Josep Piqué – Ucrania: dilemas morales
Estos Apuntes responden a reflexiones estrictamente personales y por ende subjetivas que pretenden responder a preguntas que creo que nos asaltan a todos en estos momentos.
Todas las guerras son inmorales en sus consecuencias. Víctimas humanas (muertos, heridos, mutilados…), devastación económica y material, injusticias o abusos constituyen un precio siempre demasiado alto. Por ello, históricamente, la humanidad ha intentado mecanismos para evitarlas: tratados de paz, conferencias internacionales, instituciones multilaterales para la resolución pacífica de conflictos, alianzas defensivas para la disuasión… La búsqueda de un mundo “kantiano” basado en la paz y la armonía.
Pero la historia de la humanidad habitualmente ha sido y es “hobbesiana”. La máxima más conocida de Hobbes es “homo homini lupus”. El hombre es un lobo para el hombre. Es decir, los hombres son, en general, egoístas y agresivos y la sociedad tiene como fin asegurar la convivencia a través de instituciones, valores y normas que aseguren el orden y la justicia, aunque sea a través de mecanismos de coacción política. De hecho, Hobbes justificaba así la legitimidad de las monarquías absolutas. Una clara forma de violencia institucional.
La expresión puede aplicarse perfectamente a las naciones (de ahí, las guerras civiles) o a las relaciones internacionales. Cada nación tiene sus intereses y para conseguirlos utiliza el recurso a la fuerza militar contra otras.
Evidentemente, la aspiración debe ser que Hobbes deje de tener razón y apliquemos instituciones, valores y normas para la preservación de la paz y la resolución pacífica de conflictos. Así, buscar la primacía del respeto al Derecho Internacional y a los derechos humanos como guía de actuación para todos, incluyendo la no injerencia en asuntos internos (con límites: la doctrina de la “responsabilidad de proteger” posibilita la intervención para combatir crímenes de lesa humanidad como genocidios o limpiezas étnicas), la inviolabilidad de las fronteras o el respeto a la integridad territorial de los Estados.
«La aspiración debe ser que Hobbes deje de tener razón y apliquemos instituciones, valores y normas para la preservación de la paz y la resolución pacífica de conflictos»
La humanidad ha avanzado mucho en este sentido y evitar las guerras es un objetivo compartido incluido, por ejemplo, en la Carta de Naciones Unidas, que incorporan a la práctica totalidad de las naciones. En concreto, la preservación de la paz y la seguridad es la función fundamental atribuida al Consejo de Seguridad. Sin embargo, tal objetivo tropieza con un pecado original: la existencia de miembros permanentes y con derecho de veto. Son los “vencedores” de la Segunda Guerra Mundial, en un ejercicio de poder hoy absolutamente injustificable, pero al que no van a renunciar. Hablamos de Estados Unidos, Rusia (antes Unión Soviética), República Popular China (antes representada por la China nacionalista, hoy Taiwán), Reino Unido y Francia. Todos han usado ese derecho de veto (en especial los tres primeros) cuando determinados conflictos afectaban directamente a sus intereses o a sus prioridades geopolíticas.
El ejemplo más inmediato es la agresión injustificada e ilegal a Ucrania por parte de Rusia. Cualquier posibilidad de intervención de la ONU es vetada por Moscú (normalmente, con el apoyo de Pekín). Aquí debe introducirse el concepto de agresión. Y, por consiguiente, el de legítima defensa. En la invasión de Ucrania, el claro agresor es Rusia, contraviniendo de manera flagrante el Derecho Internacional y tratados específicos, como el que da lugar a la OSCE en los años setenta, o el Memorándum de Budapest de 1994, por el que se concentraba todo el arsenal nuclear de la antigua Unión Soviética en la actual Federación Rusa, renunciando al mismo tanto Ucrania como Kazajistán. Fue suscrito, en el caso de Ucrania, por ese país y por EEUU, Reino Unido y la propia Rusia. La contrapartida era que los firmantes garantizaban la independencia y la integridad territorial de Ucrania. Obviamente, Rusia ha violado trágicamente ese compromiso, primero en 2014, cuando alentó el separatismo del Donbás y promovió la anexión ilegal de Crimea a la Federación Rusa, sin ningún respaldo o reconocimiento internacional. Ahora, con la invasión de toda Ucrania, con el objetivo de anularla como Estado independiente y soberano y situarla, de nuevo, bajo la órbita de Rusia.
