Jorge Vilches: No es PP para conservadores, o sí
«Los más tradicionalistas de los conservadores no se sienten bien defendidos por los populares dos pilares que creen básicos para el bien común: la familia y la religión»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay una parte del conservatismo que está incómoda con el PP. Los motivos son que no siente bien defendidos dos pilares que considera básicos para el bien común: la familia y la religión. No es asunto menor. Esos conservadores consideran que lo importante es sostener la civilización occidental. Todo lo que no sea reaccionar contra el reseteo progresista de nuestra sociedad resulta a su juicio una pérdida de tiempo, o peor: colaborar en la destrucción.
De esta manera, este conservatismo piensa, como el último Donoso Cortés, que el liberalismo es la puerta de entrada para la disolución. Es así que dispara contra todo lo que se mueve, nunca mejor dicho. El inmovilismo se ha convertido para esta parte de los conservadores en algo tan poderoso como la nostalgia, esa percepción amañada del pasado que construye nuestra mente cuando el presente es adverso. Quizá por eso aceptar los otros tipos de familia les parece una abominación, porque, según dicen, si cualquier agrupación humana puede ser considerada como tal, nada lo es.
No ven en el PP de Feijóo una defensa de la «familia tradicional», sino una validación de cualquier tipo de núcleo humano que se autopercibe como tal. Desde esta perspectiva, los populares se convierten en colaboracionistas de la guerra a Occidente. En consecuencia, votar al PP resultaría ser partícipe en la demolición de la tradición, o directamente claudicar.
Lo mismo pasa con la religión. Ya sabemos que la Iglesia no quiso un partido demócrata cristiano en la Transición, aunque aplaudió que la doctrina social que defendía estuviera en los partidos del centro-derecha. Tampoco tenemos hoy organizaciones confesionales poderosas en los parlamentos europeos, sino opciones políticas que contemplan el hecho religioso como una seña de identidad no mayor que la nacional. Es cierto que en el último medio siglo occidental el buen ciudadano ha sustituido al buen cristiano, y el Estado ocupa el lugar de la Iglesia. Esta es una realidad también en nuestro país.
Quizá por eso el PP no tiene a gala ser un partido confesional, ni prioriza la defensa del cristianismo por delante de la defensa de la educación en español, de la unidad del país, o del respeto a la Constitución. Los populares reconocen el hecho religioso, la tradición cristiana y la respetan, pero no combaten por ella en el sentido de ponerla como prioridad en la agenda pública. Por esta razón, para estos conservadores votar al PP es insuficiente.
«Cuando miran a Vox tampoco ven en Santiago Abascal un compendio de virtudes familiares»
La posición del PP parece despreciable a la parte más tradicionalista de los conservadores, pero cuando miran a Vox tampoco ven en Santiago Abascal un compendio de virtudes familiares precisamente, y eso les retrae. La virtud, dicen, no solo se predica, sino que se ejerce. Del mismo modo, no perciben un acatamiento a la Iglesia ni una sinceridad religiosa en las huestes de Vox, sobre todo por las malas maneras de algunos de sus dirigentes, la arrogancia que derrochan, y las purgas a las que se dedican. Tampoco aprecian el tono populista en Vox, incoherente en muchas ocasiones, poco piadoso con el inmigrante, y que disgusta al conservador orgulloso de sus principios y valores morales.
Este conservatismo está triste cuando mira el panorama. Se activa para defender sus creencias y modo de vida, el bien común al que aspiran para esta comunidad política, y denuncian con brío los errores que ven en España y en Occidente. Entre ellos hay quien piensa quedarse en casa el día que pongan las urnas, y otros ya han elegido el color de la pinza que usarán para taparse la nariz mientras meten la papeleta en la urna.
Hay una parte del conservatismo que está incómoda con el PP. Los motivos son que no siente bien defendidos dos pilares que considera básicos para el bien común: la familia y la religión. No es asunto menor. Esos conservadores consideran que lo importante es sostener la civilización occidental. Todo lo que no sea reaccionar contra el reseteo progresista de nuestra sociedad resulta a su juicio una pérdida de tiempo, o peor: colaborar en la destrucción.
