the supposed theft of the November 2020 presidential election, nor the insurrection at the Capitol on January 6th. These are the symptoms, not the cause. Nor is Mr Trump a fundamental factor: he, too, is a manifestation of a deeper malaise. White, over-50, low-income and non-college-educated, rural and small-town Anglo-Saxon voters are increasingly terrified of losing their previous place in society, one they feel is well worth fighting for. People who identify as whites are no longer a majority of the population in a growing number of states, not least the largest one, California.
In time, their grievances will be less central to American politics. Trumpism is a symptom of white resentment about this dwindling importance. Their traditions, beliefs and demands are being displaced by those of ascending demographic, electoral and ideological cohorts they have scant contact with. They feel lost, because they are losing. Among other things, the Republican party that they embrace has lost the popular votes in seven of the last eight presidential elections.
America’s “dysfunctional democracy” seems clearly unable to process these resentments and rebellions—neither legislatively, electorally nor judicially. Fortunately change appears to be on the way, and herein lies America’s incredible capacity to reinvent itself. The response to voter suppression and to the Big Lie has been wide and vigorous: in the runoff election for the Senate in January in Georgia, turnout exceeded forecasts and gave Democrats victories they did not expect, not least in securing control of the Senate. The emergence of a broad and spirited debate about “critical race theory”, history and even socialism in the United States can be considered a consequence of, and a rejoinder to, that déclassé white lower-middle class. Its grievances and those of Blacks, Latinos, Asian-Americans, Native-Americans and women left out over the years cannot be addressed only by Trumpism or by speaking out about systemic racism. That can happen only through new forms of representation and policy. But it is a good beginning.
The novelty of the past decade or so is how Americans today are beginning to fight over their history: not only over slavery and its legacy, but also regarding the Alamo in Texas, Spanish missionaries in California and the genocidal military in the Great Plains and the Trail of Tears. There are few signs as uplifting with regard to America’s reinvention of itself.
An additional hope lies in the promises and possible accomplishments of the Biden administration, especially if the Democrats remain in office through 2028. Its attempt to (re)build the American welfare state promises to give the country renewed vigour.
The success and reinvention of the United States matters in Latin America, too. The political winds often blow from north to south. In the early 1930s, after Franklin Delano Roosevelt’s election and the launching of the New Deal, Latin America began to take note of events in the United States. Everyone suffered from the same economic depression: rocketing unemployment, collapsing commodity prices and institutional breakdown. In 1930 coups had toppled governments in Brazil and Argentina; later in the decade, authoritarian regimes fell in Chile and Cuba. The region was searching for something new. It found inspiration and a sympathetic ear in Washington. Lázaro Cárdenas in Mexico, Getúlio Vargas in Brazil and Ramón Grau San Martín in Cuba, among others, implemented New Deal-like policies, some more radical than FDR’s, some more moderate.
A similar process took place in the 1980s, in reverse. In one Latin American country after another, the foreign-debt crisis and Ronald Reagan’s election (along with Margaret Thatcher’s in Britain a year before) gave birth to “Reagonomics in the tropics”, or the Washington Consensus. Carlos Salinas in Mexico, Carlos Menem in Argentina and Augusto Pinochet in Chile (beginning a bit before) all followed the United States’ example, most of the time more radically.
Today, many Latin American countries will undoubtedly attempt to draw inspiration from the example of the Biden administration as soon as the pandemic abates. Chile has once again, appeared to anticipate the new trend by channelling mass street protests into social policy through its new Constituent Assembly. Mexico, Brazil, Argentina and Colombia have all discovered (or acknowledged) that their tattered social safety-nets were nearly useless in dealing with the health, education, employment and even housing crises brought on by covid-19. Deficit spending, tax reform and universal health care are all on the table.
Yet there are fears, too. One worry is that Trumpism and the crisis of American democracy will prove lasting. Another is that Joe Biden’s renewed internationalism will clash with the region’s anachronistic but powerful traditions, which have sacralised the principle of non-intervention. As the world begins to acknowledge that many of the globe’s challenges can be dealt with only on a global scale, that contradiction becomes more acute. Countries like Argentina, Brazil and Mexico will have to accept that combating the world’s ills—from climate change to corruption, human-rights violations and future pandemics—will require universal jurisdiction of some sort, with a hefty American presence.
A third concern is China’s growing presence in Latin America and its growing confrontation with the United States. This has pushed some to toy with the notion of “pro-active non-alignment”, whereby the region attempts to stand aside from the Sino-American rivalry while at the same time engaging both powers on, say, disarmament. That is an intriguing idea. In the end, though, American civilisation will prevail for many decades. The United States remains the world’s “indispensable power”; without it, a stronger international legal order is inconceivable.
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Jorge Castañeda is a professor at New York University and was Mexico’s foreign minister in 2000-03. He is the author of a dozen books, most recently “America through Foreign Eyes” (Oxford University Press, 2020).