En este contexto, nadie puede objetar el legítimo derecho a la defensa propia por parte de Ucrania, país agredido injustificada e ilegalmente. Una agresión que, claramente, intenta recuperar de nuevo el espacio post-soviético para la órbita de Rusia y que amenaza, en consecuencia, los anhelos de libertad de Ucrania y su voluntad de integrarse plenamente en el mundo occidental, como lo manifiesta su petición expresa de ser candidato a formar parte de la Unión Europea. Por ello, más allá de su eventual pertenencia a la Alianza Atlántica (algo que corresponde decidir a los ucranianos, y a la Alianza, en su caso, aceptarlo), hablamos de la defensa de unos valores compartidos, incompatibles con la creciente autocracia rusa y su voluntad de control totalitario de la economía y la sociedad.
«Los costes humanos y de devastación económica de la legítima defensa de Ucrania deben ser asumidos solo por los ucranianos, aunque más adelante pueda haber un compromiso para la reconstrucción del país»
En consecuencia, Occidente ha decidido, con razón moral, apoyar a Ucrania frente a una agresión injustificable. Primero, advirtiendo de serias sanciones al país agresor y, luego, una vez consumado el intento de invasión y ocupación, aplicándolas y proporcionando ayuda militar para sostener la heroica resistencia ucraniana y a su gobierno legítimo, liderado por un valiente y admirable presidente, Volodímir Zelenski, quien desechó cualquier posibilidad de exilio y ha decidido quedarse al frente de su pueblo y su lucha por la independencia y la libertad.
Pero más allá del componente moral de la posición de Occidente (que en el asunto de las sanciones y la ayuda militar está mostrándose compacto, a pesar de los costes asociados a las mismas), conviene hacer otras consideraciones también de índole moral.
La primera es la relativa a la implicación real y concreta de Occidente y de la OTAN. La decisión es que el apoyo es inequívoco, pero con límites. El más importante es que, en ningún caso, habrá implicación militar directa en territorio ucraniano. También se evitará crear zonas de exclusión aérea para que no pueda producirse un choque directo entre fuerzas aéreas de la OTAN y de Rusia, que pudieran dar pie a una escalada del conflicto, que podría llevar a una Tercera Guerra Mundial y la vuelta a la lógica irracional del uso de armas nucleares.
Todo muy comprensible y razonable. En definitiva, Ucrania no forma parte de la Alianza y, por tanto, no está cubierta bajo el paraguas del famoso artículo 5 del Tratado de Washington. Esto significa que los costes humanos y de devastación económica de la legítima defensa de Ucrania deben ser asumidos solo por los ucranianos, aunque más adelante pueda haber un compromiso para la reconstrucción del país. Dicho de forma cruda: Ucrania pone los muertos en defensa de los valores de todos.
Es cierto que, más allá de la modernización del ejército ucraniano desde 2014, su resistencia frente a un enemigo muy superior en capacidades y efectivos (aunque mucho más ineficiente de lo que se presumía) está siendo posible gracias al apoyo de la Alianza, de la Unión Europea y, en particular, de EEUU, dotándole de capacidades de comunicación y cibernéticas muy relevantes, así como de armamento cada vez más eficaz frente a las fuerzas rusas.
«Todo apunta a una cronificación del conflicto, que deberá concretarse en un armisticio que pare la guerra, aunque eso no signifique en absoluto la paz»
El resultado, hasta el momento, es que Rusia ha perdido en todos los frentes geopolíticos (no ha conseguido ninguno de sus objetivos) y hoy solo puede aspirar a ciertas conquistas territoriales centradas en el Donbás y en evitar el acceso al mar de Azov por parte de Ucrania, estableciendo un corredor con Crimea (con el enorme coste humano, material y moral de la destrucción de Mariúpol) y que, como máximo, podrían buscar hacer lo propio cerrando el acceso al mar Negro mediante un bloqueo naval que neutralizara el puerto de Odesa y posibles avances territoriales entre Crimea y Trasnistria.
En cualquier caso, todo apunta a una cronificación del conflicto (ninguna de las partes puede conseguir la plena victoria), que deberá concretarse en un armisticio que pare la guerra, aunque eso no signifique en absoluto la paz. Recordemos el precedente de las Coreas, que se encuentran en guerra desde 1950, a pesar del alto el fuego de 1953. Hasta hoy. El armisticio se consiguió cuando los contendientes volvieron a la situación de partida (la división en el paralelo 38) y asumieron que no les interesaba la continuidad de la guerra abierta.