De esta manera, este conservatismo piensa, como el último Donoso Cortés, que el liberalismo es la puerta de entrada para la disolución. Es así que dispara contra todo lo que se mueve, nunca mejor dicho. El inmovilismo se ha convertido para esta parte de los conservadores en algo tan poderoso como la nostalgia, esa percepción amañada del pasado que construye nuestra mente cuando el presente es adverso. Quizá por eso aceptar los otros tipos de familia les parece una abominación, porque, según dicen, si cualquier agrupación humana puede ser considerada como tal, nada lo es.
No ven en el PP de Feijóo una defensa de la «familia tradicional», sino una validación de cualquier tipo de núcleo humano que se autopercibe como tal. Desde esta perspectiva, los populares se convierten en colaboracionistas de la guerra a Occidente. En consecuencia, votar al PP resultaría ser partícipe en la demolición de la tradición, o directamente claudicar.
Lo mismo pasa con la religión. Ya sabemos que la Iglesia no quiso un partido demócrata cristiano en la Transición, aunque aplaudió que la doctrina social que defendía estuviera en los partidos del centro-derecha. Tampoco tenemos hoy organizaciones confesionales poderosas en los parlamentos europeos, sino opciones políticas que contemplan el hecho religioso como una seña de identidad no mayor que la nacional. Es cierto que en el último medio siglo occidental el buen ciudadano ha sustituido al buen cristiano, y el Estado ocupa el lugar de la Iglesia. Esta es una realidad también en nuestro país.
Quizá por eso el PP no tiene a gala ser un partido confesional, ni prioriza la defensa del cristianismo por delante de la defensa de la educación en español, de la unidad del país, o del respeto a la Constitución. Los populares reconocen el hecho religioso, la tradición cristiana y la respetan, pero no combaten por ella en el sentido de ponerla como prioridad en la agenda pública. Por esta razón, para estos conservadores votar al PP es insuficiente.
«Cuando miran a Vox tampoco ven en Santiago Abascal un compendio de virtudes familiares»
La posición del PP parece despreciable a la parte más tradicionalista de los conservadores, pero cuando miran a Vox tampoco ven en Santiago Abascal un compendio de virtudes familiares precisamente, y eso les retrae. La virtud, dicen, no solo se predica, sino que se ejerce. Del mismo modo, no perciben un acatamiento a la Iglesia ni una sinceridad religiosa en las huestes de Vox, sobre todo por las malas maneras de algunos de sus dirigentes, la arrogancia que derrochan, y las purgas a las que se dedican. Tampoco aprecian el tono populista en Vox, incoherente en muchas ocasiones, poco piadoso con el inmigrante, y que disgusta al conservador orgulloso de sus principios y valores morales.
Este conservatismo está triste cuando mira el panorama. Se activa para defender sus creencias y modo de vida, el bien común al que aspiran para esta comunidad política, y denuncian con brío los errores que ven en España y en Occidente. Entre ellos hay quien piensa quedarse en casa el día que pongan las urnas, y otros ya han elegido el color de la pinza que usarán para taparse la nariz mientras meten la papeleta en la urna.
Creo que Russell Kirk acertó cuando escribió en Un programa para conservadores que los hombres estamos en este mundo para «resistir contra el mal», impedir la anarquía y la tiranía, y sostener el amor. El amor entendido como los lazos que unen a una comunidad para vivir y prosperar en común; esto es, separarse de la violencia y de la polarización, de la dictadura y la corrupción. Y no hay batalla pequeña, ni posición que no merezca tomar si con eso se aleja el mal, el corrupto o el tirano, por ejemplo, Sánchez. Es preciso, decía Kirk, trabajar como los progresistas; esto es, sin descanso y en cualquier lugar, incluso cuando no estamos convencidos del todo, porque ir a las urnas no es como ir a misa.