En el caso de Ucrania, todavía no hemos llegado a ese punto. Ambas partes entienden que pueden conseguir mejores posiciones para una hipotética negociación futura si sigue el conflicto en el campo de batalla. Solo se llegará a un alto el fuego cuando concluyan que los costes de continuar superan a los eventuales beneficios a conseguir. No estamos aún ahí. Va a depender del coste económico, social y político que para Rusia signifique una guerra de desgaste con grandes pérdidas humanas y materiales, así como el impacto de las sanciones; y del coste para Ucrania y la continuidad de la intensidad de la ayuda financiera y militar occidental. Comienzan a surgir fisuras en Europa, aunque la posición estadounidense es clara y terminante: la guerra no puede acabar con la derrota de Ucrania y por ello el compromiso es del todo firme.
En cualquier caso, la paz verdadera solo es compatible con la justicia y la aceptación por las partes de un nuevo status quo. Es decir, en el caso de Ucrania, la decisión respecto a las condiciones para un alto el fuego y luego para conseguir una auténtica arquitectura de seguridad compartida y garantizada internacionalmente corresponde única y exclusivamente a los ucranianos.
«Comienzan a surgir fisuras en Europa, aunque la posición estadounidense es clara y terminante: la guerra no puede acabar con la derrota de Ucrania y por ello el compromiso es del todo firme»
Ya no caben nuevas “Yaltas”. No es admisible que sean las grandes potencias las que decidan sobre el futuro de las naciones, sin contar con ellas. Obviamente, pueden y deben tener un papel determinante para la garantía de un futuro seguro para toda Europa. Pero no tomar decisiones que no les corresponden.
Todo esto viene a cuento de las crecientes voces que, en Europa en particular, abogan por un alto el fuego que “evite la humillación de Rusia y del propio [Vladímir ]Putin”, en expresión del presidente francés, Emmanuel Macron. O la posición dubitativa de Alemania a la hora de proveer armamento pesado a Ucrania. De hecho, hasta esta semana ni Macron ni Olaf Scholz habían visitado Kiev desde que comenzó la guerra. El 16 de junio ambos mandatarios, acompañados del primer ministro italiano, Mario Draghi, se reunieron por fin en la capital ucraniana con Zelenski.
Mientras tanto, tanto Macron como Scholz continúan manteniendo conversaciones frecuentes con Putin, intentando que posibilite corredores humanitarios o las exportaciones de granos desde Odesa, vitales para muchos países y, en particular, para el Norte de África. Hasta ahora, sin resultados. Tal actitud, además de la repulsa de Zelenski, ha merecido duras críticas también del presidente polaco, Adrzej Duda, al frente de los países que no son partidarios de concederle a Putin nada conseguido por el uso de la fuerza, teniendo en cuenta, además, que las fuerzas rusas están cometiendo flagrantes crímenes de guerra que no deberían quedar impunes.
Duda ha llegado a preguntar si alguien le habló así a Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Otros han recordado que Hitler ocupó Francia y propició un gobierno títere presidido por el mariscal Petáin y dirigido por el filonazi Pierre Laval, en la llamada República de Vichy. Y se preguntan con quién hubiera estado Macron. ¿Con Petáin y la aceptación de la ocupación de Francia? ¿O con la llamada a la resistencia armada contra los invasores por parte de De Gaulle?
Ciertamente, los costes de la guerra son muy importantes para todos. Y siempre que sea posible, hay que mantener abiertas vías diplomáticas. Pero el enorme sacrificio del pueblo ucraniano nos interpela. Pedirle que acepte que su sacrificio ha sido en vano porque para parar la guerra tiene que aceptar la ocupación de buena parte de su territorio nacional y asumir forzadamente una neutralidad “a la finlandesa” (producto de la guerra con la Unión Soviética y la pérdida del 12% de su territorio) puede ser claramente inmoral. Porque implica, en la práctica, “premiar” la injustificable, ilegal e inmoral invasión rusa.
Ya es de por sí muy difícil asumir que la defensa de los valores occidentales sea llevada a cabo, desde el punto de vista humano, solo por Ucrania. Pero puede aplicarse con la teoría de evitar el mal mayor. Ucrania lo sabe. A pesar de ello, sigue heroicamente con su resistencia. No parece ético que además queramos imponerle las condiciones para que cese en la misma, con el argumento de que no se debe humillar a Putin. La humillación para todos sería que Putin se saliera con la suya y no tuviera que asumir las consecuencias de su agresión criminal.
Nada es blanco o negro y menos en las guerras. Pero la paz de los cementerios nunca es una auténtica paz. Los anglosajones suelen decir que “foreign policy is not nice”. Es cierto. Pero si Occidente no atiende a sus valores, ¿qué nos queda?